Beautiful

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17. Jensen

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Jensen

Había empezado a llover; caía una llovizna menuda que amenazaba con convertirse en nieve. Sin embargo, intentando mantener el optimismo, me había llevado la ropa de deporte y las zapatillas por si se despejaba el cielo y hallaba un hueco en mi apretada agenda para salir a correr.

Siempre lograba pensar con mayor claridad después de correr un rato y, tras varios días de sueño mediocre y cero concentración, la ocasión de disfrutar de claridad mental sonaba de puta madre.

¿Podía congestionarse el cerebro? Me planteé la posibilidad de preguntárselo a Hanna la próxima vez que nos viéramos, sabiendo que, o bien a) pondría los ojos en blanco y sugeriría que yo no era capaz de distinguir mi cerebro de mi culo, o bien b) se lanzaría a darme una respuesta científica innecesariamente detallada. Y aunque ninguna de esas opciones parecía demasiado útil en ese momento, ambas resultaban preferibles a la situación en la que nos encontrábamos: llevábamos más de dos semanas sin hablarnos.

En resumen, me las había arreglado para mosquear a todo el mundo.

El viernes por la mañana decidí ir en coche al trabajo para poder escuchar música, darle vueltas y más vueltas a la cabeza y disponer de cierto espacio para mí solo. Un fin de semana sin hablar con mi hermana no tenía importancia. Dos me parecían tremendos. No estaba seguro de poder aguantar un tercero, y tampoco estaba seguro de tener que hacerlo. No quería disculparme exactamente, pero tampoco quería echarle a ella la culpa de todo. Aquella situación era una auténtica putada.

El interior del coche estaba en silencio, salvo por el sonido de las gotas de lluvia contra el capó y el zumbido casi inaudible del motor. Y como la hora punta era una puta pesadilla, disponía de mucho tiempo sin distracciones para pensar en todo lo que me había dicho, en todo lo que le había dicho yo y en que, la verdad, ella tenía toda la razón y yo era un estúpido total.

¿Por qué, por qué, por qué se me ocurrió conducir?

Recordé que uno de los primeros días de nuestro viaje nos había pillado un embotellamiento de tráfico. Yo sonreía con el colocón de las vacaciones mientras Pippa inventaba una historia acerca de cada una de las personas que ocupaban los coches a nuestro alrededor. El hombre de nuestra derecha había estado tramando el atraco a un banco; era evidente. «¡Mirad las ojeras que tiene y sus hombros hundidos por la culpa!». Una madre agotada con varios niños en el asiento de atrás regresaba a casa después de asistir a una fiesta de cumpleaños, dijo Pippa, y la leve sonrisa que presenciamos se relacionaba con que acababa de acordarse de la botella de vino que había comprado la víspera.

Ahora una mujer que conducía el monovolumen negro de mi izquierda bailaba en su asiento y cantaba la canción que emitían por la radio. A mi derecha, un hombre más o menos de mi edad tenía los ojos en el retrovisor y las manos alzadas en el aire mientras gesticulaba alocadamente y hablaba con los niños del asiento de atrás. Seguro que sus vidas eran fascinantes… Pero a mí no se me daba tan bien como a Pippa inventar historias sobre ellas.

Aun así, parecía que su costumbre de soñar despierta se me había contagiado un poco, porque, cuando su imagen entró en mi mente, se quedó allí, apartando a un lado la preocupación por la pelea con mi hermana. Me sorprendí preguntándome por la vida de Pippa en Londres, igual que ella se había preguntado por la mía en Boston. ¿Cogía el metro para ir a trabajar? ¿Iba a pie? ¿Tenía coche?

Durante las vacaciones que pasaba en casa en los años de la universidad, solía robarle las llaves a mi padre para ir por ahí con el coche a altas horas de la noche, colarme en el campo de fútbol americano con Will y beber cerveza hasta que nos dormíamos. A la mañana siguiente, nos despertábamos cubiertos de rocío y hormigas, y debía volver a casa antes de que alguien se percatara de la desaparición del coche. Quizá la Pippa adolescente acostumbrase a birlar las llaves del coche de sus madres y llevar de paseo a sus amigas por las calles de Londres. Quizá lo utilizase para enrollarse con chicos en el asiento de atrás y cantar a voz en cuello con las ventanillas bajadas y el viento soplando dentro del coche.

