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45 – APROVISIONAMIENTO

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El día siguiente, el 15 de mayo, se despertó completamente alerta. Tenía que preparar el explosivo que había sustraído para que fuera eficaz en la labor de demolición, bien de la puerta blindada del banco de Phoenix, bien de la pared adyacente, eso no lo había decidido aún. Se acordaba de las conversaciones con Alfonso sobre la idoneidad del explosivo plástico, que era perfecto para volar rocas por su capacidad de adaptarse a los escondrijos y recovecos de las grietas de las rocas. Al explotar, los gases de la detonación se expandían en todas direcciones, abriendo la grieta, separando la roca o directamente convirtiéndola en una lluvia ardiente de pequeñas piedrecitas. Pero ése no era su caso. Si colocaba el explosivo pegado de algún modo a la puerta blindada o a la pared, también blindada, y lo dejaba tal cual, la mayor parte del poder destructivo del explosivo se dirigiría hacia fuera, hacia la antecámara, y no hacia la puerta o la pared. En cuanto se pensaba era obvio: al encontrar la deflagración resistencia por un lado, el de la puerta, pero no por el otro, donde sólo habría aire, la mayor parte de los gases a altísima temperatura producidos por la detonación se dirigirían hacia el lado contrario al que él quería. Por tanto, no podía simplemente colocar los explosivos pegados a la puerta y detonarlos; eso destrozaría la antecámara, pero haría poco daño donde de verdad debía hacerlo. Y no podría acceder a la cámara acorazada. Haría falta algo más que unos bloques de explosivo para poder hacerlo.

Fue el propio Alfonso Calahorra el que, en aquellas conversaciones a la luz de la luna y al amor de la lumbre y la bota de vino, le había dado la solución sin quererlo al comentar los usos comunes del explosivo. Las palabras clave eran «carga hueca».

Ya utilizados en la Segunda Guerra Mundial, los proyectiles de carga hueca fueron el invento del hombre para poder perforar los blindajes de acero de los carros blindados del enemigo, y desde entonces habían eliminado montañas de tanques… y a sus tripulaciones con ellos. Su diseño era sencillo, y una breve investigación en internet le explicó con pelos y señales todo lo que necesitaba saber sobre el tema.

El explosivo se coloca dentro del proyectil cilíndrico, pero no llenando todo él, sino dejando un hueco vacío en su parte anterior, la que impacta contra el objetivo. Este hueco se moldea en forma de cono invertido, con su vértice apuntando hacia la parte trasera del proyectil, y finalmente se coloca una capucha fina de un metal blando, normalmente cobre, para fijarlo firmemente al cuerpo y que no se mueva. En el momento del impacto el detonador, situado en la punta del proyectil, detona el explosivo. Éste, al explotar, se encuentra constreñido por el cuerpo de acero del proyectil por todas partes menos por una: allí donde se halla el hueco. Entonces, la mayor parte de los gases de la deflagración se dirigen al punto de mínima resistencia: la zona hueca. Física básica. Y la misma física básica muestra que la dirección general de los gases de la detonación es la dirección normal a la suma de las diversas direcciones… en una palabra, directamente hacia delante, hacia el punto de impacto. El resultado es brutal: un chorro de plasma a muchos miles de grados de temperatura aplicado en un punto concreto del blindaje, capaz de volatilizar 20, 30 o incluso 40 centímetros de acero e inyectar una presión instantánea de muchas atmósferas de vapores ardientes en el interior del carro blindado. Los tripulantes nunca se darían cuenta de que habían sido alcanzados, simplemente son carbonizados en milésimas de segundo. Un invento muy útil para destruirse mutuamente.

Javier se empapó de todo esto y se aplicó en diseñar unos explosivos caseros de carga hueca capaces de abrirle camino hacia la cámara acorazada, teniendo en cuenta que lo que él deseaba era solamente volar la puerta, no inyectar en la cámara muchos metros cúbicos de gases a miles de grados de temperatura, pues eso reduciría a vapor su contenido y haría inútil todo su esfuerzo. Tenía que hacerlo bien.

Pasó toda la mañana entre internet y su mesa del despacho, haciendo cálculos y diseños, teniendo en cuenta que en internet no había precisamente mucha información sobre cómo penetrar blindajes y que tampoco estaba seguro del grosor exacto ni de la puerta blindada ni de la pared, sólo las medidas más o menos reales que le había proporcionado Walther Johnson en su visita al banco en diciembre de 1982, hacía unos pocos días… o 35 años, según desde qué punto de vista se contase. Al final quedó razonablemente satisfecho con su diseño, hasta el punto que podía estarlo con tanta incertidumbre, así que decidió pasar a la acción.

