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49 – PRIMERA CITA

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49 – PRIMERA CITA

13 de enero, 1983

Javier, en su papel de Thomas Carpenter, entró de nuevo en el bufete de Masters, Smith & Bolton. El que había llegado al aeropuerto JFK de Nueva York desde Madrid vía Londres hacía ya tres días no era él, sino un tal Isaac Fernández, pero según salió del aeropuerto en un taxi con dirección al Hotel Hyatt, Isaac Fernández desapareció en lo más profundo del bolsillo del abrigo para dar paso a Thomas Carpenter, el empresario de Tulsa, Oklahoma, que fue quien se alojó en el hotel. Isaac no volvería a la palestra hasta la hora de volver a Europa.

Esos tres días los había utilizado para abrir varias cuentas en distintos bancos, unas a nombre del propio Thomas Carpenter y otras con otros pasaportes canadienses o estadounidenses, y a continuación había depositado en cada una algunos bonos del Tesoro de Estados Unidos al portador que había seleccionado al azar entre todos los que tenía guardados en su Logroño de 2017, excepto aquellos que tenían la fecha de amortización más cercana; todos esos se los había llevado con él. Nadie le puso la menor objeción sobre los bonos, incluso cuando pidió vender alguno inmediatamente y llevarse el dinero en efectivo. Aunque el año anterior el Congreso había prohibido la emisión de este tipo de instrumentos financieros, dado que eran los preferidos por narcotraficantes y delincuentes de todo tipo para blanquear su dinero, lo cierto es que en 1983 gozaban de una excelente salud como elemento de intercambio, tanto o más que el dinero en efectivo.

También había aprovechado para comprar algo de ropa en las tiendas de la Quinta Avenida. Si era natural de Oklahoma y criado en Baltimore, no podría vestir como un dandi inglés… ¡y menos aún como un hombre de negocios español! Y, por fin, había acudido a una agencia de Real Estate buscado un apartamento de alquiler en Manhattan que le permitiera tener su «puerta estelar» en Nueva York mientras llegaba el momento de adquirir el apartamento de la Avenida Madison, para lo que faltaba aún más de un año. El lunes próximo podría seguramente cerrar el alquiler y mudarse allí desde el hotel, que era bastante caro.

Una vez se presentó en la recepción del bufete y se identificó, avisaron inmediatamente de su llegada, por mucho que no la hubiera notificado de antemano. Fue Marion Pollock la que se acercó al cabo de unos minutos, armada con su traje sastre, su cola de caballo roja, una cálida sonrisa y su aterciopelada voz que daba la bienvenida a Mr. Carpenter. Javier-Thomas casi no pudo responder. Había escondido en algún lejano rincón de su mente a la señorita Pollock, pero al verla y oírla de nuevo la testosterona corrió a raudales por su cuerpo… ¡esperaba que no se le notase! Al fin tomó el control de sus acciones y, tras saludar educadamente a Miss Marion, la acompañó a su despacho.

Allí se informó de que la sociedad offshore de cartera cuya fundación había encargado al bufete estaba casi ultimada. Mañana estaría lista toda la documentación y podría venir a recogerla. ¿Tenía Mr. Carpenter alguna idea de cómo comenzar a usar la sociedad? Pues sí, Mr. Carpenter tenía algunas ideas muy claras, que comprendían:

Dotar a la sociedad de fondos suficientes. En un plazo de una o dos semanas estará en disposición de ingresar varios millones de dólares en bonos del Tesoro al portador y posiblemente también mediante una transferencia desde el otro lado del Atlántico.

Utilizar esos fondos para adquirir acciones y otros activos en los mercados de valores estadounidenses, tanto en Wall Street como en el Nasdaq, y también de otros países.

