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11 – WELKOME

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21 de octubre, 2016

Javier se levantó a las siete de la mañana, harto de dar vueltas en la cama. Aún no había amanecido, pero tras desayunar frugalmente sacó el artefacto del armario y volvió a contemplarlo, una y otra vez. Intentó localizar de nuevo los cinco puntos mágicos que abrieron el panel, pero ahora no estaba muy seguro de dónde se encontraban exactamente y no lo consiguió. Al menos sí sabía cómo localizarlos, colocando el aparato en completa oscuridad, por lo que no se preocupó mucho por ello. En cualquier caso, ahora el artefacto tenía su panel accesible.

Intentó descubrir la forma del conector de corriente, lo que debía ser el enchufe. Parecía una clavija del tipo americano, pero con los conectores más juntos, algo más largos y con una forma de paréntesis más que rectos. Hizo con papel un pequeño rollito y lo introdujo en cada uno de los paréntesis para intentar determinar su profundidad, aparentemente unos 3 cms aunque no era igual de profundo en el centro que en los extremos. Intentó recordar sus lejanas clases de electricidad y llegó a la conclusión de que si se trataba de corriente alterna no tenía que preocuparse por polos negativos y positivos; eso hubiera sido un problema adicional de haber sido corriente continua, pero no con alterna. Tomó nota mental de todo y guardó nuevamente el aparato en el armario.

Bajó al garaje y condujo su coche para acercarse al pueblo, a la parte de pueblo que estaba habitada todo el año, una ínfima parte comparada con la locura en que se convertía Benicassim en verano. Allí localizó una ferretería razonablemente bien surtida, donde compró el cable eléctrico de mayor diámetro que tenían, pues no estaba de más tomar precauciones, y varios enchufes y destornilladores con los que, supuso, podría fabricar una especie de enchufe provisional. También interrogó sutilmente al dependiente sobre qué pasaría si enchufaba a la red de 220 V un aparato que estaba diseñado para recibir 260 V. Nuevamente le sirvió de excusa la radio vieja, recién comprada en un anticuario y que quería restaurar, pero la verdad es que el dependiente no hizo preguntas, se limitó a decir que no, que no debería haber ningún problema, que simplemente la radio tendría menos potencia, pero no le pasaría nada, cosa que si fuera al revés sí ocurriría, pues se quemaría. Se ve que estaba acostumbrado a que sus clientes intentaran poner en marcha radios viejas de 260 V, se dijo Javier, divertido. Además, remachó el ferretero mientras cobraba, tampoco la red española es exactamente de 220 V, sino que la tensión que llegaba a las casas era más bien de 230 o 240 V… Trapacerías de las compañías eléctricas, que así disminuían las pérdidas en el transporte, a costa de disminuir la vida de los aparatos que se enchufaban a la red.

Javier agradeció la información y pagó su compra a precio de oro. En cualquier capital española hubiera pagado la mitad por las cuatro cosas que llevaba, pero decidió que la diferencia debía ser el precio que le había cobrado el tendero por hacerle el favor de creerse el cuento de la radio vieja. Volvió a su apartamento en la urbanización fantasma y allí sacó de nuevo el artefacto del armario, lo depositó en la mesa del comedor que antes había dejado limpia de polvo y paja y comenzó a trastear con palas de enchufe, destornilladores, hilo de cobre y otros adminículos hasta que hubo preparado un chapucero enchufe que aparentemente se acoplaba a las aberturas de la clavija. No tenía modo de saber si estaba bien enchufado o no, ni mucho menos qué pasaría al conectarlo, así que se encomendó a todos los dioses habidos y por haber y enchufó el otro extremo del cable a la red.

Durante unos segundos contuvo el aliento, que dejó escapar suavemente. Pero no pasó nada. Ni una chispa, ni un sonido, ni una vibración, nada. Con el comprobador de tensión se aseguró de que los conectores tenían corriente. Aparentemente sí estaba llegando energía eléctrica al aparato, pero éste no hacía nada, no se notaba cambio alguno. Igual es que estaba completamente estropeado, se dijo Javier… tanto ajetreo para nada. Pero de pronto se encendió una luz en el panel de mandos, la más cercana al enchufe. Una luz minúscula, no muy brillante, pero una indudable luz roja que por fin indicaba que la corriente sí llegaba al interior del aparato. Pero llegaba… ¿para hacer qué? Misterio.

Esperó unos minutos, pero nada cambió. La luz seguía roja y nada más. Probó a desconectar la corriente y la luz se apagó. Volvió a conectarla y volvió a encenderse al cabo de unos segundos. Si no fuera porque no tenía ni idea de cuál era la función del dichoso objeto, Javier juraría que esa luz lo que indicaba era que el aparato estaba en fase de carga, por lo que decidió que dejaría que la batería se cargara durante ¿cuánto tiempo? ¿Una hora, dos? ¿Tres?

Mientras transcurría lentamente el tiempo que había decidido esperar, Javier paseaba alrededor del aparato como un león enjaulado. Cada dos minutos miraba a la luz que, imperturbable, seguía roja. Al cabo de dos horas y media ya no pudo esperar más. Desconectó el aparato y procedió a pulsar todos los botones… y nada. De dos en dos, de tres en tres, y nada. Todo seguía como al principio. Frustrado, volvió a conectar la corriente, decidido a esperar hasta que algo pasara. Y lo que pasaron fueron las horas. Dos, cuatro, ocho horas cargándose y la luz roja seguía encendida, pero nada más. ¿Seguro que el aparato funcionaba bien? No conocía ningún aparato que requiriera más de ocho horas de carga, y éste llevaba ya al menos diez.

