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41 – LEMMINGS

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7 de mayo, 2043

Silvia llegó puntual, como de costumbre, a la cita correspondiente a ese día. Y, como de costumbre, su interlocutor estaba esperándola puntualmente.

John McFarland la recibió en la puerta de su despacho vestido con un impecable traje príncipe de gales y una amplia sonrisa. De unos cuarenta y cinco años de edad, alto, rubio y de ojos azules, era, como había dicho Francis Barrash cuando les presentó hacía muchísimo tiempo, aunque según el calendario fueran solamente dos semanas, el prototipo del escocés perfecto. «Rob Roy» le había llamado Francis entonces, y sí que se daba un aire, o al menos se daba un aire a Liam Neeson, el actor que encarnó al héroe escocés en una película de finales del siglo XX. Pero su aspecto no engañó a Silvia. El responsable de Finanzas de BEGIN, nacido en New Jersey y criado en Philadelphia, era un auténtico genio de su área y seguramente de muchas más. Sólo así podía formar parte del Sanedrín.

—Buenos días, Silvia —saludó John, invitándola a entrar.

—Buenos días, John. Espero no haber llegado tarde.

—¿Tarde? No, claro que no. Por favor, toma asiento.

John no se sentó en el sillón de su mesa, sino que se dirigió a un rincón del despacho donde resaltaban dos espléndidas butacas de orejas con un velador entre ellas. Ambos se sentaron. John se inclinó sobre el velador y tomó dos carpetas que estaban sobre él. Ofreció una a Silvia y él se quedó con la otra.

Comenzaron a repasar la estrategia de BEGIN en su área. No hizo falta que John explicara a Silvia cuál era la situación de las finanzas mundiales antes de que BEGIN entrara en escena y qué acciones había tomado para reformarla, pues la historia era del dominio público.

La banca había sido inicialmente un negocio que captaba el ahorro de unos y lo prestaba a otros por un margen, es decir, compraba dinero barato y luego lo vendía caro. De la diferencia entre el precio que pagaba y el que cobraba por el dinero salían sus beneficios. Un negocio sencillo, exactamente igual que comprar manzanas al productor y venderlas en el mercado, y con riesgos, como todos los negocios. Un prestatario podía dejar de pagar su préstamo al banco, igual que al comerciante de manzanas se le podía estropear una partida. Nada especial, en realidad.

Pero hacía muchos años que las cosas no eran tan sencillas. La llegada del siglo XXI había encontrado una monstruosa industria financiera completamente alejada de la realidad, hasta el punto de que el volumen diario de negocio de los mercados mundiales de todo tipo, acciones, bonos, opciones, futuros y demás instrumentos financieros cada vez más esotéricos, sobrepasaba con creces el Producto Interior Bruto anual del mundo entero. Y es que ése era el problema: la complejidad. La misma complejidad de la que un par de días antes hablaban Silvia y Francis, sólo que elevada a un grado superlativo, cósmico casi. Los productos bancarios habían ido evolucionando con el tiempo, desde la sencilla cartilla de ahorros donde uno veía literalmente crecer su dinero hasta productos de una ridícula complejidad que no comprendían ni sus mismos autores, productos diseñados con un fin básico: esquilmar a incautos.

Esto no era un problema especialmente grave mientras eran sólo unos pocos los que accedían a los mercados, que cumplían el mismo papel que los casinos o los hipódromos: apostar. Al fin y al cabo, todos lo daban por supuesto cuando el término «jugar a la Bolsa» estaba tan universalmente extendido. El problema vino cuando «los mercados» se quedaron pequeños para los buitres del casino, los que siempre jugaban con las cartas marcadas. Había que crecer, que ganar más dinero, que ser más «modernos», más «sofisticados» y más «dinámicos». Resumiendo: había que incrementar la base de incautos a los que estafar.