En qué activos invertiría la sociedad sería objeto de reuniones posteriores, pero en general sería él mismo o «sus socios», había que dejar un punto de incertidumbre sobre quién era de verdad el dueño de la sociedad, quien especificara en qué valores concretos se debería invertir. Lo sentía mucho, dijo, pero la experiencia de «él y sus socios» era que cuando habían delegado la administración en terceros las cosas no habían salido bien… y además, dijo confidencialmente, uno de nuestros informáticos ha puesto a punto un nuevo programa de análisis técnico que promete funcionar bien… Marion Pollock expresó que, no siendo habitual, no tendrían inconveniente en hacerlo de esta forma, pero a pesar de su profesionalidad no pudo evitar una breve mirada de conmiseración… ¿Análisis Técnico? ¡Puagh! Ruina segura…

Deberían establecer un procedimiento para que él u otros pudieran emitir órdenes de compraventa por teléfono. Debido a las peculiaridades del negocio al que se dedicaban «él y sus socios», todos viajaban mucho y necesitaban que sus órdenes se ejecutaran rápidamente en cuanto el sistema de análisis técnico diera una señal de compra o de venta, para aprovechar el potencial de subida, bla, bla, bla… Mientras decía las tonterías de costumbre que a Marion le entraban por un oído y le salían por el otro, pensaba Javier que al menos esto sí era estrictamente verdad: ¡ya lo creo que viajaba mucho! ¡Pero muchísimo!

En el plazo más breve posible se deberían fundar otras seis sociedades más de las mismas características, radicadas en diferentes países del mundo. Ya les indicaría más adelante quiénes serían los administradores de esas sociedades.

En cuanto recibiera los fondos, debería comunicárselo a una dirección de Nueva York que les proporcionaría en unos días, pues estaba negociando aún con varios propietarios. Menos mal que en la época no había teléfonos móviles, se dijo. Para él era muchísimo mejor comunicarse de momento por correo.

No hay g. Ya está, esto es todo de momento.

Miss Pollock acabó de tomar nota de todo y aseguró que no había problema alguno. Mañana viernes a las cuatro de la tarde tendría los papeles preparados para su firma y la entrega de la documentación a Mr. Carpenter, afirmó con seguridad. A partir de ese momento la sociedad estará en disposición de operar conforme a los deseos de «Mr. Carpenter y sus socios», lo que dijo con cierto encantador retintín. Javier se obligó a asentir y, a continuación, despedirse de Marion hasta mañana a las cuatro. Esta vez no se dejó acompañar. Ya tenía bastante con lo que tenía…

Al día siguiente, viernes, se presentó de nuevo en el bufete y esta vez fue introducido inmediatamente al despacho de Miss Pollock, que le estaba esperando con una radiante sonrisa. Todo estaba preparado, dijo, abriendo una carpeta llena de documentos. Se sentaron y los fue mostrando uno por uno. La escritura de fundación. Los poderes. Autorizaciones para que los gestores pudieran operar en nombre de los dueños. Contratos de servicio repletos de cláusulas llenas de «hereinafter» y demás términos en legalés que tanto gustan a los abogados de todo el planeta. Todo lo fue firmando Javier sin casi mirarlo. Estaba seguro de que todo estaría en orden. En realidad miraba a Marion. Y estaba pendiente de su voz. Cada vez que recitaba un incomprensible párrafo redactado por un abogado disléxico, él quedaba más subyugado.

Por fin todos los papeles estaban firmados, sellados, legalizados y en poder de la persona adecuada. Marion se levantó y extendió la mano hacia Javier-Thomas.

—Bien, Mr. Carpenter… ya está todo. Es usted el propietario de una sociedad de cartera radicada en las Bahamas. Ha sido un placer para Masters, Smith & Bolton trabajar para usted. En cuanto a las peticiones que nos hizo ayer, sepa que están ya en marcha y que pronto le enviaremos la información al domicilio que nos indique.

—Muchas gracias, Miss Pollock —contestó Javier estrechando la mano de Marion—. Permítame decirle que el placer ha sido mío… lo sigue siendo, de hecho. Pocas veces he tratado con gente tan profesional. Y tan agradable, si me permite decirlo —Javier quedó sorprendido cuando observó que Marion enrojecía y miraba al suelo, halagada por su galantería… una galantería más bien chiquitita, pensaba él.

—Gracias —contestó en un susurro Marion. Javier decidió atacar… ¡llevaba tanto tiempo sin hacerlo que casi no se acordaba de cómo se hacía!

