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33 – REVISIÓN GENERAL

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También se hizo con libras esterlinas, marcos alemanes, francos suizos y franceses y liras italianas. Todos ellos en vigor en 1982. No se atrevió con los dólares, porque no estaba nada claro para él si de verdad los que le aseguraban que eran del año correcto de verdad lo fueran. A duras penas pudo reprimir la risa cuando un numismático le vendía las excelencias de una colección de billetes asegurando que su valor era alto porque nunca habían sido usados… si supiera para qué los iba a utilizar le daba un infarto, pensó Javier.

Al final, tenía alrededor de 25000 euros al cambio en dinero en efectivo válido en 1982, repartidos en varias divisas. Pensó que sería suficiente para empezar, así que pasó al siguiente punto.

* Hacerse con documentación válida en la década de 1980. Diferentes tipos de documento. Diferentes identidades.

La época no era tan exigente con la documentación como en el maniático siglo XXI, pero inevitablemente debería hacerse con papeles en regla para poder moverse en la época: cruzar fronteras, abrir cuentas, registrarse en hoteles, adquirir propiedades y casi cualquier otra actividad. Necesitaría Documentos Nacionales de Identidad españoles, franceses, italianos, pasaportes españoles, británicos o estadounidenses y de otras nacionalidades. Sin este requisito no podría apenas moverse de España, pues en 1980 era necesario identificarse para cruzar la frontera… cualquier frontera. Los tratados de Schengen aún no se habían firmado y faltaban bastantes años aún para ello.

Javier había decidido no viajar nunca más allá de aproximadamente 1980. Eso eran casi 40 años, muchos años en los que había habido grandes cambios de todo tipo: tecnológicos, de moda, de pensamiento. Pero había documentación suficiente sobre la época como para que tuviera información para no meter la pata demasiado, y siempre podía decir que venía de provincias, o del extranjero… Antes de 1980 la sociedad era demasiado extraña para él como para arriesgarse a ir allí.

Por otra parte, hacia 1980 ya había ordenadores, todas las empresas y gobiernos tenían unos pocos, pero eran aún muy limitados, de enorme tamaño, con aplicaciones complejas y rara vez online. Eso quería decir que hacia 1980-85 aún no se habían inventado los controles exhaustivos de información que vinieron después, sobre todo a raíz del invento de internet, cuando toda la vida y milagros de cada ciudadano pasó a estar registrada, almacenada y estudiada por gigantescos ordenadores que procesaban el «big data», como lo llamaban. Javier recordaba haber leído que uno de los directores de la NSA, la National Security Agency, la agencia de inteligencia de EEUU que todo lo sabe, declaró en cierta ocasión que «si quieres encontrar una aguja en un pajar, lo importante es tener el pajar… luego, con tiempo, ya encontrarás la aguja». Es decir, almacenan en sus discos duros toda la información que cae en sus manos, sin discriminar nada: llamadas telefónicas, mensajes, interacciones personales, consumos con tarjeta, fotos, conversaciones en redes sociales… todo. Realmente almacenaban muchísima paja… pero también muchas agujas. Y esto era extensivo no sólo a gobiernos de todo signo y pelaje, sino también a grandes empresas o grupos de presión con posibles. En 2017 no sabes quién tiene tus datos, pero puedes sospechar que tiene acceso a ellos muchísima gente que no conoces y que quizás no quieras conocer nunca.

Todo esto en la década de los 80 estaba muy lejos de pasar. Aún funcionaban la mayor parte de oficinas de la Administración con papel, en archivos físicos. Existían las transferencias bancarias, claro está, pero era normal manejar grandes cantidades de dinero en efectivo. Había tarjetas de crédito, pero de uso aún muy limitado. Era posible abrir una cuenta sin presentar documentación alguna, aunque teóricamente eso estaba prohibido. No existía internet, ni los teléfonos móviles, ni los coches eléctricos, ni el mercado continuo bursátil, ni los DVDs, ni las grandes redes informáticas que interconectaban todo en la «nube»… En España sólo había una cadena de televisión y lo mismo ocurría en muchos otros países. Allí, en esa década, con la información y los recursos adecuados, podría llevar a cabo el resto de su plan. No sería fácil, pero sí posible… pero de todos modos necesitaría documentación, con lo que volvía al principio.

