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50 – PRIMER ASALTO

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14 de enero, 1983

Thomas Carpenter llegó a su cita con cinco minutos de adelanto, mientras Marion estaba ya esperando en la puerta de su casa, bien abrigada con bufanda y gorro, porque hacía un intenso frío húmedo muy de Nueva York. Al fin y al cabo estaban en enero, y otra cosa allí hubiera sido impensable. Al menos no nevaba, algo es algo.

Javier-Thomas salió del taxi, que quedó esperando, y saludó a Marion muy formalmente.

—Buenas noches, Miss Pollock.

—Buenas noches, Mr. Carpenter —Ah, la voz de Marion, su increíble voz.

—¿Ha reservado usted por fin en algún restaurante? —preguntó Javier.

—Sí, en el

Bistro des Chasseurs, en la calle 33 —contestó Marion.

—De acuerdo, vamos al Bistro —y le indicó la dirección al taxista indio, encantado de hacer dos carreras seguidas, una desde la calle 42, donde estaba el Hyatt, hasta Manhattan Sur y luego de vuelta a la calle 33.

—Bien, Miss Pollock…

—Marion, por favor, Marion. Apeemos los tratamientos por esta noche, ¿no te parece?

—Estupendo, Marion, me parece perfecto. Thomas y Marion, ¿no es así?

Marion asintió, sonriendo. Por un momento Javier no supo quién estaba conquistando a quién… Desechó el pensamiento y se centró en seguir con lo suyo. En caerle bien a Marion. Después… ya veremos.

—Como iba diciendo, Marion —prosiguió—, no conozco casi Nueva York. Pasé la mayor parte de mi niñez en Baltimore con mi madre, mexicana de muy buena familia, exceptuando un año que estuve internado en Suiza —Marion hizo un gesto de asombro, pero no dijo nada. Javier continuó con su historia tan bien preparada—. Mis padres se divorciaron cuando yo era casi un bebé. Parece que mi padre no pudo evitar seguir persiguiendo a todas las faldas que se cruzaban en su camino, así que mi madre le plantó llevándose consigo una parte de sus millones… y a mí. Claro que ¡ésa es la versión de mi madre! No sé cómo sería mi padre, apenas le conocí, pero yo he tenido al menos diez o doce papis distintos a lo largo de mi vida… Hippies, atildados banqueros, artistas… ¡incluso un jugador de baloncesto yugoslavo! —Javier se oía ensartando bulo tras bulo y no se reconocía.

—Lo entiendo —replicó a su vez Marion—. Mi historia en ese aspecto es similar, sólo que mis padres no tenían un centavo… pero eso no me impidió estudiar Derecho. Tuve que trabajar en restaurantes, cuidar niños y lo que hiciera falta, pero al fin me gradué y llegué a ser uno de los mejores abogados de Masters, Smith & Bolton.

—Lo sé, lo sé perfectamente —concedió Javier por decir algo.

La conversación fue decayendo. Javier no quería aportar muchos más inventos a su inventada historia y Marion pareció caer en un cierto ensimismamiento. Unos minutos más tarde el taxista indio anunció que estaban delante del

Bistro des Chasseurs, un pequeño y acogedor local decorado al estilo francés, con lamparitas con tulipas de tela de cuadros azules y blancos colgando sobre las mesas, todo muy francés… de pega. Javier reconoció el estilo «francés internacional» pensado para seducir a quien no hubiera estado nunca en Francia. Claro que lo mismo ocurría con los restaurantes chinos «internacionales»: cualquier parecido con los restaurantes chinos de China era una mera coincidencia.

Entraron, Marion se identificó y les condujeron a una mesa minúscula con una velita en el centro… muy bonito. Y más falso que un euro de madera, se dijo, y se regañó interiormente simplemente por pensar en «euros» en una época en la que aún faltaban 20 años para que fueran realidad.