Sonó un claxon a un lado y parpadeé, sobresaltado. Había pasado más tiempo del que esperaba pensando en lo que Pippa podría estar haciendo en un momento dado. Sobre todo, teniendo en cuenta que se suponía que la nuestra era una relación sin compromisos.

¿Verdad?

A pesar de haber salido temprano, cuando por fin llegué al bufete, llevaba media hora de retraso para asistir a una reunión de personal. Tenía la jornada completamente ocupada desde las ocho y media hasta las seis y media, con un almuerzo de trabajo en la sala de reuniones.

No tenía tiempo para hacer aquello (ya eran más de las nueve), pero no importaba; quería telefonear a Hanna.

Cerré la puerta de mi despacho y regresé a mi mesa. Cogí el teléfono y marqué el número de Hanna. Cuando saltó el buzón de voz, fruncí el ceño. Claro, joder. Estaba dando clase.

—Zig… Hanna, soy yo. Estoy en el bufete. Cuando puedas, llámame al móvil. Tengo un día muy liado, pero quizá podamos quedar para cenar o hacer algo este fin de semana. Te quiero.

Tras colgar, cogí el móvil y eché a andar por el pasillo hacia la sala de reuniones, revisando los correos por el camino. Vi una dirección desconocida, ox.ac.uk, y tardé unos instantes en comprender que el correo era de Ruby.

¡Hola, amigo!

¡Quería pasarte unas fotos de nuestro viaje! Espero que todo vaya bien y que podamos volver a vernos pronto.

Besos,

RUBY

Había adjuntado varias fotografías tomadas en distintas escalas de nuestras vacaciones. Vacilé un poco antes de abrirlas, preguntándome si me encontraba en las mejores condiciones mentales para dar un paseo por la calle del recuerdo.

Me arriesgué.

La primera se había hecho el día que llegamos a casa de Will y Ziggy y nos subimos sonrientes al monovolumen. Había instantáneas del grupo en las distintas catas y cenas, durante las excursiones, y también fotos robadas mientras nos reíamos de algo que había dicho alguno de los otros. Era interesante observar la evolución de mis interacciones con Pippa a través de las fotos. Habíamos empezado con mucha educación: espalda erguida, sonrisa amable, mucho espacio personal… Sin embargo, para cuando llegamos a Vermont, aquello había quedado muy atrás. Ya no se veía la distancia de seguridad propia de los extraños; en su lugar se hallaba la familiaridad de los amigos convertidos en amantes, de los brazos rodeando cuerpos y de los dedos entrelazados. Casi resultaba doloroso ver cómo la miraba yo, y cuando abrí una foto en la que Ruby nos había pillado saliendo del bosque, con los ojos brillantes y las mejillas encendidas, el pelo y la ropa de cualquier manera, cerré la aplicación de correo. Ya era bastante duro tener esos recuerdos; no quería revivirlos también en la pantalla.

Sobre la una recogí mis cosas y me dirigí hacia la gran sala de reuniones de la segunda planta. Mi estómago lanzó un gruñido al percibir el aroma de café que invadía el vestíbulo. Entonces caí en la cuenta de que no había comido nada desde el desayuno.

Me disponía a coger un plátano del bufet cuando noté una mano en el brazo. Era el asistente de mi jefe, John.

—Señor Bergstrom, el señor Avery quisiera hablar con usted un momento en su despacho antes de la reunión.

Enderecé la espalda. Me brindó una sonrisa cortés, se volvió y echó a andar en la dirección que yo debía seguir. Empezó a sudarme la nuca. Había muy pocos motivos buenos para que Malcolm Avery quisiera verme antes de la reunión, sobre todo cuando ambos teníamos que asistir a ella y todo el mundo estaba entrando ya en la sala.

—Jensen —dijo Malcolm, y cerró el expediente en el que estaba trabajando—. Pasa. Confiaba en poder charlar contigo unos minutos antes de incorporarnos a la reunión.

—Desde luego —dije, entrando en su despacho.