Podría buscar algún falsificador de documentos y encargárselos. En muchas novelas de espías o thrillers había siempre un falsificador de guardia y de plena confianza del protagonista que le proporcionaba toda la documentación necesaria, pero… ¿dónde demonios estaban estos falsificadores cuando se les necesitaba? No venían en las páginas amarillas ni en internet, y no tenía la menor gana de llamar la atención buscando uno ni tendría la menor confianza en que luego no le vendiera a la policía o a quién sabe quién. Además, él necesitaba documentos válidos en 1982, no ahora, en 2017, lo que seguramente extrañaría muchísimo al hipotético falsificador, que no entendería para qué querría alguien pagar una fortuna por un documento que sería inservible, pues estaría caducado hacía años.

Siguiendo esa línea de pensamiento encontró fácilmente la solución. Esos documentos que buscaba ya no son válidos en 2017. Son inservibles, no tienen valor alguno… ¡salvo para coleccionistas! Seguramente podría encontrar estos documentos con facilidad lo mismo que había encontrado los billetes: en anticuarios, tiendas de coleccionismo, numismáticos… Comprarlos no sería ilegal, pues son meros objetos de coleccionista, ni tampoco lo sería manipularlos… porque con toda probabilidad habría que manipularlos para incluir su fotografía en ellos.

Localizó en París, Londres, Nueva York y Barcelona a ciertos anticuarios y comercios de coleccionismo especializados en la compraventa de documentos antiguos de todo tipo: escrituras, títulos de acciones, certificados… y también documentos de identidad, pasaportes, licencias de conducción, etc. Varias visitas a estos lugares le reportaron un conjunto de más de 30 documentos, todos ellos de varones de raza blanca que en 1982 tendrían edades de entre 22 y 37 años, de diferentes países y en diferentes estados de conservación, algunos muy usados y otros casi nuevos. Había pagado una fortuna por ellos, pero merecía la pena. Además, como no pagaba con dinero suyo, dinero que le hubiese costado tiempo y esfuerzo ganar, sino que era el Euromillón quien se hacía cargo de las facturas, Javier tenía la sensación de pagar con billetes del Monopoly.

Una vez de vuelta en Madrid, investigó el paradero de todos y cada uno de los dueños originales de los documentos. Le habían asegurado que en todos los casos se trataba de fallecidos hacía muchos años, pues era la única forma de que esos documentos pudieran llegar al circuito del coleccionismo, pero debería asegurarse.

Envió cartas a todos los Registros Civiles de cada país, indicando el nombre del tenedor del documento así como su fecha de nacimiento y número de documento, expresando que era el abogado de un familiar lejano de esta persona que le había dejado una cantidad en herencia, por lo que deseaba saber, en primer lugar, si tal persona estaba viva, y, en segundo lugar, cómo podría localizarla.

Todos los Registros contestaron, en su mayor parte indicando que, lamentablemente, esa persona había fallecido, normalmente hacía ya 25 o 30 años, y en los que no, sentían no poder dar ninguna indicación de su paradero, sugiriéndole que acudiera a otros organismos oficiales. Javier no lo hizo, simplemente se limitó a destruir los documentos de los que no tenía la certeza absoluta de que sus propietarios originales hubieran muerto. Quedaban 22 documentos. Deberían ser suficientes.

Ahora necesitaba cambiar la foto en todos los documentos, porque sólo había un par de sujetos a los que se parecía lo bastante como para pasar airoso una somera inspección. También esto resultó más fácil de lo que había pensado. La solución se la dio involuntariamente un anticuario de Londres que le preguntó que, dado que evidentemente él no era coleccionista, para qué quería los dos viejos pasaportes estadounidenses y el canadiense que acababa de adquirir. Javier sabía que no le confundirían con un coleccionista, porque no tenía ni idea de qué preguntas hacer ni de qué arcanos de coleccionista conocer, por lo que había preparado una respuesta por si le preguntaban. No era la primera vez que lo hacían, ni sería la última, pero en Londres la pregunta tuvo un giro muy conveniente para él.

