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7 – INVESTIGACIÓN

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9 de octubre, 2016

La campaña estival de excavación había llegado a su término. Habían sido tres meses de auténtica locura para el pequeño equipo. Habían trabajado diez, doce, catorce horas diarias, sin apenas tomarse ningún día libre, para acondicionar la cueva, extraer, limpiar y catalogar los innumerables objetos que habían encontrado en la gran Sala y, desde luego, fotografiar con todas las técnicas posibles las pinturas de las paredes y estudiar los pigmentos con que habían sido confeccionadas. También hicieron un gran esfuerzo atendiendo a las numerosas peticiones de información llegadas de todas partes del mundo, así como a las visitas de alto rango que habían recibido, que habían sido demasiadas. Los miembros del equipo comentaban en los pocos ratos de tranquilidad que compartían que desconocían que hubiera tanto director general, secretario de estado, consejero territorial, alcalde o ministro que tuviera alguna jurisdicción sobre su hallazgo. Eso sí, estaban seguros de que bastaba con que uno cualquiera de ellos se opusiera a que la excavación continuase para que todo se fuera al cuerno, así que, aunque les producía un hastío infinito, atendían diligentemente a todo político que se dejara caer por el Valle de Leza. Y fueron muchos.

Julio se había negado a que se incorporaran más arqueólogos a la expedición, en primer lugar porque una vez comenzada la temporada de verano, que es cuando en Europa se aprovecha el buen tiempo para avanzar en las excavaciones, la mayor parte de arqueólogos o paleontólogos de cierto prestigio estaban ya comprometidos y la incorporación de recién licenciados sin experiencia al equipo no podía aportar mucho, y en segundo lugar, porque en cierto modo quería que todo el reconocimiento posible fuese para su equipo original, el que había trabajado con entusiasmo durante los dos años anteriores sin casi recursos y sin quejarse. Para su equipo original… y para él mismo, por supuesto. Justo era que si había alguna medalla que ponerse, fueran ellos quienes se la pusieran. ¡Qué fácil era subirse al carro del éxito una vez que quedaba claro cuál era ese carro! La campaña del año siguiente todo sería distinto, claro está, pero la de 2016 la terminaron los mismos que la comenzaron, a excepción de varios guardias de seguridad que el Ministerio de Cultura español había exigido que se incorporaran al equipo para evitar robos o vandalismos en el lugar.

A fines de septiembre se finalizó el trabajo de excavación por ese año, se empaquetaron todos los objetos que serían trasladados a los centros de saber adecuados para su estudio detallado y se acondicionó la cueva para el invierno, sellando lo mejor posible el acceso a la sala con una especie de manto impermeable y protegiendo adicionalmente los lugares más delicados. También se instaló una fuerte verja en la entrada de la cueva, cámaras de seguridad y un pequeño habitáculo con las comodidades mínimas imprescindibles para que los vigilantes que iban a estar allí durante el invierno no se congelaran. Los descubrimientos de la cueva habían tenido tal repercusión que era necesario asegurar la integridad del yacimiento ante intrusiones de todo tipo.

Javier, como todo el resto del equipo, se había dejado la piel en el yacimiento, pero en general había tenido muy poca relación con Julio e Inma, pues mientras él estaba dedicado al trabajo más de campo, pasando casi todo el tiempo en el interior de la cueva, recopilando muestras y limpiando los restos con mimo, ellos dos habían estado casi siempre fuera, atendiendo a los medios o a las visitas, o bien catalogando los hallazgos o supervisando el trabajo del resto del equipo. No tuvieron mucho contacto, y el poco que tuvieron fue educado y cordial en la superficie, aunque tenso en el fondo. A pesar de la apariencia de normalidad, a Javier no le extrañó nada que el último día, poco antes de que cada uno de los componentes del equipo se marchara a disfrutar de un bien merecido descanso, Julio hiciera un aparte con él para comunicarle muy amablemente que no contaban con él para la próxima campaña. Él, como director de la excavación, estaba muy satisfecho con su trabajo, pero los años siguientes serían muy diferentes, el equipo crecería mucho con la aportación de multitud de especialistas nacionales e internacionales, grandes expertos que ya han expresado su deseo de estar con nosotros y bla, bla, bla…