Indicó la puerta con un gesto de la cabeza.

—Cierra, si no te importa.

La incipiente transpiración nerviosa se convirtió en una auténtica marea de sudor.

Pasaron por mi mente un millón de cosas, todos y cada uno de los detalles que había podido gestionar mal en los últimos meses, y finalmente me decidí por el desastre de Londres. Mierda.

—Siéntate —dijo Malcolm, colocando bien unos papeles antes de volver a sentarse en su silla—. ¿Qué tal van las cosas?

—Bien —dije, y repasé mentalmente los casos en los que había trabajado, buscando las novedades que más le gustaría oír—. Lo del Grupo Walton debería cerrarse este mes; lo de Petersen Pharma, a finales de año.

—¿Y lo de Londres? —preguntó.

—Han surgido algunos escollos con el bufete de Londres —dije. Él asintió con la cabeza y yo tragué saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta—. Nada que no podamos manejar; simplemente, habrá más seguimiento de lo espe…

—Sé que has estado pendiente de eso —dijo—. Conozco la situación.

Malcolm juntó las manos sobre la mesa, delante de sí, y me observó durante unos momentos.

—Jensen, ya sabes cómo funcionan las cosas aquí. Hoy en día no basta trabajar bien; casi todo el mundo con un título de Derecho puede hacer eso. Lo que necesitamos son colaboradores y socios que ganen mucho dinero para la firma. Que inspiren confianza y generen clientes. Que los mantengan. ¿Sabes? Cuando yo empecé, hacía un cálculo aproximado de mi rentabilidad cada mes.

Abrí unos ojos como platos y sonrió.

—Es cierto. Calculaba las horas que les facturaba a los clientes y las comparaba con los gastos que le generaba a mi jefe, desde el sueldo que se le pagaba a mi secretaria hasta el coste de tener las luces encendidas en mi despacho. Como entonces no había ordenadores, lo apuntaba todo en un bloc de notas que llevaba en el bolsillo de la americana. Si invitaba a almorzar a un cliente, añadía el gasto. Si necesitaba una caja de clips, añadía el gasto. Controlaba todas esas cifras porque así sabía cuándo estaba siendo rentable y cuándo no. Cuando me sentaba con mi jefe, lo tenía todo anotado allí: mi responsabilidad y mis aportaciones a la empresa. Un día me miró y dijo: «Una persona tan obsesionada con el rendimiento tiene que estar en mi lado de la mesa». Poco después de eso, me convertí en socio.

Asentí con la cabeza. No sabía muy bien adónde quería ir a parar.

—Parece un sistema fantástico.

—Veo en ti el mismo empuje, la misma dedicación —dijo—. Uno no logra ser socio solo a base de horas extras, aunque me han asegurado que haces más de las que te tocan, ¿no es así?

Volví a asentir con la cabeza.

—Eso creo.

—Hace falta alguien capaz de llevar los casos importantes con profesionalidad y eficiencia. Hace falta alguien que dirija el proceso, que gestione con habilidad las interacciones a todos los niveles, que ofrezca la mejor imagen en nombre de la firma y atraiga nuevos clientes gracias al boca a boca. Claro que puede haber algún escollo aquí y allá, como ha pasado con el bufete de Londres, pero la gente que permanece en el negocio es la que reconoce esos escollos y se esfuerza por salvarlos. Tú desarrollas vínculos y gestionas la mayor parte de las fusiones, y además cuentas con el respeto de tu equipo. —Hizo una pausa y se inclinó hacia delante—. Seguro que, si te lo preguntase, resultaría que tú también tienes alguna clase de bloc de notas, ¿verdad?

Así era. Conservaba una hoja de cálculo para cada cliente que había tenido desde el día en que me contrataron como colaborador. En ella anotaba las tareas que hacía y las sumas que facturábamos.

—Es verdad —dije.

Se echó a reír y dio una palmada contra la mesa.

—¡Lo sabía! Por eso voy a recomendarte como socio en esa reunión a la que tenemos que incorporarnos… —Echó un vistazo al reloj— hace cinco minutos. Enhorabuena, Jensen.