—No hay de qué, Miss Pollock, no hay de qué —tomó aire y se lanzó—. Mire, no conozco las costumbres de aquí, de la Gran Manzana, pero en Oklahoma solemos celebrar cuando hacemos un trato beneficioso para ambas partes… —en realidad no tenía ni idea de cuáles eran las costumbres de Oklahoma, ni las de Baltimore ni las de ningún sitio, pero le pareció una forma elegante de tomar la iniciativa—. Mire, Miss Pollock, no conozco muy bien la ciudad ni prácticamente a nadie, y debo estar aquí varios días más… ¿Le importa que la invite a cenar? Puesto que hoy es viernes y mañana no se trabaja… Iríamos al restaurante que usted sugiera, me temo que tampoco conozco aquí restaurantes, salvo un par de pizzerías y un sitio donde venden hamburguesas que no creo que merezcan siquiera el título de «restaurantes»…

Marion prorrumpió en una carcajada. Javier quedó desconcertado. ¿Tan gracioso había sido lo que había dicho, o simplemente era tan ridículo lo que había propuesto a su interlocutora que no había podido contener la risa? Cuando Marion paró de reír y miró directamente a Javier a los ojos, éste se dio cuenta de que ni una cosa ni la otra. Estaba sencillamente encantada con la proposición de su cliente. ¡Sorpresas te da la vida! Rápidamente aprovechó la ocasión para confirmar la cita.

—¿Le parece bien que la recoja a las ocho? —en verdad era a él a quien no le parecía nada bien… ¡las ocho de la tarde para cenar, él, un español típico que rara vez cenaba antes de las diez!—. Dígame dónde y la esperaré con un taxi.

Marion se lo dijo y él apuntó la dirección. Elizabeth Street. Como no tenía ni idea de dónde caía eso, preguntó, y ella le dijo que en Manhattan sur, cerca de Chinatown.

—Estupendo, allí estaré a las ocho en punto, ¡si es que encuentro un taxista que no se pierda! —Marion volvió a reír, y esta vez sí que el chiste era malo, así que seguro que no era ése el motivo de su risa—. No conozco ningún restaurante en la ciudad. Mejor piense en un restaurante que le guste, no importa el precio, y reservamos… —se contuvo en el último momento. ¡Iba a decir «reservamos desde el móvil»! Tenía que tener mucho cuidado con los anacronismos, se repitió una vez más—… reservamos desde allí, o, casi mejor, si tiene usted el teléfono, Miss Pollock, reserva usted directamente desde su casa, ¿le parece?

A Marion Pollock efectivamente la idea le parecía bien, así que se despidieron con un nuevo apretón de manos hasta entonces.

Según iba Javier caminando hasta su hotel, bastante cercano al bufete, no dejaba de pensar si no estaría cometiendo una gran tontería. Estaba inmerso en un plan complicadísimo que incluía estancias en momentos temporales distintos y en lugares muy variados del globo y, ahora que la financiación había dejado de ser un problema, iba a ir a más… ¿Qué demonios estaba haciendo ligando como un adolescente? Quizás más adelante tuviera el tiempo y le oportunidad para buscar una relación, una relación estable o lo más parecido que pudiera a «estable», pero ¿ahora? Vale, hacía tiempo que había cortado con Inma, o peor, que ella había cortado con él, y uno también tenía necesidades. Pero no ahora, por favor, ahora no. Sólo podía complicar más su ya complicada vida. Estaba loco, definitivamente loco.

Sí. Loco de atar. Y también estaba loco por Marion Pollock. Se dijo que su aventura en el banco en llamas le había debido alterar la producción de hormonas, porque no era muy habitual en él que quedara hechizado de tal modo a las primeras de cambio por una bella mujer. Bueno, en realidad ésta era la primera vez que le pasaba. Ni siquiera por Inma, a la que adoraba, había llegado a sentir semejante atracción animal.

Cientos de miles de años de evolución no pueden equivocarse, pensó. El instinto es el instinto, y es difícil resistirse a él. ¡Sobre todo si uno no tiene la menor intención de resistirse!, concluyó con una sonrisa pícara, justo cuando llegaba a su hotel.

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