Los mercados financieros son por su propia definición «de suma cero». Lo que uno gana ha tenido que haber otro que lo hubiera perdido antes. En una época donde la información fluía libremente, donde todos los operadores usaban similares programas informáticos, todo el mundo había leído los mismos libros y hecho los mismos masters, ya no era tan fácil que «los listos acierten y los tontos se equivoquen». En el mercado financiero del siglo XXI, como dice el refrán español «

hasta el más tonto hace relojes». Ya no era sencillo ser mejor que la competencia, ni ganar grandes cantidades de dinero simplemente tomando mejores decisiones que los demás, porque en base a la información disponible todo el mundo tomaba las mismas decisiones con centésimas de segundo de diferencia… los ordenadores lo hacían por ellos.

No, ahí había poco de donde sacar para mantener los fabulosos beneficios de las instituciones financieras. Había que buscar a otra clase de pardillos para desplumarlos. Al público. A la gente normal y corriente, a los pensionistas, a los trabajadores que ahorran con esfuerzo para mejorar en el futuro o pasar una vejez más desahogada. Pero todos estos ciudadanos normalmente no operaban en los mercados financieros, y no compraban ni vendían constantemente bonos, acciones u opciones OTC, «Over the Counter», un mercado aún más críptico, oscuro y canalla que las bolsas de valores. Estos contribuyentes tranquilos gustaban de tener sus ahorros en aburridos depósitos a plazo fijo, en Deuda del Estado, en fondos de inversión conservadores o incluso en tediosos fondos de pensiones.

Algo había que inventar para poder meter la mano en su bolsillo, y además de tal forma que, cuando el robo se consumase, los genios de las finanzas pudieran siempre echar la culpa a los propios estafados, por incultos o por no leerse la letra pequeña. Entonces se crearon «sofisticados» productos indexados a algún índice remoto con cláusulas incomprensibles hasta para expertos en finanzas, y con ellos cazaron a multitud de incautos a los que esquilmar. Comenzaron a aparecer fondos de inversión garantizados, depósitos estructurados, participaciones preferentes, fondos de rentabilidad objetivo, de gestión alternativa y muchos otros que sí que eran sofisticados en la forma en que se quedaban con los dineros de los partícipes. Se trataba, en definitiva, de vender estiércol de vaca a precio de oro molido.

Los defensores del sistema, que normalmente comían de él, y muy bien por cierto, siempre decían que «la banca es el mercado más regulado del mundo» y que «el que haya comprado un producto financiero sin haber leído la letra pequeña, que se fastidie»… Era cierto que la banca estaba muy regulada, pero los diseñadores de productos financieros iban siempre dos o tres pasos por delante de la regulación. Esto ocurría constantemente.

Un ejemplo de todo esto fueron las hipotecas «subprime», cuyo colapso fue el detonante de la crisis mundial que empezó en 2007. A principios del siglo XXI algún cerebrito de algún banco de inversión decidió empaquetar de alguna sofisticada y misteriosa forma todas sus hipotecas «subprime», aquellas de dudoso o imposible cobro. Por alguna sorprendente razón, semejante paquete obtuvo altas calificaciones de solvencia por parte de las agencias de calificación de riesgo, una calificación con muchas Aes, convirtiendo por arte de magia un paquete de préstamos que no tenían ni el valor del papel en que estaban impresos en un instrumento financiero de máxima seguridad, lo que les permitió venderlas por todo el globo como si fueran Bonos del Tesoro alemán o estadounidense. No sólo fueron fondos especulativos o de alto riesgo quienes compraron estos paquetes tan atractivos y seguros, sino que también los compraron los fondos más conservadores: los fondos monetarios y los de pensiones. Cuando el globo estalló, y estaba cantado que estallaría, se llevó por delante no sólo a algún banco más desaprensivo que el resto, sino, de paso, los ahorros de muchísimos particulares cuyo único error fue confiar su fondo de pensiones a un prestigioso banco.

