Beautiful

Beautiful


5. Pippa

Página 7 de 28

5

Pippa

—Me recuerda a un chico con el que fui a la uni —murmuré, mirando a Jensen, al otro lado de la sala, mientras lamía con gesto ausente una gota de vino del borde de mi copa—. Danny. Daniel Charles Ashworth. Su nombre parecía artificial, una puta broma. —Sacudí la cabeza—. También era guapo de narices. Listo y amable, divertido y encantador… y nunca salía con nadie.

Ruby siguió la trayectoria de mi mirada.

—¿Ese Danny era tímido o algo así? —Ambas contemplamos durante unos instantes a Jensen, Niall y Will, que charlaban amistosamente con el propietario de las bodegas—. Jensen no es nada tímido.

Tras perder la cuenta de las catas que llevaba, había pedido una copa entera del delicioso petite sirah. Ruby iba por la mitad de su generosa copa de viognier, y ambas nos manteníamos sentadas con bastante dificultad en sendos taburetes situados junto a la barra mientras los hombres discutían qué (y cuántas) botellas querían comprar para llevárselas a casa.

—Tímido no —le dije, parpadeando y centrando mi atención de nuevo en mi amiga—. Simplemente, era muy selectivo. —Sacudí la cabeza para despejarme y cogí una almendra del plato—. Una noche se emborrachó con tequila y me contó que no le gustaba acostarse con muchas mujeres. ¡Que no le gustaba! —repetí—. Me dijo que le encantaba el sexo, por supuesto, pero que era algo demasiado íntimo para hacerlo con una extraña.

Ruby se metió una almendra en la boca y me miró inexpresiva.

—Ah.

—¿No te parece bonito? —pregunté, pensando en la visión de las vigorosas nalgas de Mark y en que no conocía ni conocería nunca el nombre de la mujer que se hallaba debajo de él. En cómo me sentí cuando puso fin a nuestra relación con tanta facilidad, sin ningún temor a echarla de menos—. ¿No te parece bonito que signifique tanto que, incluso a los diecinueve años, no quieras hacerlo con cualquiera? Ya no queda nadie así.

—Cierto.

—Bueno —rectifiqué, alzando la barbilla en dirección a Niall—, aparte de él, claro.

Ruby se echó a reír.

—No creas. Simplemente estaba casado a esa edad. Siempre digo que, si Niall nunca hubiese conocido a Portia, alguna mujer liberada lo habría encontrado antes y lo habría convertido en el putón más cautivador del mundo entero.

—¡Qué imagen mental tan bonita! —exclamé—. ¡Un Niall Stella sexualmente insaciable de diecinueve años!

Ella asintió con la cabeza.

—¿A que sí?

—¡Os estáis comiendo a los tíos con los ojos! —dijo Hanna, dejándose caer en el taburete de al lado—. ¡Me lo he perdido!

—¡Qué va, llegas a tiempo! —le dije, apoyándome la barbilla en la mano—. Señor, tenemos justo ahí un precioso muro de hombres.

Como si pudieran percibir el peso de nuestra atención, los tres hombres se volvieron al unísono y nos pillaron mirándolos hambrientas, con las mandíbulas apoyadas en las palmas.

Aquello fue fantástico para todo el mundo, salvo para Jensen y para mí. Ambos volvimos inmediatamente nuestra atención hacia otro lado mientras los tres se abrían paso entre la gente para llegar hasta nosotras.

—¡Estás muy guapo! —masculló Hanna cuando Will se le acercó tímidamente.

—¡Hola! —exclamó Ruby con una sonrisa cuando Niall la abrazó desde atrás.

Jensen me saludó con la mano, fingiéndose vergonzoso.

—¿Has probado los pepinos de la casa?

—¿Los…? No —tartamudeé, siguiéndole el juego—. Todavía… no.

—Son muy buenos.

—¿En serio? —pregunté entre risas mientras las otras dos parejas se besaban junto a nosotros, obligándonos a acercarnos más.