Javier entendió perfectamente el mensaje subyacente: «Aquí molestas». De hecho, estaba sorprendido de que su despido no se hubiera producido mucho antes, aunque sospechaba que en realidad la causa de que Julio no hubiera prescindido ya de sus servicios era porque había tanto trabajo que hacer que no se podía permitir el lujo de despedir a nadie. Eso le hubiera obligado a aceptar la incorporación en el lugar del despedido de algún arqueólogo de postín que estaba deseando sumarse al proyecto… con la clara intención de hacerse cargo de la excavación. ¿Quién decía que en el mundo científico las decisiones se tomaban por criterios estrictamente científicos? La lucha por la subvención, por el reconocimiento, el prestigio y, sobre todo, por salir en los periódicos, era encarnizada entre colegas que aparentemente se respetaban entre sí. Julio era un reputado científico, pero era consciente de que había otros científicos españoles de su rama con una reputación muy superior a la suya, científicos que ahora estarían verdes de envidia por no haber participado en el evento del año. Por lo tanto, había dedicado todo el esfuerzo posible durante los tres meses pasados para afianzarse como el director del gran sitio arqueológico europeo, como el descubridor del yacimiento de moda, como la cabeza visible responsable del gran hallazgo de la década… o del siglo. Deseaba, y Javier lo comprendía perfectamente, convertirse en el responsable permanente de la explotación del sitio durante los próximos años, lo que le reportaría fama, prestigio, acceso a subvenciones y patrocinios, dictar conferencias y escribir artículos, para obtener por fin una posición acomodada y respetada.

Javier no hizo ninguna escena, simplemente musitó que lo comprendía, le deseó suerte a Julio y a su equipo, se dio la vuelta y se fue rumbo a su automóvil, donde ya tenía guardado su equipaje en el maletero. Arrancó y se fue sin siquiera mirar atrás. Hacía ya semanas que sabía que esa etapa de su vida había acabado, pero por si aún tenía dudas, al llegar a su casa de Logroño sacó del buzón una carta de la Universidad de la Rioja en el que en el rebuscado lenguaje típico de la Administración le decían que, a pesar de su indudable talento y su encomiable trabajo durante estos tres años, y debido a restricciones presupuestarias, la Universidad se veía obligada con mucho pesar a prescindir de sus servicios en la cátedra de Paleontología. Lo sentían mucho, bla, bla, bla, y cuando quisiera podía pasar a retirar su finiquito y una carta de recomendación y recibir un besito de despedida por parte de la Rectora de la Universidad, si eso le placía.

Tampoco el despido fulminante de su puesto en la cátedra de Paleontología le sorprendió lo más mínimo, segurísimo de que Julio había movido los hilos para conseguirlo desde su recién obtenido status de Gran Arqueólogo Internacional. En realidad, viendo el páramo intelectual que existía en la Universidad española, en cualquiera de ellas, había tomado ya la determinación de buscarse la vida en alguna universidad del extranjero, sobre todo norteamericana o británica, dado su dominio del inglés, que había obtenido gracias a los desvelos de su madre, traductora simultánea de inglés, francés y español, que se había preocupado desde su nacimiento de que él fuera prácticamente bilingüe en el idioma de Shakespeare y de que conociera suficientemente también el francés. Había estudiado desde el jardín de infancia en un caro colegio internacional donde la práctica totalidad del currículo se daba en inglés, y había estudiado un par de años de bachillerato fuera, uno en Cornualles, en Inglaterra, y el otro en Massachusetts, en Estados Unidos, y además había pasado algunos veranos en Francia perfeccionando su francés.

Prácticamente nada le ataba ya a España. Sus padres habían fallecido hacía unos años con pocos meses de diferencia, su padre, director de marketing de una importante bodega de la región, de cáncer, y su madre en un accidente de tráfico en el que se salió de la carretera y se precipitó por un barranco. Inma, que había constituido todo su soporte emocional desde entonces, ya no estaba con él, y no tenía grandes amigos con los que montarse una buena francachela de vez en cuando. Por fin, había perdido el trabajo, el último ancla con su tierra. Ya no pintaba nada en Logroño, en la Rioja, en España.