Una vez acomodados, o más bien

incomodados, de diminutas que eran la mesa y las sillas, un camarero con un acento francés también de pega se acercó para recomendarles las sugerencias del día. Marion estaba en su salsa, encantada de estar en un restaurante tan exótico para ella, y Javier lo observaba todo, divertido. Marion pidió una raclette y luego un entrecot, y el camarero casi aplaudió la elección. Javier no tuvo más remedio que pedir lo mismo, por más que imaginara que la raclette sería de cualquier cosa menos de queso raclette, y el entrecot… bueno, ya veremos. En fin, todo por complacer a una dama. En cuanto a la bebida, Javier tomó rápidamente el control de las operaciones. La carta de vinos estaba compuesta de caldos californianos y franceses de pésima calidad a precios de Chateau… Se decantó por un vino blanco del Valle de Napa que no conocía, porque en realidad él, experto en vinos como todo buen riojano, no conocía ninguno de 1983. Lo que sí sabía era que un Beaujolais del año no podía costar la fortuna que pedían por él. El camarero anotó todo y desapareció.

Al quitarse el gorro, la bufanda y el abrigo Marion había descubierto un bonito vestido granate que le sentaba bastante mejor que el traje de corte masculino del despacho, así como una media melena roja que enmarcaba y resaltaba su cara. Así peinada estaba mucho más guapa que con el pelo recogido en una modesta cola de caballo. Debajo de la abogada había una mujer, se dijo, regocijado.

Tras hacer la comanda Marion estaba mucho más relajada. Estuvo hablando del trabajo en el bufete y la ilusión que tenía por prosperar, azuzada por Javier, hasta la llegada de la raclette. Javier la probó con aprensión… y dio un respingo: ¡estaba deliciosa! Esto sí que era una sorpresa. Un restaurante de decoración infumable con una excelente cocina francesa… se ve que en 1983 estas cosas pasaban, porque lo que era en el siglo XXI…

Atacaron con entusiasmo la raclette hasta que la acabaron. Entre plato y plato la conversación se hizo más confidencial, más íntima. Hablaron de sus experiencias, sus sueños… bueno, fue Marion quien habló de sus experiencias y sus sueños. Javier escuchaba embelesado a Marion y se limitaba a decir «¿Sí?», «No me digas» y otros lugares comunes. Si él hubiera contado sus experiencias y sus sueños

de verdad, ella le hubiera tomado por un chiflado, y con toda la razón.

Cuando llegaron los entrecots los encontró el camarero mirándose a los ojos con las manos entrelazadas. El entrecot estaba también bastante bueno, aunque eso sí era esperable en un país donde la carne de vacuno era, más que comida, religión.

Cuando acabaron el entrecot, el camarero con falso acento francés les ofreció diversos postres, pero tanto Javier como Marion pidieron en su lugar sendos cafés. Cuando le pusieron su «café», Javier se dio cuenta horrorizado de que era café americano, lo que era lógico y evidente en Estados Unidos y en 1983. Se tomó la mitad del café aguado a duras penas, mientras Marion lo degustaba con fruición. Bueno, a él le gustaba el café express, y cuanto más fuerte, mejor. El café americano, que no dudaba que fuera magnífico, no le sabía a nada.

Llegó la cuenta, que por supuesto pagó Javier en efectivo, y salieron al frío cada vez más frío de la calle. Marion se estremeció y Javier se apresuró a acercarse para protegerla del viento helado con su cuerpo. Hubo un momento de embarazo hasta que Javier propuso a Marion tomar una copa en el único bar que conocía en Nueva York: el de su hotel. Muy sutil no era la invitación, no, pero es que realmente en Nueva York no conocía ningún bar decente… ni indecente. Para su sorpresa, Marion aceptó de inmediato.

Pararon un taxi que les llevó al hotel en unos minutos. Allí entraron en el bar del vestíbulo y se sentaron en una mesa. Se acercó un camarero y Marion pidió un whisky y Javier un ron. Siguieron hablando muy confidencialmente mientras tomaban sus copas, con las cabezas cada vez más juntas… hasta que de forma natural, como si fuera el resultado de una conjunción cósmica, sus labios se tocaron. Fue un toque sutil, mínimo, imperceptible… pero para Javier fue como si le hubiera dado una descarga eléctrica… y por su expresión daba la sensación de que Marion también había sentido algo parecido. Sus ojos verdes brillaban como candelas y no dejaban de mirar a los ojos de Javier, que supuso que los suyos también brillarían de forma parecida. Estaba excitado, muy excitado.