Cuando todo pasó, cuando ya no había remedio, cuando el mundo estaba sumido en una depresión de caballo, entonces y sólo entonces las autoridades financieras regularon este mercado para evitar que volviera a ocurrir algo así… pero entretanto se estaban gestando otros productos diferentes con características diferentes que estallarían llegado su momento, momento en el que serían fuertemente regulados… y vuelta a empezar.

Por otra parte, la connivencia entre la banca y las Administraciones Públicas era absoluta, inmensa… en realidad eran uña y carne, tan simple como eso. Tras el estallido de la crisis subprime, uno de los bancos de negocios que más había contribuido a crearla, Lehman Brothers, quebró. Esto no tenía que ser catastrófico, no debía pasar nada especial: una empresa que hace mal su trabajo y tiene que quebrar, haciendo que sus accionistas pierdan su dinero y que sus directores pierdan sus bonus… ¿Qué hace especial a un banco como para que no le aplique la misma dinámica? Pues sí, Lehman Brothers quebró y la Reserva Federal estadounidense no hizo nada para salvarlo. No tenía por qué hacerlo. Y se lió la mundial. Literalmente.

Se dieron muchas razones para la brutal crisis financiera que sobrevino a continuación, la que acabó prácticamente con las apariencias de «estado de bienestar» que restaba en la mayor parte de estados de Occidente. Entre ellas, la contaminación que podía traer a otros bancos, la paralización de los mercados interbancarios porque no se fiaban los unos de los otros, la sobreexposición de ciertos bancos a ciertos mercados, la burbuja inmobiliaria existente en muchos países, el exceso de crédito…

Todas ellas eran ciertas. Pero el día siguiente a la quiebra de Lehman Brothers no eran más ciertas que el día anterior. Eran exactamente las mismas, y sin embargo entonces todos se fiaban de todos, no había burbuja de nada y el mundo entero estaba viviendo en el País de la Maravillas. Con el tiempo se supo cuál fue la auténtica motivación que tuvieron los grandes bancos del mundo para restringir el crédito y colapsar los mercados mundiales y, de paso, al propio mundo. No fue el pánico. No fue el realismo. No fue la constatación inmediata de que muchos activos estaban sobrevalorados. No.

Fue la venganza. La pura y dura venganza. Y también un aviso a navegantes.

Venganza contra la Reserva Federal, en primer término, y contra el gobierno de Estados Unidos, primero, y todos los demás gobiernos, después. Represalia por haber dejado quebrar a uno de los suyos. Por no «salvarle», forma eufemística de decir «inyectar dinero público a espuertas para evitar su quiebra y salvar a sus accionistas», aunque eso signifique que lo paguen los ciudadanos que no han tenido nada que ver ni con su gestión ni con los motivos que le llevaron a quebrar. En efecto, los bancos compiten entre sí, pero hasta cierto punto. Lo primero es lo primero. Ya se sabe que en el mundo de los negocios «perro no come perro».

Sí, aquello fue una venganza, ni más ni menos que una sórdida venganza, y también un aviso a navegantes que parecía sacado de

El Padrino: «¡No dejéis quebrar a ningún banco más a partir de ahora, o ateneros a las consecuencias! Entendednos: son sólo negocios…». Los gobiernos de todos los países del mundo tomaron buena nota. Ya no hubo más quiebras de bancos «sistémicos», adjetivo que hasta entonces sólo se aplicaba a los insecticidas de amplio espectro, pero que pasó repentinamente a designar a aquellos bancos tan grandes que, si caían, se llevarían por delante a unos pocos países… o a todos. Ni una sola quiebra más de un «banco sistémico». Todos fueron rescatados con ingentes cantidades de fondos públicos que, en la mayoría de los casos, nunca se devolvieron.