Era de noche nuevamente. Siendo viernes como era, algunos pocos vecinos habían venido a pasar el fin de semana en la playa y la urbanización no era ya tan fantasma, se veían algunas ventanas encendidas y coches circulando por la calle. Decidió cenar fuera, pues estaba ya harto de mirar y mirar fijamente la lucecita maldita. Regó la cena, fideúa de gambas y dorada al horno, con un buen vino blanco del Penedés bien frío. Cuando terminó el postre se sentía mejor, menos agobiado y frustrado. Milagros del vino. Al regresar al apartamento el aparato seguía exactamente igual, con su inmutable luz roja burlándose de él. Estupendo, se dijo, por mí como si desapareces en medio de vapores de azufre, trasto del demonio. Tras lavarse los dientes se acostó y se quedó dormido inmediatamente.

Despertó al día siguiente, sábado, a eso de las nueve de la mañana, y fue rápido al baño sin siquiera fijarse en el aparato, pues tenía cosas más urgentes que hacer. Cuando salió, aliviado y aseado, se fijó en el aparato por vez primera… la luz ya no era roja. Era verde. Por lo demás, el resto estaba exactamente igual, pero ¡tenía una luz verde! ¡Eso era una buena señal! No sabía de qué era la señal, pero seguro que era buena. Porque «verde» es «bueno», ¿verdad?

Procedió a desenchufar de la red el aparato y la luz siguió firmemente encendida. Desconectó también su invento chapucero y se aprestó a averiguar qué significaba la luz verde. Se olvidó del desayuno. Habiendo un interesante problema que resolver, ¿a quién le interesaba desayunar?

Tenía nueve botones para pulsar, un pequeño display completamente apagado, diferentes luces todas apagadas a excepción del diodo verde y varias ranuras con las que no sabía cómo proceder. Lo obvio era empezar por los botones. Esta vez no lo hizo al tun-tún, sino que tomó una libreta de papel y un lápiz y fue apuntando cuidadosamente qué botones apretaba y qué ocurría. Comenzó por el marcado con la interrogación, el situado más a la derecha de todos. Nada. Siguió por los botones marcados con los signos más y menos. Nada. Pulsó el botón con un cuadrado. Nada. El de un círculo. Nada. A continuación, el que tenía una especie de signo igual. Nada. El de los dos círculos… ¡Bingo!

La luz verde se convirtió en azul brillante y se iluminó la pantalla, en la que al cabo de unos segundos aparecieron unas letras blancas sobre fondo azul oscuro.

«HRM TaqEn – WELKOME».

Unos segundos más y en lugar del mensaje inicial ¿de salutación? apareció un nuevo mensaje: «Enter Funcion». Javier quedó confundido. Los mensajes parecían escritos en inglés, pero con erratas, un inglés quizás macarrónico, pero ¿un inglés macarrónico en un aparato tan sofisticado? Además ¿qué función había que introducir ahora? ¿Para qué servían las «funciones» disponibles? Y ¿cómo se introducían las funciones en el aparato? Así que hizo lo que todo científico haría en estas circunstancias: pedir ayuda. Pulsó de nuevo la tecla marcada con el signo de la interrogación y entonces uno de los círculos del panel, uno de los de mayor diámetro, cobró vida, resultando ser una especie de lente de cámara a través de la cual se proyectaban imágenes… ¡pero qué imágenes! Debía ser algún tipo de técnica de proyección holográfica, porque de pronto, a unos dos metros del aparato en la dirección de la lente, en medio del salón, se materializó una figura que miraba hacia el aparato, hacia donde estaba Javier.

Era la figura de un hombre de quizás cincuenta años de edad, poblada barba, ojos negros, tez morena y cara arrugada, con el pelo largo, sucio y enmarañado, cubierto por lo que parecían harapos de piel, pero que sin embargo tenía una especie de aura noble que contradecía su misérrimo aspecto. De pronto la figura comenzó a hablar, una voz nada gutural y bien modulada… Javier no pudo evitar pensar en aquella antigua película de George Lucas, «Star Wars», cuando Luke Skywalker ve a la Princesa Leia en la proyección del robot R2D2, sólo que el hombre de la grabación no era la Princesa, ni él Luke, ni obviamente el artefacto era un robot cilíndrico y cabezón con malas pulgas, sino un paralelepípedo recubierto de una aleación de titanio, grafeno y wolframio que le había dado bastantes dolores de cabeza hasta el momento.

Al principio no pudo entender ni una palabra de lo que decía la figura, pero al cabo de un minuto hizo una pausa y volvió a hablar… ¡esta vez en español! Un español con un marcado acento que Javier no consiguió identificar, un español que usaba algunas palabras extrañas, pero perfectamente comprensible para el entrenado oído bilingüe, casi trilingüe, de Javier.

El hombre dijo:

«Mi nombre es Tomei Belaskes. Si quieres escucharme en

neoespront, pulsa el botón con el triángulo una vez. Si quieres escucharme en español, pulsa el botón con el triángulo dos veces».

La figura paró y nuevamente comenzó la incomprensible cantinela anterior durante otro minuto, al cabo del cual volvió a repetir su mensaje en español. Estaba claro que los mensajes estaban encadenados en un bucle sin fin y que básicamente decían lo mismo. Javier consiguió recuperarse lo suficiente como para pulsar dos veces el botón etiquetado con el triángulo.

Entonces hubo una especie de chisporroteo en la proyección e inmediatamente apareció de nuevo la figura de ¿Matei Belaskes, había dicho, o Tomei Velázquez, quizá?, que comenzó a hablar en su español de extraño acento.

Y conforme la figura fue pronunciando cuidadosamente su discurso, la vida cambió para Javier López Berrio, joven y prometedor paleontólogo español.

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