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42 – ENCUENTRO

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3 de enero, 1983

Javier estaba desayunando en el hotel Hyatt de Nueva York. Todavía estaba atontado por el jet lag, pues había llegado desde Zurich el día anterior ya de noche. Ahora eran las nueve de la mañana del lunes, 3 de enero, pero según su reloj biológico eran ya las dos de la tarde, había dormido poco y mal a pesar de lo cómoda que era la cama gigante de su habitación del hotel, y su estómago no sabía ya si en realidad iba a desayunar o a tomar el almuerzo o qué. No es que le pillara de improviso, pues había hecho ya varios viajes transoceánicos previamente, pero no se acostumbraba a la sensación de estar fuera de lugar que le provocaba.

Tenía programada una reunión con Masters, Smith & Bolton, un bufete de abogados neoyorquino que le habían recomendado en uno de sus bancos ingleses, pero antes debía pasar por una Oficina de Correos para contratar un apartado postal que necesitaría para recibir cualquier comunicación. Masters, Smith & Bolton eran un bufete especializado en creación de sociedades

offshore, y tenía una primera reunión con ellos dentro de un par de horas. Les iba a encargar la creación de una o varias sociedades patrimoniales que servirían para amparar sus operaciones a este lado del Atlántico. Había viajado a Nueva York con cierto fastidio, pues casi estaba dispuesto a cancelar su aventura y volver a su 2017 y retirarse, pero tenía la cita concertada desde hacía varias semanas y Javier no concebía dejar de asistir a un compromiso. Además, por qué no decirlo, también le apetecía mucho conocer el mítico Nueva York de los años 80, antes de que el brutal atentado contra las Torres Gemelas de septiembre de 2001 golpeara a los neoyorquinos y acabara abruptamente con su falsa sensación de seguridad. Después de eso volvería definitivamente a su tiempo del siglo XXI, pero de momento allí estaban los dos, él y su jet lag, en el Nueva York de principios de 1983.

Mientras tomaba cansinamente un par de tostadas con su café aguado echó una ojeada al New York Times del día. No tenía noticias de gran interés, siendo como era lunes después del fin de semana que coincidió con el Año Nuevo. El presidente Ronald Reagan había hecho una propuesta para reducir las importaciones de textiles chinos, siendo como era China el mayor productor mundial de textil; las interminables conversaciones de paz en Oriente Medio iban y venían con escaso éxito, esta vez entre las milicias libanesas y el estado de Israel; otras conversaciones, esta vez las de la U.R.S.S y los Estados Unidos sobre desarme nuclear, estaban también estancadas en Ginebra; había habido inundaciones en Alabama… nada que mereciera una segunda ojeada. Javier pasaba aburrido las páginas cuando una noticia en páginas interiores le llamó la atención, y ésta sí la leyó con detenimiento. Tres veces. Decía:

Incendio en el Phoenix Traders City Bank.

»La noche del día 1 al 2 se produjo un voraz incendio en la sede central del Phoenix Traders City Bank, en la capital de Arizona. El incendio empezó hacia las seis de la tarde del día de Año Nuevo en la planta baja por motivos que se desconocen, y se propagó velozmente al resto de plantas. Los bomberos se personaron rápidamente, pero no pudieron salvar el edificio dada la virulencia de las llamas, por lo que se limitaron a controlar el fuego para que no afectara a los inmuebles cercanos. El edificio ha quedado completamente destruido y una dotación de bomberos continuaba ayer en la zona para evitar que las llamas se reavivaran. Afortunadamente no se han producido desgracias personales.

»Un portavoz del Phoenix Traders City Bank ha declarado que el incendio había sido fortuito, seguramente debido a un cortocircuito eléctrico, y que el revestimiento de madera de las paredes del que tan orgullosos estaban los clientes del banco había resultado ser un combustible muy eficaz propagando las llamas. Preguntado por las pérdidas del banco en el suceso y cómo afectaría a sus depositantes, el portavoz aseguró que, aunque se había perdido con toda seguridad todo el dinero y bonos convertibles al portador que almacenaba su caja fuerte, que no habría soportado el intenso calor del incendio, sus depositantes no tendrían problemas en recuperar su inversión, pues el banco estaba asegurado contra incendios y el seguro pagaría hasta el último centavo de los depósitos de los clientes. En cuanto a las cajas de seguridad, el seguro sólo cubriría hasta 10000 dólares por caja, como sabían todos los clientes poseedores de cajas de seguridad porque la cifra se especificaba claramente en el contrato de alquiler; si algún cliente tenía allí objetos de más valor, debería haberlos asegurado individualmente.

