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5 – UNA CONFERENCIA

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22 de abril, 2043

No se parecía al de las fotos. Bueno, fijándose bien, sí que el Francis Barrash que se dirigió a Silvia sonriendo se parecía al de las escasas fotos que existían de él, publicadas una y mil veces en todos los medios, pero a primera vista se le veía más avejentado que en ellas. Claro que la más reciente tenía no menos de diez o doce años de antigüedad. No era tan extraño que hubiera cambiado en esos años. Sólo el hecho de que apenas hubiera imágenes suyas en un mundo donde cualquiera llevaba constantemente cámaras de alta definición en sus consolas personales ya decía mucho del férreo control que Barrash, o, mejor dicho, BEGIN, ejercía sobre los medios y compañías de todo el mundo.

Sí, estaba cambiado, pero la verdad es que había cambiado para mal. No sólo es que tuviera más años, sino que aparentaba ser mucho más viejo que en esas fotos, y desde luego más de lo que un hombre de 54 o 55 años debería ser. De no ser por sus ojos, Silvia hubiera pensado encontrarse ante un hombre mayor, casi un anciano, pero los ojos sí que denotaban una viveza e inteligencia que desmentían al resto del cuerpo. Barrash era bastante alto, quizás 1,85 m de estatura, y delgado, pero ahora más que delgado se le veía demacrado.

Silvia ahuyentó apresuradamente estos pensamientos mientras ella también se acercó hacia el gran hombre, para encontrarse a mitad de camino. Barrash le dio la mano con cordialidad mientras le decía:

—Señora Ruiz, bienvenida al Edificio Barrash, qué gran placer que haya podido acudir tan prontamente…

¿Prontamente?, se preguntó Silvia sin dejar de sonreír. ¿Prontamente, dice? Pero, ¿me ha dejado acaso alguna otra opción…?

—Le agradezco enormemente su compañía, señora Ruiz… tenemos que hablar de varias cosas… pero creo que no ha almorzado usted, le ruego que me acompañe a comer algo y, mientras, podemos irnos conociendo. Conociendo

personalmente, quiero decir, puesto que desde luego que estoy al tanto de sus logros profesionales…

Barrash la tomó del brazo y la dirigió prestamente a un rincón del espartano despacho donde estaba exquisitamente preparada una mesa con dos cubiertos, una mesa auxiliar con algunas bandejas, botellas de vino y agua y un carro de postres con quince o veinte variedades a cuál más lujuriosa a la vista. Silvia estaba ahora estupefacta. Cuando llegaron a la mesa, Barrash separó cortésmente una de las dos sillas para que Silvia tomara asiento. Una vez acomodada, él se acercó a la mesa auxiliar y preguntó:

—¿Ensalada de canónigos? ¿De espinacas con bacon y queso parmesano? ¿Tomate y lechuga, quizás…? Creo que es usted devota de las ensaladas, así que he hecho preparar de varias clases…

Silvia no salía de su asombro. Seguía con esa sonrisa tonta en su cara, pero es que realmente se le había congelado allí. ¿Francis Barrash le estaba sirviendo la comida a ella? ¿El mismísimo Francis Pendelton Barrash que era el hombre más rico y poderoso del mundo le estaba sirviendo una ensalada de canónigos

a ella? ¿A Silvia Ruiz Castro, socióloga graduada por la Universidad salmantina y a quien nadie, absolutamente nadie conocía fuera de los círculos profesionales de la sociología, le estaba sirviendo una copa de Viña Galiana, reserva de 2031, el mismísimo propietario de BEGIN? ¿De

BEGIN, nada menos?

—Adelante, señora Ruiz, comamos un poco… Creo que no tendrá usted ninguna queja de Arturo, nuestro chef… realmente es un genio mezclando los sabores… Lo rescaté de un hotel de Alejandría donde nadie era capaz de apreciar sus habilidades…

Barrash no paraba de hablar en un angloshin con un acento indefinido, con su voz grave y algo ronca, mientras Silvia seguía en estado de shock comiendo automáticamente la ensalada… automáticamente en el sentido de «como un autómata», aunque su cerebro reptil le enviaba urgentes avisos a su cerebro superior de que la ensalada estaba realmente exquisita, con el punto justo de aliño y la proporción exacta entre los canónigos y la escarola. Poco a poco Silvia volvió a la vida. Incluso se atrevió a hablar, pues no había abierto la boca desde que entró en el despacho. Y lo hizo como buena española, alabando la comida. ¿Hay quizás mejor modo de comenzar una conversación con un desconocido que hablar de comida, y mejor aún, hablar de comida mientras se come?