Él vaciló y asintió con la cabeza.

—Son un poco fuertes, pero a lo mejor te gustan.

Me apresuré a responder:

—Sí, me gustan fuertes.

—Pues están muy buenos —añadió, aguantándose la risa y dando un paso a la derecha mientras Will acorralaba contra la barra a Hanna con un beso apasionado.

—Tendré que probarlos.

Jensen me miró con ojos traviesos. Sacudió la cabeza, sosteniéndome la mirada.

Estaba bien admitir la hipótesis claramente y sin palabras. La posibilidad de acabar formando una pareja flotaba densa en el aire. Y aunque yo estaba dispuesta a vivir un rollo de vacaciones y él no parecía nada reacio, disimulaba sus sentimientos más profundos con una mezcla desconcertante de humor y formalidad. Quería, como mínimo, que fuésemos cómplices.

Amigos de viaje.

Colegas.

Niall, cómo no, pareció captar nuestras bromas y se liberó del abrazo achispado de Ruby.

—¿Nos cambiamos para cenar? Estoy deseando darme una ducha.

Me alegró comprobar que las tres mujeres de ese viaje éramos casi tan eficientes como los hombres en la rutina de ducharnos y cambiarnos.

Ruby y Hanna estaban en el pasillo, con el pelo húmedo y el maquillaje reducido al mínimo, cuando salí de mi propia habitación en un estado similar.

—¡Vivan las mujeres de bajo mantenimiento! —exclamó Hanna, levantando la mano y entrechocándola con la mía.

Niall y Will se hallaban a pocos pasos, conversando en voz baja.

—¿Estamos esperando a Jens? —preguntó Ruby.

Hanna asintió con la cabeza.

—Debe de estar planchando. A nadie le gusta tanto planchar como a mi hermano. Si pensara que nadie se iba a enterar, se plancharía hasta los calcetines.

—Esa es una gran cualidad —dije, y bajé la vista para contemplar mi propia indumentaria: botas altas, medias rojas, mi falda favorita, de vuelo y a rayas blancas y negras, un poco arrugada de estar en la maleta, y una camiseta de tirantes blanca bajo una chaqueta de punto ajustada de color celeste con un loro bordado sobre el pecho—. Parezco una caja de rotuladores que se haya reventado en el pasillo.

—Me encanta cómo combinas la ropa —dijo Ruby—. Eres tan valiente…

—Gracias… supongo —murmuré, alisándome la chaqueta. Francamente, me gustaban aquellos colores.

Jensen salió al pasillo y pareció sobresaltarse un poco al encontrarse con las tres mujeres prácticamente apiñadas delante de su puerta.

—Perdón —dijo, mirándonos un tanto confuso—. Yo… no sabía que me estuvierais esperando.

—No pasa nada, princesa —contestó Hanna, y le plantó un ruidoso beso en la mejilla.

—Tenía que planchar —dijo él en voz baja, y Hanna me lanzó una sonrisa de victoria.

Ruby cogió el brazo de Niall. Hanna hizo lo propio con el de Will. Y Jensen se volvió hacia mí con una sonrisa desenvuelta que contradecía la tensión presente en sus ojos y dijo:

—Estás preciosa.

De pronto me sentí incómoda. Sabía que el elemento de conspiración de ese viaje estaba escrito en letras invisibles justo encima de nuestras cabezas y nos seguía allá donde íbamos, pero esperaba que ambos fuésemos capaces de ignorarlo. Yo podía disfrutar de Jensen con seguridad, a sabiendas de que él se mostraría prudente en todos los aspectos en los que yo podía resultar impulsiva; él podía disfrutar de su merecido descanso. Y, juntos, podíamos fingir que aquellas letras no existían.

Sin embargo, en realidad, sus atenciones solo resultarían verdaderamente halagadoras si eran sinceras.

Una vez que llegamos al restaurante-enoteca y le pedimos una mesa a la recepcionista, me llevé a Hanna aparte con disimulo.