Me dejé caer en el sofá y alcé la vista al techo. Si mi vida consistiera en una lista de tareas, cosa que, seamos lúcidos, venía a ser la realidad, el punto que ocupaba el primer puesto tendría a su lado una marca de color rojo vivo. Tras la reunión, obtuve una oferta oficial para ser socio. Por fin lo había conseguido.

Entonces ¿dónde demonios estaba el problema? En lugar de salir a celebrarlo con el resto de mi equipo o de llamar a todos mis conocidos, estaba sentado a solas en el salón de mi casa, mirando fijamente una pared vacía.

Estiré las piernas y las apoyé sobre la mesita baja. Di otro sorbo de cerveza. Aunque había alcanzado el objetivo que llevaba persiguiendo toda mi vida de adulto, en lugar de sentirme satisfecho, me sentía intranquilo. Después de tanta tensión, no sabía como afrontar aquello. En definitiva, había ascendido para recibir más trabajo, más responsabilidad, más obligaciones con las que lidiar.

El segundero de mi reloj de pulsera rompía el silencio con su tictac. Me apetecía hablar de aquello con alguien, porque, sin duda alguna, todas las personas de mi vida se entusiasmarían por mí y harían estallar esa burbuja de insensibilidad. Podía volver a llamar a Hanna; como ella también era una adicta al trabajo, sabía lo que significaba que te reconocieran y distinguieran por tu buen hacer. Sin embargo, aún no me había devuelto la llamada, y no quería insistir si estaba verdaderamente cabreada conmigo.

También mis padres se mostrarían encantados. Después de estar casado con mamá durante casi cuarenta años, mi padre conocía mejor que nadie la importancia de equilibrar el trabajo con la vida en el hogar.

Vida. Hogar.

La sobriedad de mis paredes desnudas siempre me había producido tranquilidad; representaba un contraste intencionado con el desorden de mi despacho y el constante ruido de teléfonos sonando, voces gritando por el pasillo y zapatos taconeando contra el mármol. Mi casa había sido mi espacio aséptico y apacible. Sin embargo, de pronto me parecía completamente apagada.

Y, cuanto más lo pensaba, más cuenta me daba de que lo que faltaba en mi casa faltaba también en toda mi vida: energía, espontaneidad, sonido y música, risas y sexo, errores y triunfos.

Con esa claridad llegó la misma impresión que tenía cuando me despertaba y veía a Pippa dormida sobre la almohada, junto a mí, o bajaba las escaleras de la casa de Vermont y veía sus largas piernas estiradas sobre el sofá mientras leía. La sensación era esa tensión atolondrada, ese puñetazo casi doloroso que te da el corazón cuando quiere decirte algo.

La echaba de menos. La necesitaba. Necesitaba tenerla allí, conmigo, y necesitaba encontrar esa alegría de las pequeñas cosas que ella parecía dominar.

Echaba de menos el sonido alocado y emocionado de su risa y su forma de arrugar la nariz cuando alguien utilizaba la palabra «húmedo». Echaba de menos su forma de dibujar despacio en mi espalda letras, nubes y espirales cuando descansaba sobre ella, recuperando el aliento. Echaba de menos cómo me sentía dentro de ella, pero, más que eso, echaba de menos cómo me sentía con ella. Sin hacer nada en particular, simplemente… estando juntos.

Me levanté, subí corriendo al piso de arriba, saqué del armario la primera bolsa de viaje que encontré y empecé a arrojar cosas dentro: camisas, pantalones, bóxers… Metí todo el contenido del armario del baño en el neceser y lo cerré con un chasquido.

No sabía qué le diría cuando llegase allí, ni qué contestaría ella, así que me puse a repetir mentalmente las mismas palabras una y otra vez: «Te quiero. Sé que se suponía que la nuestra era una relación sin compromisos, pero no lo es. Quiero averiguar el resto».

Al incorporarme a la I-90 se me ocurrió que ni siquiera había reservado un vuelo a Londres. Di instrucciones a mi móvil para que llamase a la línea de reservas de Delta. Los coches pasaban a toda velocidad a ambos lados. Al cabo de pocos minutos respondieron a mi llamada.