—Excelente, realmente excelente la ensalada, señor Barrash.

—Pues espere usted a probar la lubina a la sal que Arturo ha preparado de segundo.

—¡Lubina! ¡A la sal! Es mi pescado favorito. De hecho, es mi plato favorito.

Barrash miró de hito en hito a Silvia y dijo simplemente:

—Lo sé, señora Ruiz, lo sé. Disfrutemos de la comida, no vayamos a ofender a Arturo… Como buen chef, es un poco especial, un poco maniático… ¡y tiene un ego que no cabe en esta habitación! Más nos vale no contrariarle… Hagámosle los honores.

Efectivamente, la lubina estaba tan exquisita como Arturo prometía, y poco a poco el ambiente se fue distendiendo, aunque Silvia no dejaba de preguntarse qué demonios pintaba ella comiendo lubina con el dueño de medio mundo en el despacho del piso 22 del Edificio Barrash.

Al acabar el pescado, Barrash se acercó al carro de postres, pero Silvia ya no pudo esperar más y preguntó:

—Señor Barrash… La comida estaba excelente y seguro que los postres están aún mejor, pero usted y yo sabemos que no me ha hecho usted venir a toda prisa desde el Instituto para que alabe las habilidades culinarias de Arturo —Silvia tomó aire antes de proseguir—. Señor Barrash… ¿qué desea usted de mí?

Él se detuvo cuando estaba a punto de cortar una tarta que parecía estar pidiendo a gritos que alguien le hiciera los honores, y cuando se alzó de nuevo la sonrisa se había borrado de su cara.

—Señora Ruiz, tiene usted razón. Si la he convocado es por un asunto muy importante en el que creo que usted podría ayudarme. Perdóneme si no le ha satisfecho la comida, pensé que sería un buen modo de romper el hielo entre nosotros.

—No, no es eso, sí que lo ha sido. Estaba todo delicioso, señor Barrash, y desde luego que ha servido para «romper el hielo», sobre todo este exquisito Viña Galiana… pero me gustaría que entráramos en materia. Tengo bastante trabajo en el Instituto.

—De acuerdo, señora Ruiz, de acuerdo. Vamos hacia mi mesa, por favor.

Abandonaron el rincón donde habían comido, dejando a la tarta con un obvio gesto de decepción por haber sido ignorada, y fueron hacia el escritorio. Barrash se sentó en su silla ergonómica que parecía sacada de una cápsula espacial e indicó a Silvia que se sentara en una de las dos también muy cómodas sillas al otro lado de la mesa. Una puerta se abrió al otro lado del despacho y, silenciosos, aparecieron dos camareros que rápida y eficientemente levantaron la mesa en que habían almorzado, llevándose incluso el carro de postres. En un par de minutos, en los que permanecieron en silencio viendo evolucionar a los camareros, la mesita estaba limpia y ellos dos, solos de nuevo en el despacho.

Francis Barrash se giró entonces hacia Silvia y le dijo:

—Señora Ruiz… Silvia, si me lo permite, estoy al corriente de su trabajo y me interesa mucho.

Silvia dio un respingo, no tanto por el hecho de que el gran hombre supiera de sus escritos, sino porque la frase había sido pronunciada en español… en un español perfecto, sin acento ninguno que pudiera identificarse. Eso era una flagrante transgresión a la norma estricta que exigía que en cualquier edificio de BEGIN o en cualquier actividad realizada en la compañía se usara única y exclusivamente angloshin entre sus miembros, independientemente del país en que estuviera sito el edificio o se realizara la actividad. Sí, era una clara transgresión… ¡Y una transgresión realizada precisamente por el presidente de la compañía!

A Silvia, acostumbrada desde hacía años a usar sólo angloshin para comunicarse con sus colegas, le resultó tan sorprendente que se quedó en blanco unos segundos, mirando a Barrash sonreírle hasta que éste prosiguió:

—Sí, hablo español correctamente. De hecho, también hablo francés y alemán, bastante italiano, algo de ruso y chino y algunas palabras de otros idiomas… ¡No siempre el angloshin era el idioma mundial o cuasi–mundial que es hoy! Perdóneme si la he sorprendido, pero esta conversación prefiero mantenerla en español… si a usted no le importa, claro está.

