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4 – PREGUNTAS SIN RESPUESTA

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23 de julio, 2016

Había pasado un mes desde el gran descubrimiento cuando por fin Javier se tomó un fin de semana libre. Había sido un mes de locos, en el que apenas había tenido tiempo de pensar en nada, tan solo trabajar, excavar, fotografiar, catalogar, clasificar y, sobre todo, asimilar todas las maravillas que había en la gran Sala de la Cueva de Leza.

Con todo un fin de semana por delante, Javier tuvo la tranquilidad suficiente para reflexionar con calma sobre todo lo sucedido desde aquella tarde de viernes que ahora parecía tan lejana, cuando irrumpió como un miura en medio de la fiesta para dar a todo el equipo la gran noticia. Desde ese mismo momento los acontecimientos se habían precipitado de tal modo que no había tenido tiempo material para sentarse a pensar. Cuando por la noche iba a su camastro caía derrengado, tras quince, dieciocho horas de trabajo ininterrumpido, un trabajo al que todos se dedicaban entusiásticamente. No todos los días se descubría un tesoro arqueológico del calibre del encontrado en la Gruta de Leza.

Una vez solo en su casa de Logroño, degustando una copa del buen vino de su tierra, con los acordes de la Sexta Sinfonía, Trágica, de Gustav Mahler como banda sonora, Javier se sentó en el sofá, cerró los ojos por un momento y se dedicó a rememorar todo lo ocurrido desde el día del descubrimiento.

Cuando Javier interrumpió la fiesta de inauguración que disfrutaban sus colegas para hacerles partícipes de lo que acababa de encontrar, bueno, de

casi todo lo que acababa de encontrar, y una vez que comprendieron el significado de lo que estaba diciéndoles, todos fueron rápidamente hacia la entrada de la gruta, a pesar de ser un viernes, de que estaba anocheciendo y de que el que más, el que menos, todos habían trasegado una dosis adecuada de alcohol. Aunque todos querían entrar sin dilación, se impuso finalmente la cordura y sólo Julio, Asier y Federico, los más experimentados de todos los presentes, entraron por el agujero recién descubierto, esta vez pertrechados con una cámara fotográfica y linternas de repuesto, dejando fuera, expectantes, al resto del exiguo equipo. Cuando por fin volvieron a salir al cabo de casi dos horas con una enorme sonrisa en sus semblantes y mostraron las fotografías al resto del equipo… no hay palabras para describir la intensísima emoción que les embargó a todos. Reían, se abrazaban, lloraban… Estaban literalmente en el cielo de arqueólogos y paleontólogos: ¡Habían realizado un descubrimiento de alcance mundial! Las imágenes no dejaban lugar a dudas. Las figuras de todo tipo que había en la gran sala, centenares de ellas, grandes y pequeñas, coloreadas o no, eran de una calidad asombrosa, la mayor parte de ellas estaban policromadas en rojo, ocre, negro, amarillo y verde, y tenían un realismo sin precedentes. Además, estaban perfectamente conservadas. El derrumbe de la entrada las había protegido miles de años, hasta que, aquí y ahora, un humilde equipo patrocinado por la humilde Universidad de la Rioja en Logroño las había descubierto para la Humanidad.

Todos cancelaron sus compromisos del fin de semana y lo utilizaron para trabajar sin descanso en el acondicionamiento de la entrada de la galería. En un par de días removieron muchos metros cúbicos de tierra y roca hasta dejar un acceso relativamente cómodo a la Sala, mientras Julio y Asier, el director de la excavación y el arqueólogo más experimentado del equipo, fotografiaban y catalogaban todos los dibujos, la preciosa figura de la madre natura, las herramientas de sílex, los huesos y todos los objetos desperdigados por la Sala. Fue un trabajo exhaustivo, aunque preliminar, porque todo objeto debería ser estudiado muy a fondo y eso requeriría años de trabajo, pero obtuvieron material suficiente como para poder demostrar la importancia del descubrimiento. Cuando el lunes, en la conferencia de Valencia que tenía programada hacía meses, Julio comunicó al mundo el descubrimiento más importante de arte rupestre que se hubiera hecho jamás y mostró una corta selección de fotografías tomadas en la Sala, se produjeron multitud de reacciones entusiásticas desde todas las partes del planeta. La noticia saltó a los medios inmediatamente y todos querían conocer la sala de primera mano, querían fotos, entrevistas, valoraciones, más entrevistas, más fotos… Y lo mismo desde el Claustro de la Universidad riojana, donde pensaron que les había tocado el premio gordo de la Lotería.

