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54 – HOSPITAL

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2 de junio, 1984 – Mayo, 1986

Javier estaba en su apartamento neoyorquino pendiente del teléfono que había hecho instalar. Marion estaba en el hospital dando a luz y él deseaba estar allí con ella… pero no podía hacerlo. Sin embargo no podía dejar de dar vueltas esperando que le diera novedades el detective que había contratado para que siguiera el embarazo de Marion, que estaba ahora en el hospital pendiente de las noticias sobre el parto. Javier no sabía cómo se enteraría de ellas, si se hacía pasar por médico o enfermero o sobornaba a alguien o qué, ni le preocupaba. Eran técnicas de detective que el detective sabría utilizar. Él le pagaba para ello, y muy bien, por cierto. Pero el tiempo pasaba y el teléfono no sonaba.

Mil veces pensó en adelantarse unos días para saber a ciencia cierta qué había pasado con el parto de Marion, pero por alguna razón quería vivir esta experiencia de forma tradicional, como todos los padres del mundo… aunque él no se estuviera comportando precisamente como un padre tradicional. Así que allí estaba él, comiéndose los puños en el apartamento y esperando ansioso el timbre del teléfono y las noticias del detective.

Cuando había dado ya unas trescientas vueltas alrededor de la mesa del salón, el teléfono sonó por fin. Javier saltó hacia él y ladró:

—¡Dígame!

—¿Walther Sullivan?

—Soy yo. Al aparato —ésa era su identidad en esos momentos—. ¿Tiene ya noticias?

—Ehh. Sí. El parto se ha complicado. Parece que se ha producido una hemorragia y en estos momentos están atendiendo a Miss Pollock.

—¿Complicado? ¿Corren peligro ella o el niño?

—No lo sé aún. Están trabajando. Han pedido sangre para transfundirla.

—¿Sangre? ¿Una transfusión? Eso es malo, ¿no?

—Sí… No… Supongo —Javier dudó si el detective no sabía si era malo o no quería decirlo—. Mire, Mr. Sullivan, si le parece le llamo cuando tenga más noticias.

—De acuerdo. Llámeme en cuanto sepa algo más. ¡Ah!, una cosa más: asegúrese de que Miss Pollock recibe la mejor atención posible. La mejor, ¿me entiende? No repare en gastos —Javier-Walther estaba gritando al auricular—. ¡La mejor!

—Descuide, Mr. Sullivan, yo me encargo.

Y colgó. Si el detective se preguntaba qué impedía al evidente padre de la criatura estar allí presente en lugar de que fuera él, no dijo nada. Le pagaba generosamente por ello, así que si el padre quería que él le sustituyese, allá él.

Javier se sentó, y luego se levantó para volver a sentarse. Para tranquilizarse, o al menos intentarlo, hizo un repaso mental de los últimos meses, duros para él y creía que para Marion también.

Él había proseguido implacable su plan, comprando, vendiendo y creando nuevas sociedades y nuevos fondos, así como adquiriendo, por cierto a precio de oro, el primer apartamento que usaría de «puerta estelar» en Zurich cuando llegó la fecha adecuada, en marzo, y mientras tanto Marion había seguido con su vida… más o menos. Todo ello lo sabía por los detallados informes de la agencia de detectives, pues él se había retirado completamente de ella.

No sabía lo que Marion pensó o hizo cuando leyó la carta de despedida de Thomas Carpenter o cuando recibió el fideicomiso, pero sí supo qué decisiones había tomado. Continuó con su trabajo de forma normal hasta que el embarazo fue evidente. Entonces parece que llegó a un acuerdo con Masters, Smith & Bolton para despedirse de la firma. Ellos le pagaron una cierta cantidad para librarse de la mala imagen que una madre soltera, peor, que una

abogada madre soltera daría a tan prestigioso bufete.