—Eeehhh… sí, claro. Eh, no, no me importa, sí… Español, sí, no hay problema, señor —consiguió balbucear finalmente Silvia.

—No me ha dicho usted si tiene inconveniente en que le llame Silvia. Lo de «Señora Ruiz» y el tratamiento de «usted» resulta demasiado formal, ¿no le parece?

—Ah, mmm, sí, claro, sí, no, no tengo inconveniente, señor Barrash, ninguno —Silvia seguía balbuceando. No podía evitarlo.

—Francis, por favor. Francis nada más. Si vamos a tutearnos, que sea en ambos sentidos, ¿te parece bien?

—Ehh… Vale, Francis. Bien. No sé si voy a poder acostumbrarme, señor Ba… ehh, Francis.

—Muy bien, Silvia. Comencemos de nuevo, si no te importa. Te estaba diciendo que estoy al corriente de tu trabajo, me he leído tus publicaciones y todo me parece muy interesante.

—¡Ah, ya!

Silvia realmente no sabía qué decir, de sorprendida que estaba, así que se quedó mirando a Francis con cara de tonta. Barrash soltó de pronto una carcajada, y le dijo:

—Señora Ruiz… Silvia… ¿Tanto te sorprende que un lego en sociología haya leído tu trabajo?

—No, no es eso. Es sólo que… que alguien como usted… que alguien tan importante como usted…

—Como tú, Silvia, como tú.

—Vale, sí, lo siento, como tú… que alguien tan importante como tú haya invertido su valioso tiempo en leer mis escritos es algo que me abruma. Me sorprende y me abruma, la verdad.

Barrash, tras una pausa, dijo enigmáticamente:

—Silvia, pocas cosas son tan importantes en estos momentos como tu trabajo. Créeme, tu trabajo es importante. Mucho. Y no «importante para mí», o «importante para BEGIN». No. Importante, a secas. Importante para todo.

Silvia no salía de su asombro. No entendía casi nada, y lo que entendía… no lo entendía. Quizá fuera un buen momento para ruborizarse, pero ni siquiera pensó en ello. No sabía qué decir, así que no dijo nada. Barrash hizo una breve pausa como para evaluar la situación, tras la cual retomó la palabra:

—Bien, veamos. Así no vamos a llegar nunca a ninguna parte, así que comencemos entonces por el principio, ¿no te parece? Teniendo en cuenta que efectivamente soy un lego en sociología, te ruego, Silvia, que me expliques esa teoría tuya tan famosa, ésa que ha cambiado buena parte de la percepción profesional hacia los comportamientos del ser humano… pero hazlo como si estuvieras dando una conferencia a estudiantes del Instituto. Así estaremos seguros de que lo comprendo todo y compartimos la misma información.

—Pero usted… ¡tú no eres un estudiante del Instituto…! Yo… De acuerdo, hagámoslo así —respondió Silvia tras pensarlo unos segundos.

Dicho esto, se relajó ostensiblemente en la silla, porque ahora sí que transitaba por terreno conocido. Y comenzó su conferencia como le había pedido Barrash: desde el principio y paso a paso. Ésta es la conferencia de Silvia:

«

El hombre es un lobo para el hombre. Conocerás seguramente la frase, originalmente escrita en latín, “

homo homini lupus est”, por el gran poeta romano Plauto, que vivió hacia el año 200 a. C., pero que fue sin embargo popularizada por Thomas Hobbes, un filósofo inglés del Siglo XVII, en su obra “Leviatán”.

»A pesar de que el pobre lobo ya no tiene las connotaciones de animal terrible y comedor de niños que tuvo durante todo el Medioevo y los siglos posteriores hasta el mismísimo Siglo XX, la frase resume perfectamente la mayoría del pensamiento filosófico preponderante acerca de la relación “natural” entre seres humanos. El propio Hobbes defendía que, en el estado puro de la Naturaleza, el hombre vivía en una guerra permanente de todos contra todos. Según el filósofo inglés, la esencia de la Naturaleza es la anarquía y la ley de la guerra, y nada más. El control sobre los recursos, el apetito por el poder o simplemente saciar sus sentidos son para él los únicos motores que mueven al ser humano. En una palabra, Hobbes proclama que el egoísmo es innato a la esencia humana y, por tanto, inevitable. Todo ser vivo, no sólo el hombre, es egoísta por naturaleza y orientará sus acciones para satisfacer sus egoístas apetitos.