Finalmente estaba todo en su sitio, donde debía estar. Se reflotaban los bancos quebrados con fondos públicos, cantidades vergonzantes de dinero de todos los ciudadanos a los que, desde luego, nadie preguntó si querían que su dinero se emplease de ese modo. Prácticamente ningún director de ningún banco o caja de ahorros, de ningún fondo de inversión, de ninguna agencia de calificación fue siquiera encausado, y mucho menos condenado. Todos siguieron disfrutando de sus bonos multimillonarios, de sus jubilaciones escandalosas y de sus jugosas gratificaciones en pago a los servicios prestados… ¡Los servicios prestados! ¡Dejar el banco quebrado!

Cuando se fundó BEGIN en los primeros años de la década de 2020 y comenzó a adquirir empresas, muchos se preguntaron de dónde provenían los fondos que utilizaba para realizar las compras. Pronto fue evidente que estaban dispersos en multitud de fondos y sociedades de inversión situadas en diferentes países del mundo, en muchos casos paraísos fiscales opacos en los que no era fácil, por no decir que era imposible, conocer el origen final de los fondos. Sin embargo, el monto total utilizado era tan inmenso, centenares de miles de millones de dólares, que rápidamente el mundo financiero intentó averiguar su origen. Fue imposible saberlo con certeza. Había muchas sociedades que llevaban acumulando un capital ingente de forma discreta durante mucho tiempo, sociedades cuyos propietarios eran personas diferentes de diferentes países y diferentes edades que de pronto, por algún motivo, cedían su capital a BEGIN a cambio de participaciones en la empresa. De esta manera BEGIN obtuvo el capital necesario para realizar sus adquisiciones sin endeudarse ni recurrir a financiación alguna. Es más, BEGIN ni siquiera contrataba los servicios de consultoras, bancos de inversión u otros intermediarios financieros.

Un cóctel explosivo para los bancos, que, usando sus artimañas clásicas, intentaron quedarse de todos modos con la parte de pastel que «por derecho» les correspondía. Intentaron boicotear a BEGIN. Uno de los bancos más activos en esta política, un banco estadounidense, se encontró de la noche a la mañana con que el 73% de sus acciones eran propiedad de BEGIN, que destituyó fulminantemente al Consejo de Dirección y puso a una única persona al mando, un tal Borja Albarracín de la Morena que apenas era conocido en el mundillo y provenía del área de banca privada de un pequeño banco español. Un desconocido, un

outsider… un peligro. Una persona que no se puso al teléfono para responder a las frenéticas llamadas de colegas, subsecretarios, ministros y gestores varios, y que se limitó a reunir al segundo nivel de dirección del banco y darles unas breves consignas:

«El cliente es el rey», «Se acabaron los sofisticados productos financieros, se dejan de comercializar con efectos inmediatos», «Nos centraremos en banca tradicional: préstamos normales y depósitos normales», «Pediremos perdón a nuestros clientes estafados y procuraremos compensarles a partir de ahora». «No lo repetiré. El que no siga estas consignas a rajatabla será despedido». Y los que no lo hicieron fueron despedidos. De forma fulminante.

El efecto que provocó en el sector esta breve alocución, tan alejada del discurso cotidiano de cualquier banquero que se precie, fue una conmoción tal que, según escribió un periodista inspirado, «la Revolución Francesa a su lado parecería una fiesta campestre». La máquina se puso en marcha. Los bancos de la competencia se pusieron en marcha. Los reguladores se pusieron en marcha, los gobiernos se pusieron en marcha, los legisladores se pusieron en marcha… Contratos cancelados, actas de inspección, legislación cambiante, boicot…