A primera hora de la tarde se desplazó en su coche a Vitoria, capital de la provincia de Álava, en el País Vasco, a poco más de 60 km de Logroño. Una vez en Vitoria, o Gasteiz, el nombre vasco de la ciudad, fue parando en cada hipermercado, ferretería o tienda de menaje que encontraba al paso. Compró en distintas tiendas diez cafeteras express italianas de acero de tamaño pequeño, de las que estaban pensadas para hacer dos o tres tazas de café solamente. Eran de dos marcas diferentes, con diseños similares pero distintos y capacidades también ligeramente diferentes. Servirían. Compró también un tablero de aglomerado chapado en melamina de 22 milímetros, un cuadrado de un metro de lado, varios rollos de cinta adhesiva por las dos caras, especial para la colocación de moquetas y por lo tanto muy fuertes, adhesivo de montaje, un bote de pintura negra en spray de esos que usan los grafiteros y, por fin, varios rollos de papel de aluminio.

También adquirió una máscara antigás del tipo que usan los bomberos, así como la vestimenta ignífuga adecuada en una tienda especializada en equipamiento profesional que había localizado gracias a internet. Aunque pensaba utilizar todo ello a más de 10000 kilómetros de distancia y en un suceso ocurrido hacía 35 años, para no despertar sospechas explicó que en la inspección de seguridad que había pasado su empresa la semana pasada habían detectado que el equipo antiincendios de la instalación estaba en mal estado y había que cambiarlo prácticamente todo, todo el equipamiento… incluido el traje y la máscara antigás para el responsable de seguridad. Como pagó en efectivo y no pidió factura nadie le puso el menor inconveniente. Al terminar sus adquisiciones volvió a su piso en Logroño. No quería comprar este material en su ciudad natal, donde podría ser reconocido. Una vez allí montó un pequeño taller en la cocina y lo dejó todo preparado para comenzar a fabricar sus proyectiles caseros el día siguiente.

Una vez aseado y desayunado, comenzó a trabajar en su taller improvisado. De las cafeteras se quedó sólo con la parte inferior, donde se echaba el agua que luego, convertida en vapor, serviría para obtener el café express en la parte superior. Quitó la válvula de seguridad de estos recipientes, lo que le costó más trabajo del que había pensado, pero al final lo consiguió. Ya tenía el cuerpo de los proyectiles. A continuación cortó el tablero para obtener diez trozos cuadrados de unos quince por quince centímetros y les hizo en su centro un agujero circular de un diámetro algo inferior al de la boca de los recipientes de las cafeteras. Después fue ajustando cada recipiente en cada uno de los pequeños tableros, agrandando con una escofina el agujero hasta que todos ellos encajaban perfectamente, sin apenas holguras, en los agujeros. Cuando estuvo listo, aplicó una generosa capa de adhesivo de montaje al borde del agujero y colocó el recipiente de nuevo con cuidado de que no sobresaliera por el otro lado del tablero. En unas horas, las que necesitaba el adhesivo para fraguar, quedaría fuertemente pegado el tablero al cuerpo de la cafetera. Los dejó todos ellos juntos en el suelo del salón. Javier quedó mirando su obra, que casi parecía una obra de arte moderna. «Diez culos de cafetera en pompa, en busca de su media naranja», lo tituló en su mente, con una sonrisa. Igual si lo exponía algún artista célebre alcanzaba un precio elevado…

La primera parte de su invento estaba terminada, ya era casi de noche y para el siguiente paso necesitaba estar bien descansado, así que dejó todo tal como estaba en su cocina y su salón, pidió una pizza por teléfono, se la comió cuando se la llevaron, acompañada de un vaso del inevitable vino de Rioja, escuchó algo de música y se acostó. El próximo día, el 17, sería el día D.

Cuando sonó el despertador estaba ya despierto, pero había dormido bien. Estaba descansado y preparado para la acción. Desayunó frugalmente y se puso manos a la obra.