—No quiero…

Me callé. Había empezado a hablar antes de decidir con exactitud qué quería decir.

Ella sonrió y dio un pasito hacia mí.

—¿Estás bien?

—Sí —respondí, asintiendo con la cabeza—. Es que… —Eché una breve ojeada a Jensen y volví a mirarla—. No quiero que él se sienta… excesivamente presionado.

Hanna parpadeó y se rascó la nariz mientras se esforzaba por entender a qué me refería.

—¿Contigo?

—Sí.

Su confusión se convirtió en regocijo.

—¿Te preocupa que mi hermano se sienta presionado a enrollarse con una tía despampanante en vacaciones?

—Pues… sí —dije, halagada por la descripción. «Tía despampanante». Vaya.

Ella soltó un bufido.

—¡Qué vida más dura, Jensen! ¡Deja que te haga unos mimitos!

Me eché a reír. Cada vez que aquella chica hablaba, me enamoraba un poco más de ella. Entendía la fascinación de Ruby.

—Eres un encanto, pero ya sabes a qué me refiero. Puede que la atracción no sea mutua…

—¿Así que tú…?

—… Y, si no lo es —continué por encima de su voz—, no pasa nada. Estoy aquí para echar unas risas. Estoy aquí para despejarme. —Miré la pared, cubierta por centenares de botellas de vino, y noté que mis cejas se levantaban como si estuviesen allí para desafiarme personalmente—. Estoy aquí para ponerme ciega, la verdad.

—Deja que te cuente una cosita sobre mi hermano —dijo Hanna, inclinándose hacia mí—. Era un seductor legendario… en serio —añadió, probablemente porque vio mi expresión de sorpresa—. Y luego se casó con una cabrona que le rompió el corazón. En realidad, nos rompió el corazón a todos.

Fruncí el ceño. Aquella relación de nueve años debía de haber afectado no solo a Jensen, sino también a su familia.

—Ahora es un adicto al trabajo que no recuerda lo que es comportarse de forma espontánea y divertirse solo por divertirse —continuó—. Estas vacaciones son buenas para él. —Sus cejas se contrajeron cuando añadió—: Y podrían ser fantásticas.

La observé mientras volvía con Will, que le pasó el brazo por la cintura con un gesto inconsciente. Los contemplé a los cinco, que aguardaban muy juntos a que anunciaran nuestra mesa.

Como cabía esperar, me tocó sentarme junto a Jensen en la gran mesa hexagonal situada en el centro de la sala. El restaurante era precioso; del techo salía una estatua similar a un tronco de árbol invertido, con las ramas y las hojas formadas por miles de lucecitas. Los camareros, con camisas de un blanco impoluto y delantales negros bien atados a la cintura, llenaron nuestras copas de un agua con minúsculas burbujas.

El mareo de la tarde había desaparecido, y accedí a compartir con Jensen una botella del pinot noir de la casa.

Por qué puñetas no iba a hacerlo.

Me di cuenta de que trataba de relajarse. En cualquier caso, a una parte de mí le encantaba comprobar que no le resultaba fácil. Siempre tenía la sensación de estar demasiado relajada en comparación con quienes me rodeaban; alguien tenía que ser la roca firme. Yo podía intentar ser esa roca, pero, como era de esperar, ese plan se fue al traste incluso antes de empezar cuando Jensen, siempre un caballero, se puso a servirme copas más llenas que las suyas, y también con mayor frecuencia.

—¿Olvidas mi tendencia a decir tonterías cuando estoy borracha? —le pregunté, mirando cómo apuraba la botella en mi copa.

Los entremeses se extendían sobre la mesa: endibias con jamón, mozzarella fresca y reducción de vinagre balsámico; pequeñas albóndigas con romero y maíz; un cuenco de pimientos shishito bien fritos; y, mi favorito, un ceviche de gambas y calamares que me arrancó lágrimas de los ojos con su acidez perfecta.