¡Menuda sorpresa se llevaron! Un buen día resultó que BEGIN era también la propietaria del 81% de las acciones de otro de los grandes bancos mundiales, justamente el que más había peleado por eliminar al

outsider del panorama. Y resulta que se repitió punto por punto lo que había acontecido en el primer banco. Hubo un gobierno que casi promulgó una durísima ley, que fue apodada por la oposición «Ley anti-BEGIN». Cuando estaba a punto de entrar en vigor, y por una vez, Borja Albarracín se dignó llamar por teléfono al presidente del gobierno de ese estado concreto, pidiéndole que recapacitara antes de promulgar la Ley. La respuesta fue una carcajada, y el político, comprado por bancos, petroleras y por todo el mundo, se jactó ante Borja de que «por fin habían encontrado la horma de su zapato» y que «así aprenderían a hacer las cosas como Dios manda». El mensaje que enviaba era muy claro: «Haz como todo el mundo, imbécil, sobórname y todo irá mejor». Borja, muy educado, le dio las gracias por su atención y le dijo que lo sentía mucho antes de colgar.

No dejó claro qué era exactamente lo que sentía mucho, pero al día siguiente se produjo un ataque brutal, salvaje, pavoroso contra la deuda soberana del país. Nunca se supo quién lo empezó, pero, una vez lanzada la bola, los miles de ordenadores interconectados hicieron el resto. Olieron sangre, y sangre hicieron. Los títulos de deuda a diez años, que cotizaban en un confortable 4,3% de interés, pasaron en apenas dos horas a cotizar al 26,5%. Las bolsas siguieron el camino marcado, y a media jornada las empresas del país habían perdido un 55% de su valor. ¡La ruina para el país! Una circunstancia tal que, si persistía, obligaría al estado a declararse en bancarrota en una semana.

Ese día por la tarde, una vez cerrados los mercados, Borja llamó nuevamente al presidente de gobierno para lamentar con él la penosa situación en que habían quedado las finanzas del estado, que suponía la ruina del sistema de pensiones y de protección social, fíjese qué pena. El indignado presidente de gobierno vociferaba y amenazaba, pero Borja siguió tranquilo con su discurso. ¿Podía quizás BEGIN hacer algo por evitar la bancarrota del país…?, concluyó, marcando bien la elipsis al final de la pregunta. El político al otro lado del teléfono era un corrupto y un inútil, pero no se llega a liderar un partido político de corruptos si no eres el rey de los corruptos, pero también listo como un lince, y el presidente del gobierno vio su oportunidad al momento. Cambió rápidamente su tono y comunicó a Borja que sí, que podrían hacer muchas cosas por su país, que ya notarían mañana los cambios que vendrían. Esa misma noche se anunció que la «Ley anti-BEGIN» no entraría finalmente en vigor, dado que en estos momentos de tribulación no era aconsejable cambiar un modelo que tan bien había servido a la prosperidad del país y bla, bla, bla…

Al día siguiente las cosas en los mercados empezaron igual de mal que el día anterior, pero de pronto comenzaron a entrar órdenes compradoras a mansalva, que barrieron todo el papel disponible en el parqué e hicieron subir en vertical la cotización de empresas y deuda soberana, de tal modo que al acabar el día se habían enjugado la mayor parte de las pérdidas del día anterior y la deuda acabó la jornada en un 4,5% de rentabilidad, cifra muy aceptable después del susto.

La labor de Borja Albarracín al frente de estas primeras operaciones fue extraordinaria. Sin él no hubiera sido posible hacerlo, comentó John. Pero lamentablemente falleció de un infarto masivo tres años después. Demasiado tabaco, dijo el médico que le atendió. Francis lloró como un niño en su entierro. Fue la última vez que lo hizo.

Estudios independientes realizados a posteriori revelaron que las primeras órdenes, tanto de compra como de venta, las que habían comenzado todo cambiado la tendencia, habían venido de más de treinta operadores diferentes con una diferencia de no más de cinco segundos, y que habían movilizado unos cuatrocientos mil millones de dólares, una cantidad gigantesca como para ser propiedad de una sola corporación. Era un ataque perfectamente coordinado, eso lo tenía claro todo el mundo, pero, como tantas otras veces, las investigaciones orientadas a discernir quiénes eran los culpables quedaron en nada, ¡aunque todo el mundo sabía quién estaba detrás! Silvia había descubierto en los documentos que había estudiado que no habían sido cuatrocientos mil, sino seiscientos mil los millones de dólares que tuvo que movilizar BEGIN en este ataque, pero lo más gracioso era que al final de la maniobra había ganado veinticinco mil millones de dólares en un par de días. No sólo había marcado su territorio con total éxito, sino que además había incrementado su patrimonio y, como el mercado es de suma cero, alguien los había perdido. Silvia esperaba que hubiera sido algún impresentable, aunque en realidad estaba casi convencida de que habían sido los de siempre… al menos esta vez era por una buena causa, se dijo.