Seleccionó diez de los explosivos, dejando los otros seis en la nevera. Había calculado con sus escasos medios que con diez sería suficiente para derribar la puerta. Convenientemente moldeados cabrían completamente en el interior de las cafeteras, que harían el papel del proyectil. Ajustó bien el plástico al fondo y las paredes de la cafetera. Efectivamente era maleable como la plastilina y permitía trabajarlo con facilidad. Luego le dio la forma cónica invertida a la parte superior con la ayuda de una espátula. Dejó la superficie lo más plana y uniforme que pudo. No sería tan perfecta como los proyectiles industriales, pero debería ser suficiente. Luego puso una capa triple de papel de aluminio tapando el plástico y rellenó la parte hueca con papel absorbente de cocina, para evitar en lo posible que se moviera. A continuación cortó un trozo de vinilo autoadhesivo del tamaño del tablero y con él selló el explosivo, pegándolo fuertemente a la madera. Por fin, cortó pedazos de la cinta adhesiva de la longitud adecuada y los pegó por una cara al tablero, cuatro trozos en cada uno, dejando la otra cara con el protector, pero ligeramente separado para facilitar su extracción cuando fuera el momento.

Una vez tuvo así preparados los diez proyectiles caseros, procedió a realizar la tarea final: convertirlos en proyectiles reales. Para ello introdujo los detonadores dentro del explosivo por el agujero donde había estado la válvula de seguridad, dejando el cable que servía de antena ligeramente fuera. Aunque el disparador estaría muy cerca, a no más de dos o tres metros de distancia, quería asegurarse de que los detonadores no tenían problema alguno de recepción de la señal.

Cuando acabó estaba sudando. Teóricamente los detonadores eran muy seguros y sólo se activarían con la señal concreta emitida por el disparador a distancia, que estaba sintonizado en la misma frecuencia que los detonadores, y además el disparador no tenía montada la batería. Tanto era así que los artificieros del cañón del Leza no habían tenido reparo alguno en dejar los explosivos con sus detonadores montados durante una noche entera. Pero él no estaba nada tranquilo: quizás una onda electromagnética cualquiera, un mando de apertura de un garaje, un mando a distancia de un televisor, cualquier cosa, podía enviar una señal que fuera interpretada por algún detonador como la orden de detonación… y no quería pensar en las consecuencias para él y para sus vecinos. No quería estar con los detonadores montados en el explosivo plástico ni un minuto más de lo necesario.

El TaqEn estaba ya preparado en el suelo del salón. Todo lo que debería llevarse lo tenía también preparado. Un par de bolsas grandes con cinco de sus proyectiles caseros cada una. Una potente linterna. El disparador, aún sin batería. La batería. Tres rollos de cinta autoadhesiva por las dos caras. La pintura negra en spray. Y su reloj, un Tissot T-Touch muy preciso que estaría completamente fuera de lugar en 1983, pero que por esta vez no pensaba quitarse de su muñeca. Él, a su vez, se había vestido con el traje ignífugo, incluida la máscara. El traje no llegaba a ser de bombero profesional, pero le protegería en un primer momento de unas llamas no demasiado potentes o del humo. No se había puesto los guantes. Necesitaba las manos libres. Miró una vez más el reloj sobre el aparador para comprobar que estaba perfectamente sincronizado con su reloj de pulsera. Efectivamente, así era.

Estaba listo. Aterrado, pero listo.

Marca las coordenadas de destino: la antecámara de la sala acorazada del Phoenix Traders City Bank, coordenadas tomadas al centímetro por el geolocalizador. Marca a continuación el día y la hora de destino: 1 de enero de 1983, a las 18:09, hora local. El TaqEn acepta ambas coordenadas sin problemas: su pantalla dice «OK – REDDY». Mira la hora, 13:18 del 17 de mayo de 2017, y la apunta en un papel que se guarda en un bolsillo.

Está casi seguro de que, aunque va a coincidir durante unos minutos con otra copia suya anterior que estará fuera, en el coche aparcado, observando el incendio y tomando nota de todo lo que ocurre, no va a interferir en nada con lo que ahora va a hacer. Eso mismo ha ocurrido ya algunas veces y, tomando las precauciones oportunas para que sus copias no se encuentren físicamente, nunca le ha pasado nada… pero de todos modos no las tiene todas consigo.

Desecha estos pensamientos y pone su reloj multifunción en modo cronómetro. Toma todos los objetos que va a necesitar y se asegura de que estén dentro del espacio vinculado.

Toma aire, se agacha y pulsa el botón de proceder. Un botón marcado con una admiración. Muy apropiado.

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