Javier estuvo pensando en darles un ejemplar castigo a tan estúpidos ejemplares de abogado de clase alta de la Costa Este, pero finalmente lo descartó. Si había que castigar a toda esta gente en 1983, no tenía todavía fondos ni para empezar. Eran legión.

Cuando dejó el bufete, Marion también se mudó del apartamento de Elizabeth Street, mejorando en latitud y en status, pues ahora estaba en la mucho más cotizada Calle 18 Oeste. Había decorado el piso, seguido puntualmente sus visitas al ginecólogo y al obstetra, incluso se había hecho una ecografía, cosa no demasiado habitual aún en la época… Una vida de embarazada soltera muy normal.

Y hoy estaba de parto. Y había problemas. Una hemorragia, decía el detective. Y él tenía que quedarse allí esperando mientras ella se desangraba. Javier casi gritó de impotencia.

Por fin, una hora y media más tarde, el teléfono sonó de nuevo.

—¡Dígame!

—¿Walther Sullivan?

—Pues claro, quién va a ser. ¿Tiene ya noticias?

—Sí, las tengo —el detective tomó aire para soltarlas todas de corrido—. El niño está bien. Es un varón. Parece que sufrió durante el parto, pero aparentemente no habrá consecuencias graves. Está en la incubadora. En cuanto a Miss Pollock, le han tenido que poner tres transfusiones, pues no conseguían parar la hemorragia. Ahora parece que está controlada, pero ha perdido mucha sangre y está muy débil. Las próximas horas serán vitales para saber cómo evolucionará —el pobre hombre respiró por fin. Las malas noticias, cuanto antes.

Hubo un silencio al otro lado de la línea, hasta que por fin Javier dijo:

—Bien, gracias por la información. ¿Es posible hacer algo más?

—No, Mr. Sullivan. Me consta que los doctores están haciendo un excelente trabajo.

—De acuerdo —suspiró Javier—. Por favor, manténgame al corriente si hay novedades.

—Cuente con ello.

Algunas horas después la situación estaba estabilizada. Marion dormía, sedada, y el chiquillo, un varón, parecía que estaba en buen estado. Javier también durmió, por fin, pensado que el día que había pasado pendiente del teléfono y dando vueltas por el pequeño apartamento como león enjaulado no se lo deseaba ni a su peor enemigo.

Durante los días siguientes Marion fue recuperándose paulatinamente, hasta que al cabo de doce días salió del hospital con su hijo en brazos. Con el hijo de Javier en brazos. Y Javier lo vio todo en fotografías, sólo en fotografías. Pero estaba contento. Ambos estaban bien, por lo que él prosiguió la rutina que había abandonado esos días, su aburrida rutina de ganar dinero y más dinero, aunque periódicamente recibía los informes que le indicaban que los dos estaban bien y hacían una vida normal.

En julio, con una semana de diferencia, adquirió los apartamentos de Milán, en Via Torino, y el de Nueva York, en Madison Avenue. Fueron caros, pero los necesitaba. Aunque ya tenía su apartamento definitivo en Nueva York, prefirió seguir usando de momento el antiguo apartamento alquilado para recibir allí los informes del detective. A lo largo de lo que quedaba de 1984 y 1985 adquirió el resto de apartamentos que necesitaba para configurar su red de «puertas estelares». En París, en el Boulevard des Capucines. En Londres, en Tudor Street. En Madrid, en la calle Claudio Coello. En cuanto tuvo disponible este luminoso apartamento del madrileño Barrio de Salamanca, canceló el alquiler de su otro pisito. En Francfort, en la Bethmannstrasse. Y el último, a fines de 1986, en Barcelona, en el Paseo de Gracia. Ni que decir tiene que todos ellos los conocía ya. En todos los casos dio la misma orden. Los apartamentos debían permanecer vacíos, sin ninguna actividad y con los mismos muebles que tuvieran en el momento de la adquisición. Una empresa de limpieza debería ir una vez cada dos semanas a limpiar el polvo y revisar que todo estuviera bien, siempre los primeros y terceros lunes de mes, por la mañana, aunque fuera fiesta. Pagaría lo necesario para ello y quería que sus órdenes se cumpliesen escrupulosamente. No hubo ningún problema en ninguna ciudad. El dinero siempre ayuda.