El aviso dio sus frutos. Ahora nadie se atrevía a atacar a BEGIN y su división financiera por medios espúreos o no legales. Había demostrado que se podía comprar uno de los bancos más grandes del mundo en un abrir y cerrar de ojos y poner en la santa calle sin un dólar de indemnización a todo su consejo directivo. Había demostrado que podía causar serios problemas en cualquier país del mundo a golpe de órdenes de compra y venta. Pero sobre todo, sobre todas las cosas, lo que poco a poco estaba demostrando era que su modelo de negocio, ése tan denostado por sus competidores por antigualla, pasado de moda y obsoleto, ése que había tenido la desfachatez de poner por encima de todo los intereses del cliente, a quién se le ocurre… funcionaba. Sin apenas publicidad, el cambio de percepción que los clientes tenían del banco fue tal que no sólo incrementaron su negocio con él, sino que muchos amigos, familiares y conocidos de estos clientes satisfechos comenzaron a cambiarse de banco en masa.

Dos estrategias podía tomar el lobby bancario mundial ante tal agresión. Luchar o adaptarse. El cuerpo les pedía luchar, dar su merecido a tan insolente competidor. Eso era exactamente lo que llevaban haciendo con pleno éxito durante muchos años. Pero tenían miedo. Esta vez tenían miedo. Miedo a los aparentemente infinitos recursos de que hacía gala BEGIN. Pero, sobre todo, miedo de perder su poltrona, de perder sus bonus, sus indemnizaciones y sus gratificaciones. De perder su estratosférico nivel de vida. De convertirse en un paria acuciado por querellas criminales por «mala praxis», es decir, por robar, robar abiertamente a sus clientes, a sus accionistas y a todo el que pudieran. Entonces… ¿luchar, o adaptarse?

Se adaptaron.

Más de veinte años después, el panorama financiero mundial era radicalmente diferente. La forma de hacer las cosas de BEGIN era ahora el

modus operandi habitual de las entidades financieras. Productos sencillos, sin letra pequeña y pensando en el cliente. Cobrando por los servicios, desde luego, pero no robando ni engañando. Todo por delante. Muchos tiburones de los diferentes mercados mundiales vieron con sorpresa que los bancos seguían ganando dinero, menos que en los años gloriosos pero más que suficiente para los accionistas, que los clientes estaban mucho menos agresivos y eran más fieles y, sobre todo, que ellos mismos ahora vivían mucho mejor. El índice de úlceras gástricas entre ellos bajó un 85%, así como los de infartos y depresiones.

Prácticamente todos ellos se preguntaban ahora qué mosca les habría picado cincuenta años atrás cuando empezaron un camino sin retorno que todos sabían que era sin retorno, pero en el que cada uno intentaba correr más que los demás, como lemmings intentando ser los primeros en llegar al precipicio para saltar al vacío.

Silvia también se lo preguntaba mientras departía con John, desgranando la estrategia de BEGIN en cuanto a las finanzas se refería. Una estrategia muy simple, tanto que en poco más de una hora se estaban despidiendo en la puerta del despacho del americano-escocés. Muy simple.

El resumen estaba clarísimo: en BEGIN odiaban la complejidad. Barrash odiaba la complejidad. Silvia estaba comenzando a odiar la complejidad. ¿Le estaría haciendo efecto

el virus BEGIN?

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