»El pensamiento de Hobbes, monárquico convencido en contra de las veleidades democráticas que según él provocaron la sangrienta guerra civil inglesa, sin embargo no se queda ahí, pues reconoce que el hombre, además de ser egoísta como todos los seres vivos, es racional… y por eso busca una forma de superar el caos y la anarquía inherente a su naturaleza “lobuna”. Y esto se consigue cediendo todos los derechos individuales a favor de un tercero que surge de forma lógica de este contrato: el Estado, bien sea una Monarquía, bien una República. Pero para que esta cesión sea efectiva debe ser definitiva. Para siempre. Los derechos individuales no pueden ser recuperados jamás. En el pensamiento de Hobbes el Estado es la fuente única de la Ley, el Derecho, la Moral y la Religión.

»Naturalmente, para que este Estado omnipotente cumpla su función debe estar regido basándose en la justicia, la igualdad, la moral y la coherencia en sus decisiones… ¿no es cierto? Pero éste es evidentemente el punto débil de su teoría, porque… ¿Quién vigila a los vigilantes? ¿Cómo garantizar que los que deben promulgar y aplicar las leyes, individuos al fin y por tanto egoístas por definición según él mismo, son justos y equitativos? ¿Cómo asegurar que no usen sus omnímodas atribuciones para enriquecerse ellos mismos en vez de procurar algo tan etéreo, tan intangible como “el bien común”?

»Veamos un ejemplo: en la República Romana durante unos cuatro siglos, hasta que Julio César la abolió definitivamente, dando paso con Augusto al Imperio, funcionaba un sistema similar al planteado por Hobbes, un sistema inicialmente muy bien diseñado. Los dos cónsules que debían gobernar durante un año, que eran dos para evitar que hubiera demasiado poder concentrado en una sola persona, eran elegidos en votación popular. Por lo tanto, había una campaña electoral en toda regla, en la que los aspirantes planteaban sus propuestas y prometían literalmente el oro y el moro a los electores, a los romanos de a pie. Una vez elegidos, normalmente olvidaban sus promesas y se dedicaban alegremente a saquear el tesoro para enriquecerse y así resarcirse de los sobornos que habían hecho para asegurarse la elección. ¡Y no hablemos del Senado! Envueltas en elevadas palabras sobre el bien de la República y del pueblo romano, los senadores escondían las más de las veces oscuras maniobras para ser cada vez más ricos, más poderosos o para empobrecer a la facción rival. Como vemos, un sistema aparentemente perfecto, diseñado para garantizar el mejor gobierno posible de los romanos, estaba prostituido de raíz por las apetencias de riquezas y de poder de los mismos que debían garantizarlo.

»Volviendo a Hobbes, su influencia en pensadores posteriores fue muy importante, y muchos reyes, aristócratas y poderosos de toda laya se apuntaron entusiásticamente a sus ideas. ¡Claro que sí!, aseguraban, el mejor de los estados posibles es aquel en que todos los derechos individuales han sido cedidos al Estado, al Reino, al poderoso de turno, o sea, cedédmelos

a mí, que yo ya proveeré lo mejor para mis súbditos. Un arreglo muy satisfactorio… ¡para los poderosos, por supuesto! Luego, en muchos casos, “lo mejor para los súbditos” se convertía en “la esclavitud de los súbditos”, porque su vida y su hacienda estaban literalmente al albur de cualquier decisión arbitraria de la Realeza o del Duque, Arzobispo o Señor de turno…

»El así llamado “despotismo ilustrado” llevó al extremo esta concepción, o al menos la desenmascaró definitivamente cuando a mediados del Siglo XVIII proclamó aquello de “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Más claro, agua, sobre todo en el francés original en que se escribió la cita por primera vez: “

Tout pour le peuple, rien par le peuple”, literalmente “todo para el pueblo, nada por el pueblo”. Sólo que en realidad en la mayoría de casos era más bien “Todo para mí, nada para los demás”. Filósofos de la talla de Montesquieu o Voltaire abundaron en las ideas de Hobbes, dando legitimidad a las monarquías absolutas ilustradas del Viejo Régimen.