También prosiguió su baile de adquisiciones, creación y cambio de fondos y sociedades de inversión, de sociedades

offshore y lo que hiciera falta. Su patrimonio no era tan grande como para llamar la atención en ninguna de las partes individuales, pero todo sumado ya comenzaba a ser una cifra muy importante. Y de vez en cuando se retiraba unos días a su querido y tranquilo Logroño, donde encontraba en su excelente comida y bebida el descanso del guerrero. No había vuelto a salir con ninguna mujer. Ni siquiera lo había intentado. Estaba vacunado, al menos de momento.

Todo fue bien hasta mayo de 1986, cuando recibió un aviso de la agencia de detectives indicándole que la señorita Pollock estaba enferma, ingresada en el mismo hospital donde había dado a luz. Parece que tenía una neumonía que no se curaba, estaba muy desmejorada y los médicos no sabían aún qué le ocurría. En cuanto al niño, Kevin, estaba al cuidado de un matrimonio vecino que se habían hecho muy buenos amigos de Miss Pollock y estaba bien atendido.

Javier se puso en contacto inmediatamente con el detective para que siguiera de cerca los acontecimientos y le llamara por teléfono cuando tuviera novedades. Maldijo a los operadores telefónicos por no haber inventado aún la telefonía móvil. Ya quedaba poco, pero todavía no había.

Al día siguiente el detective le llamó para decirle que los médicos decían de Miss Pollock que tenía una enfermedad rara, una nueva, algo así como ¿SIDA?… Javier casi da con sus huesos en el suelo. ¡SIDA! ¡En 1986! Pero si aún no se había descubierto, si esos años aún no había SIDA, ¿no? El detective le dijo que los médicos no tenían claro qué hacer y que estaban asombrados, porque esa enfermedad se había detectado hasta ahora casi siempre en homosexuales activos y no en heterosexuales y personas normales… Javier colgó después de decirle al detective que le llamara en un par de horas para darle las novedades, si las había, pero que llamara en cualquier caso. Acto seguido se teletransportó sin dilación a su Logroño de 2017, donde abrió el ordenador y se enteró en tan solo unos minutos de que el SIDA efectivamente estaba ya descrito y el VIH aislado en 1986, pero en la época aun no se conocían bien los medios de transmisión. Como los primeros casos se dieron en comunidades gays, se sospechó que por alguna causa extraña afectaba sólo a homosexuales, pero había ciertos casos que no eran explicables… ¡No se sabía aún que se podía contagiar con una transfusión de sangre extraída a un infectado! Y en las transfusiones que le hicieron durante el parto habían introducido en sus venas, además de la sangre vital que le salvó la vida, unos virus muy malos para los que en 1986 no había remedio alguno. Los antirretrovirales no estaban inventados, ni casi en investigación. Un enfermo de SIDA en 1986 estaba prácticamente condenado a morir.

Marion iba a morir. Sin remedio.

Javier lloró. De rabia, de impotencia, de pena. Lloró a mares, durante mucho tiempo. Marion iba a morir. Y él tenía la culpa.

No, un momento. Por ahí no iba a pasar. ¡Él no tenía la culpa! La tenía el hijo de mala madre, posiblemente un homosexual drogadicto, que había vendido su sangre infectada por un puñado de dólares. La tenía la mala suerte, el que no hubieran pasado unos pocos años… El destino, el maldito destino le estaba arrebatando todo lo que quería. Sus padres, Inma, su trabajo, ahora Marion…

Cuando pudo secar sus lágrimas volvió el Javier práctico de siempre, que comenzó a pensar en qué hacer para aliviar en lo posible la situación de su amante y su hijo. En cuanto a Marion, pronto se dio cuenta de que no había gran cosa que hacer. Su enfermedad estaba muy avanzada ya, y aunque se llevase los últimos y más eficaces antirretrovirales de 2017 al pasado, no harían efecto. Por no hablar de lo que tendría que explicar a los doctores para que los utilizaran con ella. Y en cualquier caso nunca se los aplicarían, al no conocer nada de su existencia por las vías oficiales. Siendo realista, Marion estaba condenada.

