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58 – UNA ANTIGUA HISTORIA

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6 de diciembre, 2043

Francis Barrash estaba, ahora sí, llegando a su fin. Había hecho preparar una especie de habitación de hospital en su apartamento de Madrid de la Calle Claudio Coello, el mismo que se había comprado a sí mismo hacía veintiséis años, cuando empezó todo. Habían traído una cama hospitalaria y todos los aparatos y monitores necesarios, así como los médicos y enfermeros que le cuidaran en sus últimos días. De ninguna manera quería morir en un hospital anónimo, sino en este luminoso apartamento que en los últimos meses había convertido en su casa. Quería morir en su habitación, decorada no con las cegadoras luces blancas hospitalarias, sino con amables luces cálidas indirectas y sus admiradas reproducciones de obras maestras del cercano Museo del Prado en las paredes.

Además, justo al lado de su habitación estaba el despacho, en cuya caja fuerte estaba guardado el TaqEn. Le reconfortaba tenerlo cerca por alguna razón que no comprendía bien, pero se sentía mejor con él a su vera. No sabía que ocurriría con él después, ni si alguien lo descubriría algún día, pues no había dicho la combinación de la caja fuerte a nadie y sus albaceas tenían orden estricta de cerrar la casa tal como estaba y no entrar en ella nunca más tras su fallecimiento. ¿Cumplirían sus instrucciones una vez muerto…? Quién sabe, pensó Barrash, pero no podía hacer nada más al respecto, así que no le preocupaba.

La entrada de Silvia Ruiz, la flamante directora general de BEGIN, le sacó del amodorramiento de los calmantes. Ella era la única a la que permitía visitarle, y ella lo había hecho diligentemente varias veces en las últimas semanas, aunque para Francis era evidente que Silvia no se encontraba cómoda con un moribundo. Lógico. Ella era aún joven y estaba llena de vida, no como él. Bueno, la visita de hoy sí que le gustaría haberla hecho, suponía Francis.

Se había negado a inyectarse morfina, que tenía permanentemente conectada a su vía intravenosa con un mecanismo que, siempre que lo desease, pulsaba y eliminaba los dolores a la vez que le dejaba en una bendita inconsciencia durante unas horas. Todos los días lo usaba dos o tres veces, pero hoy no. Hoy debía estar despierto. Aunque doliese.

Silvia se aproximó a la cama y, tratando de parecer alegre, le dijo que le encontraba mejor, lo que era obviamente mentira, y que se alegraba de verle, lo que quizás no lo fuese del todo. Luego comenzó a explicarle animosamente los últimos avatares de la empresa, lo que Francis cortó de raíz con un gesto de la mano. Hizo que Silvia se sentara en una silla al lado del lecho, diciéndole:

—Silvia, te agradezco tu visita. Y te agradezco que me quieras poner al corriente de la adquisición del Banco de Crédito Personal… pero eso ya no es mi problema, ¿recuerdas? Es el tuyo —Silvia hizo un gesto de extrañeza, pero Francis siguió rápidamente—. Si te he pedido que vengas a ver a este pobre anciano moribundo un domingo por la mañana temprano es porque debo contarte algo. Algo importante, que nunca he contado a nadie y que creo que debes conocer para tener toda la información en tu poder.

—No es necesario que te esfuerces, Francis, estás muy débil…

—¡Y más que voy a estarlo! —Barrash cortó abruptamente a Silvia, cada vez más extrañada—. Mira, Silvia… perdona, pero tengo mucho que contarte y poco tiempo para hacerlo. Es importante, creo. Importante para que puedas tomar las decisiones correctas en el… futuro —pronunció la palabra «futuro» de una forma extraña que hizo que Silvia diera un respingo—. Asegúrate por favor de que la puerta de la habitación esté cerrada. Con llave. Nadie debe entrar ni oír una sola palabra.

Ahora Silvia, más que extrañada, estaba expectante. ¿Qué querría contarle Mister Secretos, el máximo profesional en ocultar su pasado? Cerró con llave la puerta tal como le había pedido Francis y acercó la silla a la cama de hospital que, con sus tubos, sus sondas y sus drenajes, imponía un poco. En el último momento Silvia miró hacia el techo, escudriñando la habitación. Barrash se dio cuenta de lo que buscaba y sonrió a Silvia:

—No te preocupes, Silvia. Lucy no vigila este cuarto, es territorio vedado para ellos. Y lo mismo para todas las demás agencias que darían el brazo derecho por saber qué ocurre aquí. Y está insonorizado. Estamos solos, te lo aseguro.

—Ah, bueno… entonces me quedo tranquila. Una nunca sabe dónde y cómo están vigilándola a una… Bien, Francis, tú dirás.

—A ti nadie te vigila, Silvia. Es tu privilegio. Sólo al director de BEGIN, sólo a ti… y a mí, pero eso ya no importa…

Francis hizo una pequeña pausa para poner en orden sus ideas y comenzó por fin:

—Silvia, te voy a contar una historia. Una historia antigua. Te ruego que me dejes contártela a mi modo. No me será fácil —tomó aire—. Te voy a contar la historia de un joven paleontólogo natural de Logroño, en La Rioja. Te voy a contar la historia de Javier López Berrio…

Y Francis comenzó a hablar. Silvia no despegó los labios durante las casi cuatro horas que necesitó Francis para desgranar la historia de Javier López. Su propia historia. La de un joven idealista que descubrió accidentalmente un artefacto mágico y con él hizo realidad su sueño de cambiar el mundo. O lo estaba haciendo. Ahora era responsabilidad de Silvia, y de quien ella designase en el futuro, continuar su labor.

Apenas unos segundos después de terminar su historia se escucharon unos golpes en la puerta de la habitación. Francis rogó a Silvia que abriera, pues era la hora de su medicación. De su inútil medicación. Había pedido a los enfermeros que les dejaran tranquilos mientras no les avisase, y lo acababa de hacer con el botón de llamada. Estaban todos fuera, mirando los monitores y comiéndose los puños de impaciencia. Cuando por fin sonó el timbre y Silvia abrió la puerta entraron todos en tropel, armados de bolsas de suero, jeringuillas, aparatos para medir la tensión y otros artefactos de los que mejor no saber nada… Francis se despidió de Silvia, que no había abierto la boca desde que comenzó la historia, pero ésta, antes de salir, pidió permiso a Francis para volver a verle esa misma tarde, una vez se hubiera recuperado un poco del esfuerzo. Así ella también tendría tiempo de comer algo, un bocadillo o algo así, y ordenar sus ideas. Inicialmente Francis iba a negarse, pues le había resultado un esfuerzo emocional mucho mayor de lo que suponía rememorar el pasado y no quería continuar más, pero algo en la mirada de Silvia, algo inquietante, le hizo aceptar. Se despidieron hasta un par de horas más tarde.

Tras las diversas maniobras de sus cuidadores, al fin Francis pudo quedarse tranquilo, lo que aprovechó para amodorrarse y descansar un poco. Tenía la impresión de que esta conversación con Silvia no había terminado. Esa oblicua mirada suya al despedirse había conseguido intrigarlo. Se estaría muriendo, pero Javier López Berrio, alias Francis Barrash, seguía siendo un curioso redomado. Nada le excitaba más que resolver acertijos, y estaba claro que aquí había uno que resolver.

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