»La Revolución Francesa acabó abruptamente con el despotismo ilustrado ejercido por los monarcas o aristócratas de toda la vida, por el expeditivo medio de acabar con los mismos monarcas o aristócratas separando su cabeza del resto del cuerpo… Pero del despotismo ilustrado sólo se abolió el nombre. Sólo el nombre. Los nuevos dueños del Estado ejercieron en cuanto pudieron las mismas artes y técnicas que anteriormente ejercía la nobleza, enriqueciéndose sin límite mientras el pueblo llano siguió pagando impuestos y no participando en nada. Exactamente como antes».

Silvia, paró un momento su exposición.

—¿Le aburro?

Te aburro, Silvia. Te aburro. ¿No quedamos en que nos tutearíamos?

—Perdón… ¿te aburro?

—En absoluto. Prosigue, por favor. ¿Quieres tomar agua, un café quizás, un refresco…?

—Un poco de agua estaría bien, gracias.

Barrash se acercó a una pequeña vitrina, extrajo dos vasos y los llenó con una botella de agua mineral que sacó de un pequeño frigorífico situado debajo de la vitrina, los acercó al escritorio y ofreció uno a Silvia mientras él se quedó con el otro. Ambos bebieron y Silvia prosiguió su conferencia donde la había dejado.

«Hasta aquí, en el Siglo XVIII, todo el debate se había dado en el mundo de las ideas. Ilustrados contra escolásticos, naturalistas contra materialistas… pero a partir del siglo XIX la ciencia vendría a echar más leña al fuego del “egoísmo intrínseco” de Hobbes. Charles Darwin publica su archiconocida obra “El origen de las especies” definiendo la evolución como la fuerza motora del cambio en las especies mediante el proceso de selección natural, y eso supuso un espaldarazo a las ideas despóticas, ilustradas o no. Según Darwin y sus seguidores, sólo el más fuerte sobrevive, sólo el más preparado está en condiciones de perpetuarse, de tener descendencia. Por lo tanto, es inevitable la lucha entre los individuos de la misma especie para acceder a un mejor territorio, a una mejor alimentación, a un mejor compañero, en definitiva, a vivir más y mejor que sus semejantes y a tener el derecho a que sea su herencia genética la que se transmita en lugar de la de sus colegas.

»Esta lucha por la supervivencia se dirime de múltiples maneras, dependiendo del organismo y, sobre todo, de las armas que tenga a su disposición. Y en esto no cabe duda de que las armas de las que dispone el ser humano son realmente poderosas, estarás de acuerdo conmigo… La capacidad de eliminar a la competencia por los recursos, por el espacio o el poder de que dispone el ser humano es gigantesca… como desgraciadamente se ha demostrado infinidad de veces a lo largo de la historia.

»Era inevitable que conceptos como “eugenesia”, eliminar del acervo genético aquellas características no deseables, bien impidiendo que el individuo pueda transmitir sus genes, bien directamente eliminando al individuo insano, aparecieran muy pronto tras la publicación de Darwin. Fue Francis Galton, primo de Darwin, quien dio forma “científica” y nombre a la eugenesia, aunque se había venido practicando de una u otra forma desde hacía mucho tiempo. Véase el ejemplo de la Esparta clásica, que despeñaba a todo recién nacido que no cumpliera los estándares de perfección que el orgulloso pueblo espartano seguía a rajatabla. Mucha gente aceptó como deseable la eugenesia, puesto que ¿a quién no le gustaría que sólo los mejores pudieran reproducirse? ¿A quién no le gustaría que “hubiera más gente como yo”? Pero ahí estaba el problema, claro. Cada grupo, cada nación, cada raza y cada pueblo pensaban, es más,

sabían que mi grupo, mi nación, mi raza o mi pueblo somos claramente “los mejores…”, los que debemos perpetuarnos, los que debemos medrar, y si es a costa de los demás, mejor.

»Naturalmente, de aquellos polvos vinieron los lodos de los grandes exterminios del Siglo XX y XXI. Nazismos, fascismos, marxismos, stalinismos, maoísmos, khmeres rojos y, en definitiva, totalitarismos varios provocaron la muerte de centenares de millones de seres humanos. ¿Significó esto la vacuna contra las ideas de Hobbes…?».

—Supongo que no… —terció Barrash. Silvia prosiguió su charla sin inmutarse.