Lo único que le hacía demorar su decisión de emigrar era su trabajo con «Save the Brave World», una voluntariosa ONG ecologista que intentaba con sus escasos recursos mejorar el medio ambiente y frenar el desaforado consumo de recursos naturales de nuestra civilización. Lo que le gustaba a Javier de «Save the Brave World» era su carácter pragmático, una filosofía que encajaba muy bien con la suya propia. Sí, había que cuidar el medio ambiente, que eliminar emisiones de gases de efecto invernadero y parar los vertidos contaminantes que se daban por doquier, pero de forma lógica y ordenada y sin rechazar los beneficios de varios siglos de avances en la civilización. Javier no estaba en absoluto de acuerdo con los «talibanes de la ecología», personajes normalmente muy exaltados que intentaban parar toda nueva exploración de yacimientos de gas o petróleo, todo nuevo avance en técnicas de sondeo o extracción, incluso parar los existentes… seguramente estarían felices de volver a las cavernas, siempre que en las cavernas hubiera internet y teléfonos móviles, claro. Javier conocía a un par de talibanes de estos y no le convencían nada sus métodos, pero no obstante aparecían muy a menudo en entrevistas y coloquios en los medios, porque sus opiniones extremistas daban mucho juego para «provocar el debate», que era como eufemísticamente llamaban en las cadenas televisivas a lo que toda la vida se había llamado «montar una bronca de todos los demonios». Eso gustaba mucho al respetable, parece, porque aumentaba la audiencia… ¡En qué se había convertido nuestra sociedad!

Él creía más en una utilización responsable de los recursos, en suprimir el derroche continuo de energía que se realizaba en el primer mundo y en eliminar las trabas a la investigación en energías alternativas, particularmente la energía solar o la de fisión, que se mostraban como las únicas sostenibles a largo plazo, investigación que estaba muy limitada debido a la presión del lobby de las empresas de energía, que preferirían que el mundo se hundiese antes que dejar de tener beneficios. Ésa era también, a grandes rasgos, la filosofía de «Save the Brave World», y por ello Javier dedicaba buena parte de su tiempo libre a trabajar con ellos como voluntario.

En el fondo, lo que a Javier le molestaba profundamente era la hipocresía de una sociedad en la que todo el mundo decía una cosa y hacía la contraria. Empresarios que aseguraban que sus productos eran «sostenibles» cuando realmente estaban fabricados en algún remoto y atrasado país por semiesclavos o peor aún, por niños. Políticos que se llenaban la boca de prometer todo tipo de maravillas para sus electores y que, una vez elegidos, olvidaban olímpicamente sus promesas y se centraban en lo que llevaban haciendo toda la vida: llenarse los bolsillos. Científicos que primaban sus intereses profesionales por encima del bien de la ciencia. Medios de comunicación que sólo comunicaban las noticias más interesantes para su línea editorial, ignorando el resto, eso cuando no manipulaban o se inventaban directamente las noticias. Médicos que preferían incrementar su cuenta de resultados en vez de buscar la cura de enfermedades. Javier estaba harto de la sociedad en la que le había tocado vivir, y su trabajo en «Save the Brave World» le ayudaba a sentirse mejor, aun sabiendo que su aportación no llegaba ni al tamaño de un granito de arena.

Llevaba ya una semana entera en su casa logroñesa desde que había dejado el Valle de Leza. Había puesto en orden los asuntos que lo requerían, había cobrado su finiquito y había escrito a varias universidades y fundaciones internacionales ofreciendo sus servicios y mostrando su capacitación como uno de los escasos integrantes del equipo que había hecho el descubrimiento del siglo, pero aún no habían contestado, aunque estaba seguro de que tarde o temprano alguna de ellas daría señales de vida. También se había reunido con los pocos amigos con los que mantenía alguna relación.

Ese día era domingo, llovía cansinamente y Javier no tenía nada que hacer.

Lo llevaba demorando unos días y decidió que había que acabar con aquello de una vez, así que sacó por fin el reproductor de DVDs de entre la ropa donde estaba guardado y se dispuso a examinarlo concienzudamente.

En primer lugar lo limpió bien de polvo con un paño húmedo y luego eliminó alguna pequeña incrustación con un algodón con alcohol. Cuando ya no tenía ni una mota de polvo comenzó su estudio, con la concentración y la meticulosidad con las que hacía todo en la vida. Bueno, casi todo, pensó al recordar cómo había explotado en la excavación.

Diez minutos después de comenzar a revisar el artefacto no había encontrado nada. Y en este caso «nada» significaba «nada de nada». Ni una rugosidad, ni una marca, ni un cambio de color, nada. Todo él era de un negro mateado ligeramente azulado, liso y construido aparentemente de una sola pieza, pues no se vislumbraban rebordes, ni muescas, ni mucho menos tornillos.

Lo golpeó suavemente con un martillito de goma por diferentes puntos y quedó claro que el aparato no era macizo, porque el sonido cambiaba ligeramente según el punto de golpeo, pero lo hacía muy levemente. Lo que hubiera dentro, fuera lo que fuese, estaba bien sujeto. ¿Qué rayos sería aquello?