Rápidamente el pequeño equipo se vio desbordado. Todos recibían innumerables llamadas procedentes de todos los rincones del mundo: de medios de comunicación, de colegas, de políticos, de gestores, de curiosos, incluso de mecenas, compañías o personas que estaban interesados en donar dinero, algunos de forma altruista, pero generalmente a cambio de que su nombre o el de su empresa apareciera en algún lugar del yacimiento, en la página web del yacimiento, que todavía no existía, o donde fuera. Federico Santaolalla, de la Universidad de Sevilla como Julio y sevillano de pura cepa, no dejaba de hacer chistes con tanto ofrecimiento «desinteresado». El más celebrado fue cuando, tras colgar a otro Director General de Compañía Importante que quería aportar los fondos que fueran necesarios con tal de que el mundo se enterara bien de su patrocinio, comentó con su gracejo andaluz:

—Ozú, qué pesados son. Chicos, ¿os imagináis todo esto con una enorme instalación, con parking de pago y azafatas uniformadas, donde con grandes letras de neón se pudiera leer: «Bienvenidos a la Gruta HappyBurger. Ofreciendo las mejores hamburguesas desde el Paleolítico»?

La carcajada fue general y sirvió un poco de escape a la olla de presión en que se había transformado su pequeño proyecto.

Se habían convertido en una sensación mundial y no estaban preparados para ello, así que cuando las cosas se les iban de las manos y los nervios empezaban a jugarles malas pasadas, alguien decía algo como «A ver, señores, tranquilidad, que tenemos que estar al nivel de la Gruta HappyBurger…» y todos a coro y entre carcajadas remataban la frase: «¡ofreciendo las mejores hamburguesas desde el Paleolítico!», y eso rebajaba la tensión instantáneamente.

Javier no había tenido un minuto libre en esos días frenéticos, lo mismo que el resto del equipo. Había excavado, limpiado, fotografiado, catalogado, y vuelto a limpiar, fotografiar y catalogar la enorme cantidad de material que se encontraba allí dentro. Había hachas, bifaces, puntas de flecha, rascadores, todo el catálogo completo de herramientas paleolíticas de sílex, usadas la mayoría, pero alguna de ellas completamente nueva, como si hubiera sido tallada ayer por la tarde. Esparcidos por el lado occidental de la cueva había huesos de animales diferentes, caballos, osos, venados y algunos otros que aún no habían catalogado. Todavía no se habían detectado huesos humanos, pero no sería de extrañar que en algún momento apareciesen, y además había indicios de algún enterramiento, que desde luego no se había ni comenzado a excavar todavía. Estaba también la escultura de la madre, la representación de la Madre Naturaleza, con una limpieza de trazos que la hacía excepcional, de las más bellas que se habían recuperado hasta el momento, y algunos otros huesos podrían ser figuras toscamente talladas, pero aún no habían sido estudiados con detalle.

Y las pinturas… ¡qué pinturas! Aunque su especialidad, paleontología, tenía más que ver con el análisis de los restos biológicos, Javier también tenía formación en el arte rupestre y sabía que las pinturas de la cueva de Leza eran extraordinarias, posiblemente tanto como las de Altamira, Lascaux y Chauvet ¡juntas! Había representaciones de animales: bisontes, osos, venados, renos y otros; había escenas de caza de gran realismo, pero otras completamente estilizadas, casi se diría que expresionistas si no fuera porque el expresionismo se había inventado 20000 años más tarde; había figuras geométricas como escaleras, cuadrados, círculos o ajedrezados; y por fin había manos, diferentes manos impresas en la piedra caliza o bien silueteadas. Casi no faltaba nada del repertorio del arte rupestre, lo que no tenía mucha lógica, pues allí convivían estilos y motivos presentes en muy diferentes lugares y también de épocas diferentes. Los análisis de carbono-14 y otros medios de datación radiológica no habían dado todavía resultados fiables, faltaba aún alguna semana para tener una datación definitiva de los restos biológicos, pero pocos albergaban alguna duda de que los objetos de la cueva tenían unos 20000 años de antigüedad, mil arriba, mil abajo.

Aquello era como la cueva de Alí Babá, llena a rebosar de increíbles tesoros: pinturas, esculturas, herramientas, huesos… y el reproductor de DVDs, claro, del que nadie salvo él sabía nada.

No había tenido mucho tiempo para pensar en el objeto y en lo que significaba, pero sí que había llegado a la conclusión de que su teoría sobre el artefacto, ésa que tan evidente le parecía en los primeros momentos, no tenía ni pies ni cabeza. Pasado un mes estaba completamente convencido de que Julio e Inma no habían tenido nada que ver en que aquel aparato estuviera allí, al lado de la figura de la madre en el altar, pues

altar llamaba todo el mundo al bloque rectangular de piedra que ocupaba el centro de la estancia, aunque no estaba nada claro que aquella piedra hubiera tenido alguna función semejante a la de un altar.

En primer lugar, dos investigadores tan implicados con su profesión como Julio e Inma no hubieran podido mantener en secreto semejante hallazgo, no hubieran podido comportarse tan normalmente, tan tranquilamente en el caso de haber sabido lo que había allí dentro. No hubieran ido a la fiesta a reír, bailar y trasegar alcohol sabiendo que un tesoro de esa magnitud esperaba allí al lado, al alcance de la mano. Por mucho resentimiento que tuvieran hacia él por los gritos y los insultos de hacía unos días, no hubieran estado tan tranquilos, no hubieran podido representar ese papel con tanta perfección como lo hicieron. No eran tan buenos actores, vaya.