»El Phoenix Traders City Bank es una institución pequeña pero con muchos años de historia a sus espaldas, y su actividad principal es financiar las exportaciones de las empresas radicadas en la ciudad de Phoenix y su área de influencia. No parece que el incendio vaya a afectar a la solvencia del banco, aunque sí podría pasarles factura la pérdida de su sede central, un pequeño y muy coqueto edificio situado en las afueras de Phoenix, construido hace 15 años y bien conocido en la ciudad por tener todas sus paredes revestidas de maderas nobles.

»En cuanto al monto total del dinero perdido en el incendio, el portavoz ha declinado dar cifras concretas, pero valoraciones independientes consultadas por este diario estiman que la cifra puede oscilar entre 80 y 100 millones de dólares, la mayor parte en bonos del Tesoro al portador, un instrumento de pago muy utilizado por las empresas de la zona en sus intercambios comerciales».

Javier se olvidó de su desayuno. Se olvidó de ese insulso café americano que no servía para despertar a nadie y de esas insípidas tostadas con mantequilla, y comenzó a recapitular en su mente la poca información de la noticia del diario.

¿Incendio en un banco? ¿Cortocircuito accidental? ¿Dinero y, lo que era aún mejor, bonos del Tesoro al portador quemados, perdidos irremisiblemente? ¿Decenas de millones de dólares? ¿Imposibilidad de recuperar el dinero? ¿Imposibilidad incluso de saber cuánto dinero se había quemado?

Era una oportunidad demasiado buena para alguien con unas condiciones tan especiales como las suyas. Aunque, quizás… ¿podría haber sido él mismo quien, en su futuro vital pero su pasado temporal, provocara el incendio para así robar los bonos? No, eso no lo iba a hacer, de ningún modo. No sabía cómo funcionaría el espaciotiempo y su maldito Principio de Causalidad, pero él no tenía la menor intención de provocar un incendio en ninguna parte para robar nada, es decir, la catástrofe había sido accidental, o, al menos, no había sido él quien la iniciara.

Esto le daba quizá una oportunidad, una gran oportunidad. Tendría que informarse más, calcular mucho y tal vez arriesgarse más de lo que le habría gustado, pero ahí, en Phoenix, Arizona, estaba esperando el dinero que necesitaba para relanzar sus planes de una vez. Sólo tenía que recogerlo y llevárselo a lugar seguro antes de que se quemara para siempre. No sabía aún cómo hacerlo y presentía que no sería nada sencillo, pero se trataba de una oportunidad, una circunstancia que debería tratar por todos los medios de aprovechar.

Terminó con desgana su desayuno, aparcó estos pensamientos en el rincón más alejado de su mente, salió del hotel al frío helador de la calle y tomó un taxi que le llevó al lujoso bufete de abogados situado en la calle 37, en pleno Manhattan. Allí se presentó como Thomas Carpenter, de Tulsa, Oklahoma, otro de los pasaportes caducados hacía tiempo que había adquirido a precio de anticuario muchos años después.

Había tenido suerte con este pasaporte en concreto. El nombre de su poseedor, Thomas Carpenter, era un nombre bastante común en los Estados Unidos, algo así como Javier López en España, pensó sonriendo. Seguro que debía haber centenares o miles de personas con su mismo nombre. Además, este caballero era natural de Tulsa, la histórica capital del petróleo estadounidense, una ciudad plagada de empresarios, millonarios y personajes de toda laya. Era una combinación ideal para no llamar la atención, era un candidato perfecto para crear sociedades

offshore para «optimizar su patrimonio», eufemismo que básicamente quería decir en realidad «blanquear dinero negro», «evadir impuestos» y «ocultar el patrimonio al fisco… a todos los fiscos».

El dinero de Thomas Carpenter no era

negro, al menos en la acepción común de la palabra, no necesitaba ser blanqueado en absoluto, y tampoco le preocupaba en demasía evadir impuestos u ocultar los fondos a la voracidad de los fiscos de todo el mundo. Lo que de verdad buscaba era una capacidad independiente de gestión, un lugar donde pudiera efectuar compras y ventas de valores de forma rápida, anónima y sin preguntas. Para ello la solución obvia sería una sociedad

offshore radicada en las Bahamas o en Panamá o donde le recomendaran los abogados, que para algo se ganaban la vida de esta manera.