—Al contrario de lo que dije —me contestó, depositando la botella vacía sobre la mesa—, creo que me gusta oírte hablar. Has dejado de ser la loca del avión. —Alzó su copa y la entrechocó suavemente con la mía—. Eres Pippa.

Vaya. Eso era muy bonito.

—Creo que esta noche quiero que seas tú el que hable —dije ruborizada, acercándome un poco más.

La mirada de Jensen descendió hasta mi boca; enseguida recuperó la compostura y enderezó la espalda.

—Por desgracia —dijo—, soy la persona menos interesante de esta mesa.

Observé a nuestros amigos. Ruby y Niall tenían las cabezas juntas, Hanna se había levantado para ir al aseo, y Will, al otro lado de la mesa, leía la carta de whiskies. Dadas las dimensiones del restaurante, habría tenido que gritar para que me oyera.

—Bueno —concedí—, puede que eso sea cierto, porque no te he oído decir nada que me permita dudarlo, pero, como eres mi única opción en este momento, quiero oírte hablar.

Miró su copa parpadeando, inspiró hondo y luego me miró.

—Dame un tema.

El poder se me subió a la cabeza. Me apoyé en el respaldo de la silla y empecé a reflexionar mientras daba sorbitos de vino.

—No te pongas tan maquiavélica —dijo entre risas—. ¿De qué quieres oírme hablar?

—Desde luego, no quiero oírte hablar de trabajo —dije.

Él se mostró de acuerdo con una sonrisa:

—No.

—Y lo de la exmujer parece un tema muy vulgar.

Él asintió con la cabeza, soltando una carcajada.

—El más vulgar de todos.

—Podría preguntarte por qué llevabas dos años sin hacer unas vacaciones como Dios manda, pero…

—Pero eso sería hablar de trabajo —me interrumpió.

—Exacto. Podría preguntarte por ese equipo de softball del que tanto habla Hanna —dije, y Jensen puso los ojos en blanco, exasperado—, o por tu capacidad de correr varios kilómetros cada mañana sin que nadie te pague y sin que te persiga un monstruo… —Me mordí el labio inferior—. Pero en realidad creo que los dos sabemos que me caes muy bien y que me resultas más que un poco atractivo, y sé que no hay amante en Londres ni esposa en Boston, así que quiero saber si tienes novia.

—¿Crees que me habría ido de viaje con mi hermana y su marido, con Ruby y Niall y… contigo… si tuviese novia?

Me encogí de hombros.

—En muchos aspectos, eres un misterio para mí.

Su sonrisa era una minúscula inclinación de su boca.

—No, no tengo novia.

Di una palmada en la mesa y se sobresaltó.

—Señor, ¿por qué no? —exclamé—. Una virilidad como la tuya no debería desperdiciarse.

Jensen se echó a reír.

—¿«Virilidad»?

—Exacto.

Se ruborizó.

—Supongo que soy selectivo.

—Ya lo he deducido —murmuré secamente.

Se removió un poco en su asiento.

—Me gusta llevar el control.

Me incliné hacia él.

—Vaya, eso sí que suena interesante.

Su sonrisa me indicó que sabía que iba a decepcionarme con lo que diría a continuación. Luego añadió:

—Me refiero a que creo que disfruto de ese aspecto de mi trabajo. Cada relación que he tenido desde lo de Becky se parece un poco al caos.

—Eso pasa a veces —reconocí.

Cuando lo dije, me di cuenta de que sabía exactamente de qué hablaba. Estando con Mark, nunca había tenido la sensación de poder predecir lo que haría a continuación, de poder tomar el pulso del amor que sentía por mí. La nuestra era una relación en constante despliegue cuyo futuro era una incógnita. Por primera vez desde la ruptura entendí por qué había estado sintiendo aquella ansiedad en mi interior. Y por qué había desaparecido por completo.

Y es que, por más que quisiera que el amor fuese una aventura, no cabía duda de que la estabilidad tenía sus ventajas.

—Aunque, sí —continué—, estoy de acuerdo en que no debería pasar.