—Mi productora va a rodar una película ambientada hacia mitad de la década de 1980 en la que, a mí no me pregunte por qué, porque no conozco el guión, los pasaportes juegan un papel muy importante y el director quiere no que

parezcan auténticos, sino que

de verdad lo sean. Parece que van a tener varios planos importantes en la película… —tras soltar de corrido su frase ensayada, Javier se encogió de hombros, aparentando bastante más indiferencia de la que de verdad sentía.

—Ah, comprendo —contestó amablemente el anticuario—, pero entonces tendrán un problema con las fotografías… porque supongo que el pasaporte deberá tener la fotografía correcta, la del protagonista o de quien sea.

—Sí, bueno, no sé… supongo que sí —repuso dubitativo Javier, que efectivamente tenía ese problema, aunque no lo iba a confesar a las primeras de cambio—. Sé que producción tiene contactado a alguien, pero no sé cuánto de buenos son… quizás por infografía, aunque eso resulta muy caro… —de pronto se le iluminó la bombilla… o al menos eso quiso que pareciese—. ¿Sabe usted por casualidad de alguien que pudiera hacerlo? Quizás le solucione la papeleta a mi productor… ¡y tal vez incluso me den un ascenso!

El anticuario se volvió sin decir palabra, entró en su despacho, que más bien parecía la Cueva de Alí Babá, y al cabo de un par de minutos volvió con una tarjeta de un «especialista en atrezzo» de New Jersey. El anticuario aseguró que era el mejor del mundo en preparar documentos que parecieran originales para su uso en películas… comentó que había creado los documentos de tal y cual película de éxito… a Javier esto no le interesaba, y además sólo conocía una de tales «películas de éxito»… que le había parecido un tostón. Le bastaba con la palabra del anticuario, que, sin proponérselo, le había resuelto un problema para el que no tenía todavía solución. Le dio efusivamente las gracias, pagó y se volvió a España con los documentos.

Una vez en Madrid, en su piso alquilado que de momento no quería dejar y usaba como cuartel general, contactó por correo electrónico con el «especialista en atrezzo». Le explicó que tenía varios documentos de identidad o pasaportes de diferentes países, todos caducados y más o menos de la década de 1980, que había comprado a anticuarios y coleccionistas. Le contó también que estaban preparando todo el material de atrezzo de una película de espías que se comenzaría a rodar en un par de meses, en la que necesitaban que el protagonista tuviera varios documentos de diferentes países, como buen espía que era, y le preguntaba finalmente si estaría en disposición de insertar las fotos del protagonista en los documentos. Dada la calidad de la película, proseguía, y que por avatares del guión en algunos momentos los propios documentos eran muy importantes para el desarrollo del film, el director deseaba que los documentos tuvieran la máxima calidad posible, por lo que la sustitución de las fotos no debería notarse en el pasaporte ante una verificación relativamente detallada. Obviamente, esta petición se la hacían porque los documentos en sí no eran válidos en ningún caso: no eran del formato de los actuales documentos equivalentes ni tenían las medidas de seguridad modernas. Además, todo el resto de datos, incluyendo la fecha de caducidad, que en todos los casos era de 1995 como máximo, no deberían ser alterados para dar verosimilitud a las escenas en que aparecerían. Le rogaba también que le indicara el precio aproximado que costaría su intervención y el tiempo necesario para poder llevarla a cabo, y se despidió firmando con un nombre falso y el consabido «yours faithfully» final que no decía nada y lo decía todo.