El único problema que podría tener Javier para hacer creíble su tapadera de rico petrolero sureño era su acento. Nadie podría jamás confundir su acento con el de alguien nacido y criado en Oklahoma. Cuando hablaba inglés, Javier lo hacía con un acento indeterminado que, de ser de algún sitio, lo sería de la costa este de Estados Unidos, muy distinto del acento sureño de la ciudad del petróleo. Por ello, preparó una historia según la cual sus padres se divorciaron cuando él tenía sólo dos años y su madre se mudó con sus millones y con él a Baltimore, donde había crecido y estudiado. Sólo tras la muerte de su padre, hacía un par de años, había vuelto a Oklahoma a hacerse cargo de los innominados negocios de su padre… Esperaba que la historia funcionase.

Funcionó. Al llegar al imponente hall del bufete e identificarse como Thomas Carpenter, rápidamente apareció de la nada un atildado abogado junior que condujo a Mr. Carpenter a un despacho en el que esperaban Barney Bolton, el mismísimo «Bolton» de Masters, Smith & Bolton, y una abogada del despacho, que le fue presentada como Marion Pollock. Javier-Thomas, un poco arredrado por la situación a la que no estaba acostumbrado, estaba lo suficientemente nervioso como para no reparar mucho en sus interlocutores. Estos le condujeron a una mesa ovalada en el centro de la sala y entraron en materia inmediatamente.

¿Qué deseaba Mr. Carpenter? A pesar de que en realidad lo sabían ya, Javier les explicó que él era un hombre de negocios de Tulsa, Oklahoma, y que deseaba crear una sociedad

offshore para administrar parte del patrimonio de su holding empresarial con la libertad que otorgan este tipo de sociedades para gestionar diferentes tipos de activos y bla, bla, bla. Había ensayado esta parte y no le salió mal del todo, aunque, por otra parte, hubiera dado lo mismo hacerlo fatal: teniendo dinero para pagar los honorarios de Masters, Smith & Bolton, igual podría haberles contado que era Papá Noel y que quería gestionar sus propiedades del Polo Norte…

Barney Bolton le felicitó por tan sabia elección y comenzó a desgranar las virtudes de elegir un bufete tan prestigioso como el suyo para hacerlo. Todo tan obvio y trillado que Javier casi bosteza. Entonces fue cuando Marion tomó la palabra… y entonces Javier, que casi no se había fijado en ella, se despertó del todo. Con voz melodiosa comenzó a solicitar datos a su cliente. ¿A cuánto ascendía el patrimonio que deseaba transferir? ¿Tenía alguna preferencia por algún lugar concreto, o dejaba que fuera el bufete quien seleccionara las mejores ubicaciones posibles para crear la sociedad? ¿Qué tipo de operaciones pensaba hacer? y otros detalles técnicos para los que Javier no tenía respuesta… y si la tuviera habría tenido dificultades para articularla.

Marion no era en realidad una belleza espectacular. Pelirroja sin ser llamativa, con el pelo recogido en una cola de caballo muy formal, tenía un rostro armonioso y bien formado, pero no especialmente sugerente, con unos grandes y expresivos ojos verdes, y un cuerpo que quizás fuera magnífico o quizás no, pero que en cualquier caso estaba oculto por el traje de chaqueta estilo masculino… Posiblemente pocos volverían la cabeza a su paso por las calles de Manhattan. Pero cuando comenzó a hablar, su voz… Marion tenía una voz grave que usaba de forma sincopada, con un acento muy especial, sugerente, evocador… una voz que resultaba terriblemente sensual aun hablando de algo tan mundano como rentabilidades esperadas, formas de contratación y medios de pago.

Javier se enamoró sin remedio de la aterciopelada voz de Marion Pollock. No pudo evitarlo, fue superior a sus fuerzas. Sucedió, sin más.