—Salir con chicas después de pasar una década con alguien fue desconcertante —dijo—. Es un idioma nuevo que no acabo de dominar todavía.

—Seguro que Niall puede darte clases —dije.

Él asintió con la cabeza.

—Max y yo hablamos de eso una vez. Por suerte, a Niall le va bien ahora. Lo raro —continuó, y entonces me dedicó una sonrisa tímida—, y perdóname por entrar en el vulgar territorio de la exmujer, es que las cosas con Becky siempre parecieron predecibles hasta que se marchó de buenas a primeras. Pensaba que éramos felices. Yo era feliz. Imagínate lo estúpido que me sentí por no haberme dado cuenta siquiera de que ella no lo era.

En un deprimente arrebato de lucidez comprendí lo que me estaba diciendo: desde su punto de vista, las relaciones eran «malo si lo haces, y malo si no lo haces». Aunque su primer amor parecía feliz, en realidad no lo era. Y lo que había venido después parecía ocurrir en un idioma que no hablaba.

Abrí la boca para contestar, para tranquilizarlo diciéndole que la vida es así de complicada, pero que por cada mujer como Becky hay por lo menos otra que se conoce a sí misma lo suficiente para ser sincera. Sin embargo, mis palabras fueron interrumpidas por un penetrante aullido.

El sonido era tan distinto de cualquier versión de una alarma de incendios que hubiese oído en mi vida que una parte rara y antigua de mi cerebro chilló «BUSCA REFUGIO ANTIAÉREO INMEDIATAMENTE» antes de que Jensen me cogiera de la mano, tirase de mí y abandonara conmigo el restaurante por la salida de emergencia.

Lo hizo con tanta calma y seguridad que se me ocurrió que quizá hubiera estudiado el plan de salida antes de que nos sentáramos. No solo se levantó y reaccionó como si estuviese esperando a que saltase la alarma de incendios, sino que además sabía exactamente adónde ir. Me entraron ganas de ponerle un martini en la mano y vivir una fantasía a lo James Bond por una sola noche.

La alarma de incendios dominó los sonidos de sorpresa e inquietud, y finalmente la información, facilitada a gritos por los camareros mientras guiaban a la gente hacia el exterior, de que se trataba de un pequeño incendio en la cocina y de que todo iba bien, por favor, mantengan la tranquilidad.

Resultó que la salida de emergencia daba a la parte trasera del restaurante, en la cima de una colina desde la que se divisaban los viñedos. Mucho después del ocaso, las viñas parecían un oscuro laberinto de madera y follaje. Jensen soltó mi mano, se apresuró a meterse la suya en el bolsillo y se puso a contemplar las vistas. Al otro extremo de la hilera situada ante nosotros había una pequeña estructura que parecía ser un cobertizo construido en el centro del viñedo.

—¿Qué crees que es aquello de allí? —le pregunté, señalando.

Will y Hanna dejaron atrás a varios señores mayores un tanto histéricos y se situaron a nuestro lado para observar la construcción.

—Creo que ahí es donde se sientan a almorzar —conjeturó Hanna—. Yo lo haría. Las vistas son preciosas.

Nos adelantamos un poco para dejar espacio a la gente que seguía saliendo del local.

Will sacudió la cabeza.

—Pues yo digo que es el cobertizo de los polvos.

—Creo que lo más probable es que guarden ahí las herramientas de vendimia más pequeñas —dijo Niall con toda lógica, y todos lo fulminamos con la mirada mientras Will roncaba bajito.

Detrás de nosotros, los camareros y el resto del personal corrían de un lado a otro para tranquilizar a los clientes, diciendo que todo se arreglaría y que la situación no interrumpiría nuestra cena de modo indefinido.

Sin embargo, de momento estábamos desterrados allí fuera.

—Quiero ir a verlo —dije.

—Pues hazlo —me instó Will.

—Pippa… —empezó Jensen, pero me volví hacia él con una gran sonrisa.

—¡Te echo una carrera! —dije, abandonando el patio de cemento y echando a correr por la tierra blanda.