Al día siguiente recibió un correo de contestación en el que el especialista agradecía el contacto y recababa más información para poder cerrar un presupuesto, incluyendo descripciones concretas y fotos de los documentos así como una foto del protagonista. Javier hizo lo que le pedía y contestó de nuevo, comenzando una serie de intercambios epistolares por vía electrónica en los que el «especialista en atrezzo» pedía más información o sugería cambiar la foto, haciéndola más oscura, más grisácea, o con un gesto diferente. Le dijo, por ejemplo, que en la época era costumbre que los norteamericanos sonriesen en sus fotos de pasaporte, mientras que en Europa debían estar serios, así como otros pequeños trucos para conseguir que el pasaporte resultante fuera lo más creíble posible.

Al cabo de unos días llegó el correo definitivo: sí, podía hacerse; sí, la foto sería sustituida con la máxima calidad; y no, no sería barato. 1750 dólares USA por cada documento, total 38.500 dólares USA más impuestos. Javier, encantado, sin embargo regateó un poco, muy en su papel de productor de película con pocos medios… al final consiguió dejar en 1400 dólares los documentos «sencillos», DNIs españoles, cédulas italianas o licencias de conducir alemanas, y en 1700 los «complicados», básicamente los pasaportes. Total, 33.800 dólares. Una ganga.

Javier contestó que de acuerdo y envió, mediante un courier internacional de máxima confianza, todos los documentos y muchas copias de diferentes fotografías suyas, sonriendo o no, más oscuras o más claras, de frente o de tres cuartos. También hizo un primer pago, pequeño, un mero adelanto, mediante una transferencia a la cuenta que le indicó su corresponsal americano. Dos días más tarde recibió la confirmación de que había llegado el material y el dinero y que comenzaba el trabajo de sustitución. Javier alquiló por un mes una pequeña oficina en un centro de negocios en el que, además de su nombre verdadero, dio también el nombre de su «colaborador», que trabajaría también en la oficina, por si llegaba correspondencia a su nombre. Ese nombre era, claro está, el que había usado en la comunicación con el falsificador americano… porque un falsificador era, aunque él no lo supiera. Aunque, pensándolo mejor, posiblemente sí que lo supiera…

Dos semanas más tarde llegó un nuevo mensaje: todos los documentos estaban listos y habían quedado perfectos. Ahora sólo faltaba pagar el resto del trabajo y enviaría los documentos de nuevo a Madrid. Javier hizo la transferencia, comunicó al americano la dirección la oficina del centro de negocios y esperó que todo fuera bien y su corresponsal fuera una persona seria… Lo fue. Cinco días más tarde llegaba un paquete al centro de negocios, y dentro estaban todos los documentos de identidad, los 22 carnets y pasaportes completamente inútiles en 2017, pero valiosísimos en la década de los ochenta, todos ellos con su propia foto, diferentes fotos según la ocasión, perfectamente sustituidas de tal modo que él no era capaz de detectar la falsificación. Quizás una revisión concienzuda por parte de los cuerpos policiales detectara el cambio, pero estaba seguro de que tal y como estaban servirían divinamente para el uso que iba a darles.

Escribió de nuevo a New Jersey, dándole las gracias al «especialista en atrezzo» por el trabajo bien hecho y asegurándole que se pondría en contacto con él en año y medio o dos años, cuando se estrenara la película, que iba a comenzar a rodarse dentro de cuatro meses, un poco más tarde de lo planificado porque habían surgido ciertas dificultades en la financiación de la película… pero se iba a rodar de todos modos, y con toda seguridad él le escribiría en su momento para darle cuenta del estreno. A buen entendedor, pocas palabras bastan. El americano, tras este correo, se olvidaría tranquilamente del español loco que le había pagado por falsificar unos documentos inútiles que, después de falsificados, seguían siendo tan inútiles como antes, y que por tan estúpida mercancía le había pagado una jugosa cantidad de dinero por apenas dos semanas de trabajo.

El plan de Javier tenía más puntos, bastantes más… pero no pudo seguir revisándolo porque se quedó dormido en su sofá, con el ordenador portátil zumbando en su regazo.

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