Había que centrarse en el niño. ¿Qué hacer con un niño de dos años, cuya madre soltera iba a fallecer y que no tenía abuelos ni, que Javier supiera, ninguna otra familia? Aquí sí debía actuar Javier. Una cosa era no involucrarse y otra bien distinta dejar al niño al albur de los servicios sociales o vaya usted a saber de quién. El fideicomiso aseguraba que habría recursos para su crianza y educación, pero ¿quién sería el tutor o los tutores? Descartado él mismo, pues con su vida azarosa no podía hacerse cargo de él, ¿qué alternativas quedaban?

Debía volver ya a Nueva York. Aquí en Logroño no podía hacer nada más, por mucha internet atómica que tuviera a su disposición y muy avanzados que fueran los medicamentos contra el SIDA. Llegó al Nueva York de 1986 de nuevo una hora después de salir, aunque había estado casi seis en Logroño.

Cuando el teléfono sonó, preguntó al detective si había más noticias. No demasiadas, habían pasado sólo dos horas… Entonces le pidió que le pasara la dirección de la pareja que atendía al pequeño Kevin, los vecinos de Marion. Una vez la tuvo, fue allá inmediatamente.

Le abrió la puerta una señora de unos cuarenta o cuarenta y cinco años, con todo el aspecto de una entrañable ama de casa americana de los años 80. Javier se presentó como Walther Sullivan. La señora, cuando supo que se interesaba por el pequeño Kevin, se puso algo nerviosa. Javier-Walther le explicó que nada tenía que temer, que él era un abogado de un prestigioso bufete que, sabiendo que la madre de Kevin estaba enferma y dado que ellos eran administradores del fideicomiso a nombre de la madre y el niño… La señora, que se presentó como Rebeca Boyle, no cambió su recelo hacia él. Buena señal. Protegía al niño como una leona a sus cachorros. Javier hizo un alarde de labia para explicarle que la señorita Pollock estaría probablemente bastante tiempo en el hospital, que incluso, por desgracia, no se descartaba un fatal desenlace, y que su bufete estaba contractualmente obligado a velar por la seguridad y el bienestar del chiquillo…

Mrs. Boyle se relajó ostensiblemente, asegurándole que para ellos Kevin era como un hijo… no, un hijo, el hijo que Dios no les había concedido a ella y su marido. Le adoraban y él les adoraba a ellos… Javier llevó la conversación hasta el punto donde quería cuando preguntó a Mrs. Boyle si ellos estarían dispuestos a adoptar a Kevin Pollock en caso de que hubiera, el Señor no lo permitiera, un fatal desenlace. La respuesta de la señora Boyle fue fulminante:

—¡Puede usted asegurar que sí! Con todo nuestro corazón… Dios no quiera que llegue ese momento.

Javier terminó ahí su visita. Dio las gracias a la señora Boyle por haberle atendido y le comunicó que él estaba seguro de que Kevin estaba en buenas manos, pero que si la enfermedad de Miss Pollock empeoraba, compréndalo, debería visitarles nuevamente a los tres, para asegurarse de que efectivamente ellos eran la pareja adecuada para cuidar de Kevin.

—Cuando quiera, señor Sullivan. Cuando quiera… y Dios quiera que no sea nunca.

—Sí. Dios lo quiera, Mrs. Boyle.

Y se marchó bastante más tranquilo. La señora Boyle le había caído genial, y esperaba que su marido lo hiciera también. Por desgracia, no tardaría mucho en visitarlos, lo quisiera Dios o no.

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