Tomó una lámpara portátil y fue revisando con una lupa milímetro a milímetro la superficie del artefacto, por cada uno de los seis lados. No encontró nada. Aquello era desesperante. Estaba claro que era algo construido por vaya usted a saber quién, y vaya usted a saber cuándo, por cierto, así que por pura lógica debía tener un modo de abrirlo, de acceder a su interior, pero no lo encontraba.

Fue a buscar un imán para comprobar si estaba hecho de hierro o algún material ferromagnético, pero el imán no se adhirió en ninguna parte, por lo que parecía que no había nada de hierro o acero. ¿Aluminio, quizás? Tampoco lo parecía.

Tomó una lima de metales y procedió a limar suavemente una esquina… pero de «suavemente», nada. Le sorprendió el que tuviera que limar con todas su fuerzas durante más de cinco minutos para conseguir una mínima porción de limadura, un polvillo negro que recogió, pues pensó en llevarlo al laboratorio de metalúrgica de la Universidad, donde conocía a uno de los investigadores que lo usaban normalmente, voluntario como él en «Save the Brave World», por si allí podían identificar qué tipo de metal era. En cuanto al aparato en sí, apenas se notaba el punto donde lo había atacado, y el material que apareció tras la mínima capa eliminada tenía la misma apariencia negro-azulada.

Una hora larga después de comenzar su examen guardó nuevamente el reproductor de DVDs en un armario, frustrado al no haber conseguido saber absolutamente nada de él. Si algo no soportaba era que un problema se le resistiera, y éste era especialmente desquiciante. Pero ¿qué rayos era ese aparato? Por más que se devanaba los sesos, no tenía la menor idea. Y ¿qué hacía en un yacimiento arqueológico de hacía miles de años? ¿Quién lo había puesto ahí?

Esa noche durmió mal. Le dio vueltas y más vueltas al problema mientras daba vueltas y más vueltas en la cama, y todo para no llegar a ninguna parte. Al día siguiente, ya lunes, ojeroso como estaba, tomó las escasas limaduras que había conseguido y se acercó a su ex-Universidad, a hablar con Antón Galarraza, uno de los profesores de Metalurgia, y pedirle el favor de que analizara las limaduras, sin decirle de dónde las había sacado. Antón, un vasco jovial, cuarentón, ecologista e incapaz de decir que no a un reto profesional, le aseguró que, aunque la muestra no tenía más de medio gramo, de todos modos tendría el resultado en un par de días, así que quedaron en verse el próximo jueves, día 13, para comer juntos y poder comentar los resultados. ¡Pago yo!, gritó Javier desde la puerta y salió casi corriendo antes de que Antón pudiera negarse.

El día 13 a las dos de la tarde Javier pasó a recoger a Antón al laboratorio y se acercaron al Figón de Santa Catalina, un excelente restaurante con una gran relación calidad–precio. Antón estuvo muy silencioso durante todo el trayecto, cosa rara en él. Una vez sentados a la mesa, tras haber elegido la comida y después de que el camarero les hubiera servido el vino, un excelente caldo de la tierra, Antón espetó de golpe a Javier:

—A ver, Javier, necesito saber… ¿de dónde has sacado esa limadura?

Javier esperaba la pregunta y había preparado una respuesta convincente, o eso creía él, que recitó con soltura:

—Ah, pues de una radio vieja que tenían mis padres que quiero restaurar ahora que tengo tiempo, porque está en bastante mal estado. Es casi una reliquia, creo que era de mis abuelos. Tiene una carcasa de metal que está un poco deteriorada y me gustaría dejarla como nueva…

—Una radio vieja, ¿no? —interrumpió Antón—. Pues no sé si es muy vieja ni en qué estado está, pero debe de tratarse de una radio bastante interesante.

—¿Interesante? Hombre, sí, es curiosa, muy antigua y muy bonita. Una radio que merece la pena restaurar —Javier tenía efectivamente una radio de esas características en su casa, herencia de sus abuelos o sus bisabuelos. Estaba sobre una mesita en un rincón del comedor y formaba parte de la decoración igual que el jarrón chino de la entrada o el cuadro del recibidor. De niño le fascinaba, con sus enormes botones y su gran dial con indicaciones de la sintonía de las emisoras más importantes, pero ahora que faltaban sus padres se había mimetizado de tal modo con el paisaje del comedor, entre candelabros de bronce y bandejas de plata, que casi ni la veía, y de hecho nunca la había escuchado, ni sabía siquiera si funcionaba, pero había decidido usarla de coartada, a falta de una idea mejor.