Se hizo a mi espalda un silencio asombrado. El viento, fresco y cortante sobre mis mejillas, me producía una sensación increíble, y por primera vez («gracias, pinot noir») fingí frívolamente que participaba de verdad en una carrera, subiendo y bajando los brazos, sintiendo que la tierra cedía bajo mis suelas y quedaba atrás.

Oí unas firmes pisadas a mi espalda y de pronto apareció Jensen, que aflojó el paso para no adelantarme y me miró con perplejidad antes de dejarse arrastrar por su faceta competitiva. Corrió a toda velocidad hasta llegar al cobertizo y, una vez allí, se volvió a esperarme. Alcancé la meta con la respiración entrecortada y me puse a su lado.

Tan inmóvil como el propio cobertizo, me miró sin decir nada mientras yo recuperaba el aliento.

—¿Cómo te ha dado por ahí? —preguntó por fin, mientras una sonrisita vagaba por sus labios—. Pensaba que no corrías.

Me reí y volví la cara hacia el cielo. El aire era fresco y un poco húmedo; el cielo tenía el tono añil de mi vestido favorito.

—No tengo ni la más mínima idea. Es que nos estábamos poniendo tan serios allí dentro… —Me apoyé las manos en las caderas—. Me gustaba, no creas, pero… Me parece que estoy un poco achispada.

—Pippa, yo no…

Jensen se calló cuando me di la vuelta y me acerqué a una pequeña ventana del cobertizo para atisbar el interior. Como Niall había predicho, estaba lleno de útiles de jardinería, cubos, lonas y mangueras enrolladas.

—¡Vaya! No es muy interesante que digamos —dije, volviéndome de nuevo hacia él—. ¡Qué pena, Niall tenía razón!

Jensen respiró hondo y me miró fijamente con una expresión que no supe interpretar.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

Él se rio sin ganas.

—No puedes… —Se detuvo y se pasó una mano por el pelo—. No puedes echar a correr por un viñedo a oscuras.

—Entonces ¿por qué me has seguido?

Parpadeó sorprendido.

—Es que… —De pronto pareció encontrar algo ridículo en su respuesta, pero me la dio de todos modos—: No podía dejar que echaras a correr por un viñedo a oscuras tú sola.

Sus palabras me hicieron reír.

—¡Jensen! No me he alejado del restaurante ni la distancia de una manzana.

Ambos dirigimos la mirada hacia el grupo de clientes del restaurante, que seguían hablando en el patio inclinado, esperando a que les permitieran volver a entrar y del todo indiferentes a lo que hacíamos nosotros.

Me volví y contemplé su perfil a la escasa luz de la lejana enoteca. Me pregunté si se estaría acordando de nuestra conversación en la mesa acerca del difícil problema de no confiar en uno mismo y no entender a los demás.

—Siento lo de Becky —le dije; Jensen se sobresaltó levemente y me miró—. Estoy segura de que mucha gente debió de decirte lo mismo al principio, en los peores momentos. Pero apuesto a que casi nadie lo menciona ya.

Se volvió hacia mí por completo, pero se limitó a responder:

—No…

—Recuerdo cuando murió mi abuela. —Me puse a contemplar las hileras e hileras de vides—. Fue hace años; era relativamente joven. Yo tenía once años, y ella tenía… veamos… ahora tendría casi ochenta.

—Lo siento —dijo Jensen en voz baja.

Le sonreí.

—Gracias. La cuestión es que al principio todo el mundo nos apoyó, claro. Sin embargo, con el paso del tiempo su muerte se fue haciendo más difícil de soportar, sobre todo para Lele, y en especial cuando llegaban momentos grandes y pequeños que la abuela se estaba perdiendo. En realidad, su ausencia no se nos hizo más llevadera; simplemente, nuestra tristeza se volvió más discreta. Ya no hablábamos de ella, pero sé que a Lele le pesaba cada pequeño desengaño y cada pequeña victoria que no podía compartir con su madre. —Lo miré de nuevo—. En fin, han pasado seis años desde lo de Becky, ¿no?