En segundo lugar, sólo a un loco fuera de sus cabales se le habría ocurrido un plan tan descabellado como colocar nada menos que un reproductor de DVDs en medio de la cueva del tesoro y esperar a que él lo encontrara sólo para desprestigiarle profesionalmente, todo ello en el no tan probable caso de que fuera precisamente él quien lo descubriese y que además cayese inocentemente en la trampa. No comprendía cómo no se había dado cuenta de algo tan evidente cuando forjó en el interior de la cueva su «evidente» teoría.

Y por fin, una vez descubierta la Sala de las Maravillas, ambos se habían comportado de la forma que se esperaría de un profesional que no sabía nada de su existencia hasta ese momento: sorpresa, asombro, satisfacción, entusiasmo… En ningún momento hicieron o dijeron nada que hiciera sospechar que conocían de antemano la existencia de la sala. En ningún momento se dirigieron a él a reprocharle nada, aunque tampoco para agradecerle nada, como sí hicieron el resto de miembros del equipo, siendo como eran todos conscientes de que el lunes siguiente, o el martes a lo más tardar, alguien del equipo hubiera descubierto de todos modos la cueva del tesoro, por lo que su propia colaboración en el descubrimiento era a todas luces anecdótica, una mera casualidad. El mérito del descubrimiento recaería en el equipo en su totalidad, en el equipo de Julio Pérez de Ávila, no en él, y así debía ser.

Y desde luego que ninguno de los dos supuestos culpables había preguntado por un reproductor de DVDs de hacía 20000 años… ni tampoco habían mencionado la existencia de una sutil marca en el polvo sobre el altar que indicara que allí había habido depositado algo alguna vez. De hecho, Javier estaba cada vez más convencido de que nadie se había dado cuenta de ello, y ahora, tras cinco semanas de personas trabajando y deambulando por toda la sala, era ya imposible que nadie detectara la marca.

Sí, no le quedaba ninguna duda. Inma y Julio no habían tenido nada que ver con la existencia de un artefacto imposible en un yacimiento arqueológico de hacía 20000 años, y se avergonzaba de haber urdido en su mente una explicación tan descabellada. Es más, no se explicaba cómo había podido ser tan estúpido para haberse forjado semejante idea. Él, que presumía de racional, había fabulado una historia absurda llevado por un sentimiento que con anterioridad ni siquiera sabía que tenía: los celos. ¡Qué ridículo puede llegar a ser el ser humano!

En fin, seguían plenamente vigentes las primeras preguntas que Javier se hizo cuando vio el dichoso paralelepípedo negro por primera vez: ¿Qué es este artefacto? ¿Qué hace en un yacimiento inexplorado en el que nadie ha entrado en miles o decenas de miles de años? ¿Quién lo puso ahí? ¿Para qué?

Preguntas que seguían sin respuesta. Pero es que además Javier tenía ahora un problema adicional: ¿Qué hacer con el dichoso reproductor de DVDs o lo que demonios fuese? De momento seguía escondido en el fondo de su maleta, que seguía en la excavación, pues no había querido siquiera moverla.

Por supuesto que estaba descartado entregarlo como un objeto más de los que estaban en la Sala. Esto le obligaría a responder a preguntas embarazosas del estilo de: ¿Por qué, contraviniendo todo el protocolo habitual, te llevaste el artefacto sin siquiera fotografiarlo

in situ…?, o bien ¿Por qué no dijiste nada a nadie sobre su existencia…? Eran preguntas que con toda seguridad le harían y que a él no le gustaría contestar. Eso, en el hipotético caso de que alguien le creyera ahora, cuando apareciera ante sus colegas con un aparato obviamente fabricado hacía unos pocos años y él les dijera que no, que en realidad estaba dentro de la gran Sala y que por lo tanto tiene unos 20000 años de antigüedad. Con certeza absoluta,

eso sí que daría al traste inmediatamente con su carrera profesional.

No podía decir a nadie que lo había encontrado allí dentro ni tampoco que lo tenía. Nadie le creería si lo decía. Pero eso no eliminaba la principal de las incógnitas: ¿

Qué demonios era aquel trasto?

Javier no dejaba de repetirse la pregunta, para la que no tenía contestación. Tras un par de horas de darle vueltas a estas cuestiones en la soledad de la casa heredada de sus padres, con la única compañía de una botella de vino de su tierra, un buen reserva de Rioja, al final tomó una decisión que vino a coincidir con el último trago de la botella.

Dejaría el reproductor toda la temporada de excavación en la maleta, procuraría olvidarse de él durante los dos meses que aún restaban de campaña y al acabar ésta lo traería aquí, a su casa en la que vivía solo. Luego, con todo el otoño y el invierno a su disposición y con la tranquilidad de saber que prácticamente nunca venía nadie a visitarlo, intentaría resolver el acertijo.

Se dio cuenta de que en definitiva no podía hacer ninguna otra cosa justo cuando los efluvios del vino se unieron al cansancio de cinco semanas de trabajo frenético y se quedó profundamente dormido tumbado en su sofá.

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