—¿Toda la carcasa de la radio está hecha de este material? Si es así, ¿de cuánto estamos hablando? No sé, si la radio es como alguna que yo conozco, un trasto enorme, ¿quizás dos o tres kilos pesaría la carcasa, cuatro quizás?

—Sí, más o menos, algo así —contestó dubitativamente Javier, que no sabía a dónde quería ir a parar Antón, pero no le gustaba el cariz que iba tomando la conversación—. ¿Qué es, acero, aluminio? Es que es una radio muy curiosa…

—Interesante y curiosa, sí, es una buena descripción para una radio antigua que esté construida con una aleación de titanio, tungsteno y grafeno —Antón se quedó mirando a Javier como si éste tuviera que saber de qué estaba hablando. Pero no lo sabía, así que preguntó inocentemente:

—Perdona, Antón, pero eso de «titanio» y «tungsteno» me suenan a metales, aunque la química que estudié la tengo bastante oxidada, pero ¿”grafano”? Eso no sé lo que es. ¿Otro metal?

—Grafano no, Javier: grafeno. Con «e». Un material muy interesante.

—Bueno, la verdad es que no sé casi nada de ninguno de los tres… ¿son raros?

—Pues el titanio no, no es nada raro, de hecho es un metal bastante común en la Tierra. Es el noveno elemento más abundante en la corteza terrestre, detrás del oxígeno, el silicio, el aluminio, el hierro, el calcio y cosas así. De hecho hay más titanio en la corteza terrestre que hidrógeno o que carbono. Y es un metal con características maravillosas, es casi mágico: no se oxida, no se corroe, es más resistente que el acero pero pesa la mitad y además no es magnético. En mi Bilbao natal tienes un montón de titanio para admirar: el famoso Museo Guggenheim, al lado de la ría, está recubierto de titanio.

—Ah, claro… ya sé de qué me sonaba el titanio —repuso Javier.

—Sí, mucha gente conoce de su existencia gracias al Guggenheim, aunque tiene uso en muchos entornos, por ejemplo en fabricación de prótesis para articulaciones, o en la fabricación de aeronaves. Pero es un metal muy caro. Es difícil extraerlo de las rocas donde se encuentra para trabajarlo, y más aún usarlo en su forma pura. Bueno, más que difícil, es caro. Para que te hagas una idea, Javier, el titanio se funde a unos 1600º centígrados y para poder malearlo con la forma que nos interese, como por ejemplo las placas que recubren el Guggenheim bilbaíno, lógicamente hay que fundirlo antes… —Javier asentía con cara de entendido—. Pero hay un problema para fundirlo: ¡el titanio arde a los 1200º! Es decir, antes de poder llegar a fundirse, cuando aún faltan 400º C de temperatura para lograrlo, se oxida violentamente en presencia de oxígeno, es decir,

arde. Lo que quiere decir que hay que trabajarlo en unas instalaciones muy sofisticadas, con atmósferas sin traza de oxígeno, bien con gases inertes como el helio, o directamente en el vacío. Es un proceso muy costoso y la consecuencia es que las piezas de este metal lo son también. Sinceramente, no me esperaría yo encontrar ni siquiera una traza de titanio en una radio vieja… La muestra que he analizado tiene un 60% de titanio. Mucho titanio, me parece a mí, para algo fabricado hace ¿cuánto?, ¿cincuenta o sesenta años, tal vez?

Javier estaba boquiabierto. ¿Titanio en un yacimiento de la Edad de Piedra? Sonreía con la boca entreabierta y cara de idiota, mientras no dejaba de pensar en el maldito reproductor de DVDs.

Antón, inmisericorde, prosiguió su explicación.

—Sigamos con el tungsteno, que representa un 20% del total de la muestra. También es un metal bastante especial. Igual lo conoces por su otro nombre: wolframio.

—Ah, wolframio, ése sí me suena más. ¿España produce bastante wolframio, no? —Javier se acordaba de haber leído cómo España suministraba wolframio a la Alemania nazi hasta que Franco, el dictador español, fue persuadido de no hacerlo por los aliados a cambio de gasolina, aunque no sabía cuál podía ser la utilidad del wolframio para el régimen nazi, ni para ningún otro régimen, ya de paso.