—Sí. Seis —confirmó.

—Han pasado seis años, y siento que ya no esté en tu vida.

Jensen asintió con la cabeza y abrió la boca, pero contuvo las palabras que iba a pronunciar. Era evidente que no le gustaba hablar de sus relaciones. En absoluto.

—Gracias —dijo en voz baja.

Sin embargo, supe que no era eso lo que tenía en la punta de la lengua.

—Dilo —lo animé, abriendo los brazos. Despacio, giré en redondo con los brazos estirados—. Descárgalo sobre mí, sobre las uvas, las viñas y las pequeñas herramientas de jardinería que hay en el cobertizo.

Jensen se echó a reír y lanzó una ojeada a nuestros amigos, que hablaban contemplándonos allí, en el centro del viñedo.

—Pippa, eres…

Se calló bruscamente. Un suave siseo se oyó a nuestra derecha, y luego a nuestra izquierda.

Di un bote hacia atrás.

—¿Qué es eso?

Lanzó un gemido y me agarró del brazo.

—¡Joder! ¡Vámonos!

Echamos a correr, pero en unos instantes el fuerte chorro de los aspersores nos inundó por todos lados. El agua caía sobre nosotros desde las delicadas tuberías colgadas del emparrado, desde los lados y desde el suelo, donde unos cabezales rociadores giraban rápidamente junto a nuestros pies.

Dimos varios pasos más entre el barro, intentando regresar, pero resbalé y a punto estuve de caer de espaldas; Jensen me sujetó justo a tiempo.

De nada servía correr. Estábamos empapados.

—¡Olvídalo! —le grité por encima del ruido ensordecedor del sistema de riego. Era como si nos hubiera sorprendido un aguacero—. ¡Jensen! —dije, agarrándolo de la manga y obligándolo a mirarme.

Me miró con los ojos desorbitados. No se trataba solo de que nos hubiésemos tomado una botella de vino después de un día bebiendo pequeñas cantidades una y otra vez. No se trataba solo de que nuestra cena se hubiese visto interrumpida o de que estuviéramos empapados, en octubre, en un viñedo de unas pequeñas bodegas de Long Island.

El feroz destello de sus ojos me hizo pensar que algo se había desatado en su interior.

—Sé que no nos conocemos —vociferé, parpadeando con fuerza para eliminar el agua de mis ojos—, y sé que parece una locura, pero creo que te hace falta chillar.

Él se rio y farfulló bajo el chorro de los aspersores:

—¿Me hace falta chillar?

—¡Chilla!

Sacudió la cabeza, sin comprender.

—¡Dilo! —grité por encima del rugido—. Di lo que tienes en la cabeza en este instante, tanto si se trata del trabajo como de la vida, de Becky o de mí. ¡Así! —Aspiré una bocanada de aire gélido y las palabras salieron de mi interior como ráfagas—: ¡Quiero odiar a Mark, pero no puedo! ¡Lo que odio es haber caído con tanta facilidad en una relación que solo era una parada técnica para él y que pensé que podía durar toda la vida! ¡Era imposible desde el principio, y me siento como una estúpida por no haberlo visto antes!

Me miró fijamente durante unos momentos mientras el agua se deslizaba por su rostro.

—¡Odio mi trabajo! —chillé, con los puños apretados—. ¡Odio mi piso y mi vida cotidiana, y saber que puedo seguir así toda la vida y quizá no tenga el valor necesario para hacer nada al respecto! ¡Odio haber trabajado tanto y que aun así, cuando miro a mi alrededor y comparo mi vida con la de los demás, todos mis esfuerzos parezcan una minúscula gota dentro de un cubo enorme!

Miró hacia otro lado. Parpadeó y vi que tenía gruesas gotas de agua pegadas a las pestañas.

—No hagas que me sienta ridícula —dije, apoyándole la mano en el pecho.