Una vez explicados y acordados todos los extremos que necesitaba el bufete para ponerse en marcha conforme a los deseos de su cliente, Javier-Thomas firmó el mandato que le pusieron por delante sin casi leer sus términos, y a continuación le explicaron que le avisarían cuando estuviera todo listo. Cuando le pidieron una dirección y un número de teléfono para comunicarle cualquier novedad relativa a la sociedad que iban a fundar, Javier les dio el número del apartado de correos que había alquilado hacía un par de horas en el mismo Manhattan, explicando que no era fácil localizarle, porque sus negocios le obligaban a viajar constantemente y que además prefería que nadie en su compañía de Tulsa supiera nada de todo esto… Barney Bolton sonrió de oreja a oreja cuando lo oyó: ni era la primera vez ni sería la última que se encontrara con alguien que quisiera llevar sus actividades financieras lo más lejos posible de esposa, familia o accionistas… eso a él no le interesaba nada. Mientras pagaran sus abultados honorarios, le importaba un ardite quién engañaba a quién. Sorprendentemente, Marion no parecía estar de acuerdo con su jefe en esto, aunque guardó un discreto silencio.

Finalmente Mr. Bolton informó a Javier de que precisamente la señorita Pollock sería su gestora, la persona que le representaría y atendería en el bufete. ¿Qué le parecía a Mr. Carpenter la elección? La realidad es que Mr. Carpenter no sólo no tenía nada que objetar, sino que estaba encantado de tener la posibilidad de volver a ver a la señorita Pollock… aunque intentó que no se le notara cuánto de encantado estaba. Por fin Bolton se despidió y Marion acompañó a Javier-Thomas hasta la salida. ¡Qué menos por un nuevo cliente que enseñarle personalmente el camino a la calle!

Mientras hacían el camino, Marion hizo la pregunta que le había estado rondando toda la reunión:

—Perdone, Mr. Carpenter, que le haga una pregunta… Para ser de Oklahoma no tiene usted un acento muy de allí… en realidad parece más bien de aquí, de Nueva York…

—Ah, Miss Pollock, todo el mundo me lo pregunta… —y le soltó de corrido la historia que había confeccionado al respecto. Marion la aceptó sin problemas. Los divorcios entre gentes de dinero eran tan habituales que lo extraño era encontrar una pareja de gente adinerada que siguieran felizmente casados tras algunas décadas de matrimonio. Llegaban justo a la puerta cuando Miss Pollock se despidió, entregándole la inevitable tarjeta de visita que, por algún motivo, no le había dado cuando se conocieron en el despacho.

—Bien, Mr. Carpenter, muchas gracias por su visita. Dígame, por favor, si puedo hacer algo por usted…

Así dicho, con la perturbadora voz de Miss Pollock, Javier sintió casi un calambre eléctrico en sus entrañas. Sí, podría hacer muchas cosas por él, pensó, entre ellas aceptar una invitación para cenar esta misma noche, pero se esforzó en dejar sus pensamientos irracionales a un lado y dijo simplemente:

—Gracias, Miss Pollock, si necesito cualquier cosa no tenga usted dudas de que la llamaré… —ninguna duda, se dijo Javier, arrobado.

—Adiós, Mr. Carpenter —y Marion cerró la puerta y se fue a seguir haciendo las cosas que hiciera en su despacho.

Javier estuvo un par de minutos en la calle, pasando frío y pensando como un colegial que Barney Bolton se había dirigido a Marion como «Miss», señorita, y no como «Mistress», señora. En Estados Unidos eran muy quisquillosos con estas cosas, y más en la década de 1980, así que seguramente Marion Pollock estaba soltera. Era estúpido, y Javier lo sabía, pero esto le hizo sentirse mucho mejor…

Finalmente se obligó a mover las piernas en dirección a su hotel, a no más de ocho manzanas de distancia. Pronto se olvidó momentáneamente de Miss Pollock y su sensacional voz y se concentró en el incendio de Phoenix. Debería trazar un plan. Otro plan más. Siempre había sido muy cerebral, pero últimamente se pasaba la vida haciendo planes.

Esperaba poder preparar uno que le permitiera acceder a una buena cantidad de ese dinero volatilizado estúpidamente por las llamas, pero esta vez no las tenía todas consigo. Esta vez era distinto. Fuera cual fuera ese plan, sería peligroso, de eso no cabía duda. Javier estaba emocionado y expectante ante la posibilidad de solucionar de una vez por todas sus problemas futuros de tesorería, sí, pero, por otro lado, tenía miedo.

Este plan que aún no había trazado sería en todo caso, concluyó, cualquier cosa menos aburrido… de eso no tenía duda alguna.

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