BEGIN

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3 – CONVOCATORIA INTEMPESTIVA

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Y por si fuera poco, a pesar de no cotizar en ningún mercado organizado, sus cuentas son públicas desde su creación y son actualizadas cada semana, con el máximo detalle y ningún maquillaje. Cualquiera puede consultar cualquier aspecto de su gestión, dónde había invertido cada céntimo, qué contratos había ganado o perdido, dónde estaban depositados sus gigantescos fondos y cuánto obtenía por ellos, cuánto ganaban sus directores, sus mandos intermedios, sus oficinistas o sus vigilantes, y todo ello sin ninguna cortapisa. Este sin par ejercicio de transparencia, que inicialmente fue duramente criticado por todo el mundo, al final había calado en casi todas las grandes compañías del orbe y en las pequeñas también, sobre todo porque los consumidores finales se lo exigieron de la forma más desagradable: dejando de adquirir los productos de empresas «no transparentes». Transparencia a la fuerza, de acuerdo, pero transparencia al fin. Y a los Gobiernos, muy a su pesar, no les quedó más remedio que aplicar la misma política, pues también les quedó claro que el que no se «transparentaba» era fulminantemente barrido del poder en las siguientes elecciones. O en el próximo golpe de estado, que de todo había.

Silvia conocía todo esto, como lo conocían todos los seres humanos. BEGIN había cambiado todo, y en muy poco tiempo, no más de veinte años. Nadie sabía de dónde habían salido los fondos para crearla, pero desde su creación y espectacular entrada en el mundo de los negocios, el mundo había comenzado una nueva era. Una más de las incógnitas que rodean a Francis Barrash es si al fundar la «Barrash Energy Global Industries», cuyo anagrama es un nombre tan apropiado como «BEGIN», ya tenía en mente que la compañía efectivamente sería la palanca de cambio para

comenzar esta nueva época. Silvia estaba convencida de que sí, que el nombre no había sido elegido al azar ni mucho menos, pero otros lo dudaban. El caso es que desde la aparición de la nada de BEGIN, veintiún años atrás, el mundo había cambiado. Mucho. Y para bien.

Silvia despertó de su ensoñación cuando el automóvil se detuvo en el aparcamiento del novísimo Edificio Barrash. Ni siquiera se había enterado de cómo habían llegado ni cuánto tiempo habían tardado en hacerlo, tan concentrada estaba en organizar su mente para la inminente entrevista.

El mensajero se apeó, le abrió la puerta y le dijo amablemente:

—Bienvenida a BEGIN, señora Ruiz. Acompáñeme, por favor.

Vaya, si se acordaba de su nombre y todo. Silvia bajó del coche intentando mantener un mínimo glamour, cosa bastante improbable en un auto con el suelo tan bajo y portando un maletín que hacía las veces de bolso, se alisó la ropa y siguió al mensajero, o quizás no era un mensajero, después de todo, hacia el ascensor. Allí, el empleado de BEGIN sacó una tarjeta del bolsillo y la insertó en una ranura junto a la puerta. En breves segundos el ascensor apareció y las puertas se abrieron. Ambos pasaron a su interior, donde su acompañante insertó la tarjeta nuevamente, ciertos botones de diferentes pisos se iluminaron, pero no todos, cosa que no pasó inadvertida a Silvia, y entonces pulsó el botón correspondiente al piso 20, el antepenúltimo. Se fijó en que los botones de los pisos 21 y 22 estaban apagados.

El ascensor subió rápidamente y, cuando las puertas se abrieron, el mensajero, cediéndola cortésmente el paso, dijo a Silvia:

—Por favor, señora, usted primero.

Silvia salió, dando las gracias por la cortesía, y el mensajero tras ella. Se cerraron las puertas del ascensor y se quedaron los dos en el vestíbulo, solos. El mensajero estaba tranquilamente de pie mirando por el gran ventanal que daba a las montañas, a la famosa Sierra de Madrid, mientras Silvia miraba impaciente a todas partes.

—¿Y ahora? —preguntó Silvia, de forma un tanto desabrida. Si la habían interrumpido en medio de su comida para hacerla ahora esperar en un vestíbulo con todas las puertas cerradas, se lo iba a hacer saber a su interlocutor, por mucho Mister Persona Importante que fuera.

—Perdone, señora, es sólo un momento.

Y lo fue, porque inmediatamente se abrieron las puertas del otro ascensor, del que salió una mujer de unos cuarenta años, ataviada con un vestido sencillo, pero elegante, que se presentó de inmediato en angloshin, dando la mano a Silvia:

—¿Señora Ruiz? Soy Miranda Dankova, secretaria del señor Barrash. Le ruego me acompañe. Gracias, Juan.

Y de inmediato, sin esperar respuesta, se giró y entro de nuevo al ascensor. Una vez Silvia hubo entrado tras ella, insertó su propia tarjeta en la ranura del ascensor y esta vez pulsó el 22, el último piso, que ahora sí se había encendido. Silvia se preguntó qué sería de Juan, que se había quedado en el vestíbulo mirando cómo se cerraban las puertas… pero enseguida se abrieron nuevamente en el piso 22.

Miranda hizo un ademán para indicar a Silvia que saliera y, una vez lo hizo, la siguió y la adelantó sin decir palabra, atravesando el vestíbulo desierto y encaminándose con paso firme por el pasillo de la derecha, pulcro, limpio y bien iluminado pero sin un solo cuadro o adorno que mitigara su frialdad aséptica. Al llegar a la última puerta, Miranda la abrió sin llamar y, haciéndose a un lado, indicó a Silvia que entrara a la vez que le decía:

—El señor Barrash la recibirá ahora. Buenos días, señora Ruiz —se despidió Miranda, cerrando la puerta a sus espaldas.

Silvia entró, algo intimidada, en el enorme y medio vacío despacho de blancas paredes y potente iluminación en el que, de pie en medio del despacho y con una gran sonrisa en su cara, la esperaba el gran hombre en persona.

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