Javier decidió que ya estaba bien de andarse por las ramas, así que llamó al camarero para ordenarle que pasara la factura a la cuenta de su habitación, se levantó, ayudó a Marion a levantarse, la tomó de la mano y la condujo hasta los ascensores sin dejar de mirarse. El viaje de veintidós plantas acompañados de un encantador matrimonio septuagenario se les hizo eterno. Por fin llegaron a su planta y recorrieron el interminable pasillo hasta llegar a la habitación de Javier. Abrió, entraron, cerraron la puerta y se abalanzaron uno sobre el otro, en un beso urgente, desesperado, abrasador. Al fin se separaron y, sin dejar de mirarse ni por un momento, comenzaron a quitarse gorros, abrigos, chaquetas, vestidos, camisas, calcetines, medias, ropa interior… y cuando estuvieron desnudos uno frente al otro se volvieron a lanzar como posesos sobre la boca del otro, abrazándose, acariciándose, besándose… Por fin Javier tomó en brazos a Marion y la llevó a la cama, una enorme cama king-size, mientras seguían besándose. Apartó la ropa de un manotazo, depositó a Marion sobre la sábana y se tumbó a su lado, prosiguiendo con ansia los abrazos, las caricias, los besos.

Las manos de Javier recorrían todo el cuerpo de Marion como si tuvieran vida propia, mientras las de ella recorrían sin descanso el cuerpo de él. Al cabo de unos minutos Javier no podía aguantar más su erección, así que se puso a horcajadas sobre ella y la penetró de un solo empujón, con la fuerza de los siglos y la urgencia de quien lleva esperando demasiado tiempo. Marion jadeó y Javier jadeó a su vez. Comenzó a moverse adelante y atrás, adelante y atrás, mientras Marion jadeaba y no paraba de contorsionarse… Una docena de vaivenes cada vez más profundos y Javier se corrió como no se había corrido en su vida, con un orgasmo larguísimo, descomunal, devastador, azuzado por el devastador, descomunal y larguísimo orgasmo simultáneo de Marion…

Quedaron ambos tendidos sobre la sábana durante un par de minutos, boqueando como peces mientras trataban de recuperar la respiración. Aquello no había sido una unión carnal normal y corriente. Había sido una explosión nuclear, un choque de trenes acuciados por la urgencia, una urgencia de la que ni ellos mismos eran conscientes. Cuando fue capaz de hablar, Javier volvió su cara hacia la de ella y le dijo, pesaroso:

—Perdona, Marion. No puede decirse que me haya comportado de forma adecuada con una dama. ¡No he aguantado nada!

Marion volvió a reír con esa voz que tenía la cualidad de volver loco a Javier y dijo, comenzando a acariciarle de nuevo:

—Ha sido perfecto, Thomas. Perfecto. Ya tendremos tiempo de hacer competiciones de «a ver quién aguanta más», pero esta vez yo necesitaba esto exactamente así: rápido, urgente, desatado. Creo que ambos lo necesitábamos.

Javier no contestó. Sólo respondió a las caricias de Marion y a su sensual voz grave y aterciopelada con más besos y más caricias, y enseguida estaba otra vez listo para el siguiente asalto. Esta vez fue más tranquilo, ambos se recrearon cuanto quisieron en el cuerpo del otro hasta que no dejaron ni un centímetro cuadrado por recorrer y, al final, el resultado fue también satisfactorio. Muy satisfactorio.

Cuando, a las tres de la mañana y exhaustos tras dos fogosos asaltos más, Javier se acurrucó para dormir, se preguntó que qué demonios estaba haciendo. Bastantes complicaciones tenía en su vida como para enredarse en una relación con una mujer… porque tenía claro que no iba a dejar escapar a Marion, ahora que la había encontrado. Era evidente que uno hacía planes y más planes sólo para incumplirlos.

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