«Pues no, evidentemente no. Además, la eclosión de la genética en la segunda mitad del siglo XX, una vez descubierta la doble hélice del ADN, los genes, el ARN, etc, y tras constatar que nuestros genes son en la práctica unos pequeños dictadores que de alguna forma “nos obligan” a hacer lo que resulta mejor para ellos sólo sirvió para afianzar la idea de que es inevitable que cada cual intente mejorar su status a costa de lo que sea… de lo que sea, literalmente. El famoso libro de Richard Dawkins “El gen egoísta”, aunque malentendido en muchos casos, vino a grabar en piedra la idea de que el egoísmo es consustancial al hombre, igual que lo es a cualquier organismo viviente. Según él, el egoísmo no es una postura moral que se pueda tener o no tener en función de lo elevadas que sean las creencias del individuo, sino que está íntimamente ligado a la vida y a la supervivencia en su componente más básico: los genes. Poco puede hacer el hombre ante la dictadura de cientos de millones de años de evolución, ¿no?

»Bien, ésta era la postura casi unánime de la mayoría de pensadores, filósofos y sociólogos del Siglo XXI. Ellos explican que los comportamientos supuestamente altruistas en los que alguien se sacrifica para que otros vivan, en realidad no son tan generosos como parecen si los tratamos de comprender al nivel genético. Dado que estos actos altruistas suelen salvar vidas de semejantes que suelen ser de la misma familia, del mismo pueblo, de la misma raza o nación, es decir, que comparten una gran cantidad de genes con el sacrificado, lo que estos actos altruistas hacen en verdad es maximizar la posibilidad de supervivencia de los genes de sus semejantes… ¡porque son sus mismos genes!

»El macho de la mantis religiosa normalmente perece en el momento de fecundar a la hembra, de mucho mayor tamaño que él, porque ésta le descabeza sin contemplaciones en plena cópula. Así “exprime” su esperma; el cuerpo del macho descabezado, en sus estertores, bombea todo el esperma a la hembra, que así asegura una mayor probabilidad de ser fecundada y por tanto de tener descendencia. Pero, ¿y el macho? ¿Qué ocurre con el macho? El macho sabe cuál va a ser su destino… y sin embargo se acerca a la hembra lentamente, de forma renuente, con evidente miedo, intentando escapar a lo inevitable, pero no obstante se acerca, hasta que comienza la cópula… y eso casi siempre dicta su sentencia de muerte. Desde luego, el macho podría salvarse simplemente alejándose de la hembra, pero no lo hace. Históricamente esto se veía como una acción altruista por parte del macho: daba su vida por perpetuar la especie. A partir de la visión de Dawkins, quedó claro que el comportamiento del macho podía ser altruista, pero no así el de sus egoístas genes, que exigen poder replicarse, perpetuarse, al coste que sea. El individuo no importa. Importan sus genes».

—¿Hasta aquí de acuerdo? —Silvia hizo otra pausa para beber más agua y Barrash asintió con la cabeza, animándola a continuar su exposición. Silvia continuó, pues.

«Importan sus genes, pues, sólo sus genes. No el individuo. Y sin embargo… sin embargo esto no acaba de explicar algunas acciones altruistas que se dan en la Naturaleza. Hace una semana saltó a los medios una noticia escalofriante: Un bombero blanco, inmigrante polaco en París, que da su vida sin pensar para salvar a una familia negra, inmigrante de Senegal, atrapada en un edificio en llamas. El peligro era evidente, sus compañeros se negaron a entrar en el edificio porque estaban seguros de que acabaría por derrumbarse. El bombero, desoyendo las advertencias, entró y consiguió salvar a la familia entera, pero en el último instante nuestro bombero no pudo evitar que se hundiera el techo y acabara con él. ¿Qué genes quería salvar nuestro bombero ejemplar? No los suyos, desde luego, pero tampoco los de su familia, su pueblo, su raza, su nación. Quería salvar vidas humanas, simplemente, porque era su trabajo, sí, pero también lo era del resto de su escuadra… y nadie entró. De actos de este estilo hay muchos más ejemplos, y no sólo entre humanos, sino en la Naturaleza, pero no voy a aburrirte con ellos, creo que es suficiente.

»¿Cómo se explican todos estos ejemplos a la luz de la teoría del gen egoísta de Dawkins que obliga al individuo irremediablemente a comportarse de forma egoísta?

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