—Sí, dentro de que no hay mucho wolframio por ahí —repuso Antón—. Éste es mucho más raro, hay muy poco wolframio, o tungsteno, en la corteza terrestre. Se trata de un metal bastante pesado que tiene también unas características que lo hacen muy interesante: es el metal que tiene el punto de fusión más elevado, más de 3400º centígrados, es un metal muy denso y además es muy duro, puesto que es el segundo material más duro presente en la Naturaleza, detrás del diamante. Aleado con el acero es uno de los metales más resistentes conocidos. Es un metal escaso y caro, pero imprescindible en la industria moderna, tanto que seguro que uno de sus componentes te suena mucho: la widia. Seguro que alguna vez has utilizado brocas de widia para perforar piedra, hormigón, ladrillo… Pues la widia, cuyo nombre significa en alemán «como el diamante», es básicamente carburo de tungsteno, o sea, una aleación especial de wolframio y carbono. Si esas brocas no son muy costosas es porque realmente tienen sólo miligramos de tungsteno. En una palabra, es un metal muy especial y bastante caro, y aunque conocida su utilidad desde hace ya muchos años, no es nada normal encontrarlo formando parte de la carcasa de una radio vieja. Y en un 20%, nada menos.

Antón hizo una pausa para calibrar la reacción de su amigo. Javier no es que no saliera de su asombro, es que había llegado a un estado de estupefacción colosal. Y se le notaba. Pero Antón no había acabado, de hecho faltaba lo mejor, así que prosiguió:

—Y queda el grafeno. Con «e». El 20% restante del material es grafeno. Es un alótropo de carbono parecido al grafito, con sus átomos enlazados entre sí formando un teselado hexagonal, como un panal de abeja. Carbono puro, sin contaminación de ningún tipo.

—¡Caramba! —contestó Javier, aturdido—. ¿Carbono puro? ¿Del carburo de tungsteno que comentabas antes?

—Efectivamente. Es carbono, pero no está unido al tungsteno en forma de carburo. Se trata de carbono puro, pero cuyas hojas tienen un átomo de grosor. ¡Un átomo, Javier! Sólo un átomo. Aunque su estructura teórica estaba descrita hace ya setenta u ochenta años, sólo en los últimos diez o doce se ha empezado a producir en cierta cantidad… ¡algunos gramos al día! La muestra que me has traído tenía un 20% de grafeno, así que si toda la carcasa de tu radio antigua está hecha de este material… igual tienes en casa medio kilo o quizás un kilo entero de grafeno. Lo que resulta bastante sorprendente, porque eso sería un porcentaje importante de la producción mundial de grafeno. El grafeno es otro material con características muy especiales: es 200 veces más duro que el acero pero muchísimo más ligero, excelente conductor de la electricidad… Incluso se autorrepara. Si algo distorsiona o rompe su estructura, atrae átomos de carbono que haya a su alrededor, por ejemplo del dióxido de carbono de la atmósfera, y reconstruye él solito su panal. Un material de última generación del que ni siquiera se tiene una idea clara de cuál puede ser su utilidad en según qué áreas.

¿Grafeno? ¿De carbono? ¿Un solo átomo de espesor? Javier estaba totalmente pasmado, había llegado a un punto en que su cerebro había quedado en blanco. Sólo podía pensar en una cosa, su mente le gritaba una y otra vez: ¿QUÉ DEMONIOS ES EL MALDITO REPRODUCTOR DE DVDs? Afortunadamente para él, en ese momento el camarero les interrumpió sirviéndoles el primer plato, unas patatas a la riojana que eran el plato estrella del restaurante, unas patatas guisadas con chorizo de la tierra que estaban realmente sublimes, y eso le dio unos minutos para pensar mientras hacían los honores al plato.

Mientras degustaban las patatas y después el bacalao a la vizcaína que las siguió, ninguno de los dos comentó nada de la radio antigua de marras, pero no cabía duda de que estaba allí, en medio de la mesa, presidiendo burlonamente la comida.

Al llegar a los postres por fin Antón hizo la pregunta evidente:

—¿De dónde has sacado esta muestra, Javier? Porque de una radio, antigua o nueva, desde luego que no.

—No, claro, de una radio no —contestó Javier, avergonzado—, pero, mira, Antón, es que no puedo explicarte nada. Sí, la excusa de la radio ha sido muy tonta, te ruego que me perdones, pero le prometí a la persona que me dio la muestra que no daría detalles… en realidad yo tampoco sé de qué se trata, sólo tengo esa pequeña muestra… tampoco me imaginaba yo… ni él… que pudiera tener una composición tan rara.

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