Justo cuando pensé que iba a darse la vuelta y volver al restaurante, echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y chilló por encima del rugido de los aspersores:

—¡A estas alturas podríamos tener hijos!

Oh, Dios mío.

Asentí con la cabeza, animándolo. Volvió a mirarme como si buscara una confirmación, y sus rasgos cambiaron cuando dejó entrar las emociones: su expresión se hizo más tensa; sus ojos, más angulosos; su boca, una dura línea.

—¡Ya irían al colegio! —dijo, secándose la cara con la mano momentáneamente—. ¡Jugarían al fútbol y montarían en bicicleta!

—Lo sé —dije, deslizando mi mano por su brazo y entrelazando mis dedos chorreantes con los suyos.

—A veces me da la sensación de que no tengo nada —dijo con voz entrecortada—, nada, salvo mi trabajo y mis amigos.

«Eso sigue siendo mucho», pensé, aunque no lo dije. Lo entendía perfectamente: aquella no era la vida que había imaginado para sí.

—Me da rabia que no fuera capaz de decirme antes que no era eso lo que quería.

Se secó la cara de nuevo con la mano libre y me pregunté por un instante si correría algo más que agua por sus mejillas. No podía verlo en la oscuridad.

—Me da rabia que me hiciera perder el tiempo —dijo, sacudiendo la cabeza y mirando hacia otro lado—. Y luego pienso… ¿para qué molestarme en conocer a alguien? ¿Es demasiado tarde? ¿Soy demasiado estirado, o poco interesante, o…?

—¿O llevo demasiado tiempo en dique seco?

Intentaba hacerle reír, pero mis palabras tuvieron el efecto contrario y soltó mi mano, suspirando con fuerza.

—Menuda pareja hacemos —dije. Volví a coger su mano con gesto decidido y esperé a que me mirara—. No es demasiado tarde. Ni aunque tuvieras ochenta años. Y solo tienes treinta y tres.

—Treinta y cuatro —me corrigió con un gruñido.

—Ten en cuenta que la mayoría de las mujeres sabemos lo que queremos y lo que sentimos —proseguí, ignorando aquello—. Le diste el primer bocado a una uva podrida. Hay muchas uvas buenas por ahí. —Agité un poco los hombros como si bailara, y él esbozó una leve sonrisa, echando un vistazo a las cepas nudosas de uva zinfandel que nos rodeaban—. No me refiero a mí misma, ni me refiero necesariamente a la próxima mujer que conozcas. Solo quiero decir que ella está ahí fuera. Sea quien sea.

Asintió y me miró a la cara. El agua le chorreaba por la frente y la nariz; le goteaba sobre los labios. Por un instante tuve la impresión de que iba a besarme. Sin embargo, se limitó a sacudir la cabeza y a observarme como si esperase alguna mágica orientación.

—Siento que la perdieras —dije, bajando la voz—. Y sé que ha pasado mucho tiempo, pero no me extraña que sigas supercabreado. Era un sueño que perdiste, y eso es espantoso desde cualquier punto de vista.

Asintió y me apretó la mano.

—Yo también siento lo de Mark.

Descarté la idea con una carcajada.

—Lo de Mark no era un sueño. Era un tío fantástico en la cama, y yo esperaba que se convirtiera en algo mejor. —Tras reflexionar unos momentos, añadí—: Puede que sí fuera un sueño, pero fue breve. Si he comprendido algo en este viaje hasta el momento, es que no me hacía falta marcharme tres semanas para olvidarlo. Pero me alegro de haberlo hecho de todos modos.

Vi que volvía a alzar las barreras, pero no me preocupó demasiado. Era su proceso, y yo ya lo conocía: ceder un poco, cerrar las puertas. Protegerse. Así que le facilité las cosas y solté su mano para que pudiéramos volver al patio, donde la gente estaba entrando de nuevo. Nos reiríamos de lo loca que había sido, qué estrafalaria es esta Pippa, y volveríamos a nuestras habitaciones para ponernos ropa seca y seguir cenando.

Ir a la siguiente página

Report Page