—Hola —dijo la mujer, alegre y servicial—. Le hemos identificado a partir de su número de teléfono. ¿Puede confirmarnos su dirección?

Se la solté de un tirón, percibiendo la urgencia en mi propia voz.

Inquirió qué necesitaba, adónde iba, cuándo quería salir. Si mi interés de última hora por cruzar el Atlántico era poco común, no me lo hizo notar.

—¿Y la fecha de su regreso?

Hice una pausa; no lo había pensado. Si no tenía en cuenta el trabajo ni ninguna otra clase de responsabilidad, el mejor resultado al que podía aspirar sería quedarme allí una semana, quizá dos, antes de volver a casa. Con un poco de suerte, regresaríamos juntos o, como mínimo, con algún acuerdo entre nosotros y un plan para seguir adelante. Yo sabría esperar. Sabría ser paciente.

Lo que no llevaba muy bien era conformarme con aquello de «Llámame cuando vengas a Londres».

—Me gustaría dejarlo abierto.

—No hay problema —replicó ella, y luego, como si intuyera mi inquietud, añadió—: Mucha gente lo hace. ¿Qué clase prefiere, señor Bergstrom?

—Da igual —contesté—, siempre que pueda coger el vuelo.

—De acuerdo. —Más chasquido de teclas—. ¿Y le…?

Hizo una pausa y me sorprendí mirando el altavoz, preocupado por la posibilidad de que se hubiera cortado la llamada.

—¿Hola?

—Sí, perdone —dijo, volviendo—. ¿Le interesaría utilizar sus millas?

—¿Mis millas?

—Sí, tiene usted, mmm, bastantes —dijo, y luego se echó a reír—. De hecho, casi ochocientas mil.

Al iniciar el descenso, Londres se nos presentó tan gris como siempre. Sin embargo, cuando las nubes quedaron por encima del aparato, pudimos ver el puente de la Torre, el London Eye y el río Támesis, que serpenteaba entre las calles. Mis nervios, que se habían calmado bastante durante el largo vuelo, volvieron a la vida mientras se hacía visible la ciudad entera.

El rascacielos The Shard me recordó una anécdota que nos contó Pippa sobre su visita de la plataforma de observación, en la planta setenta y dos, y la gracia que le hizo que hubiese una página en Yelp donde la gente pudiera «expresar su desaprobación de las vistas».

Al ver el estadio de Wembley, recordé que Pippa describió un concierto al que había asistido allí, diciendo que encontrarse en el estadio con los ojos cerrados, rodeada de noventa mil personas mientras la música resonaba a través de cada hueso de su cuerpo, había sido lo más parecido a la dicha absoluta que había experimentado.

Quería ser el que estuviera a su lado cuando viviera su próximo momento especial.

Bajé del avión y crucé la terminal y la aduana, de camino hacia la zona de recogida de equipajes. Me sentía revitalizado. La rutina resultaba tan natural, tan normal, que mi cerebro era libre de imaginar cien veces qué sensación me causaría ir a su piso, reunirme con ella en el pub de su esquina o simplemente encontrármela en la acera. Había estado practicando mi pequeño discurso, pero empezaba a comprender que en realidad daba igual lo que dijera cuando la viese. Si ella quería estar conmigo, nos ocuparíamos del resto.

Me sentía como el tipo de la película que participa en una misión y espera no llegar demasiado tarde.

El caos organizado de Heathrow zumbaba a mi alrededor. Encontré un rincón tranquilo nada más salir de la sala de recogida de equipaje, junto a unas puertas automáticas. Hacía frío y humedad. Dejé la bolsa en el suelo y me saqué el móvil del bolsillo.

Abrí la información de contacto de Pippa y me reí al ver la imagen en miniatura que aparecía junto a su nombre. Era una foto que se había hecho al principio del viaje, en el Jedediah Hawkins Inn. En ella, salía haciendo una mueca, con los labios hacia fuera y los ojos bizcos. Ruby había dicho que teníamos que añadirnos mutuamente a nuestros contactos, y Pippa había cogido el peor selfi y nos lo había enviado en cuanto tuvo nuestros números.

Justo debajo de la foto aparecía su dirección. Eran las primeras horas de la tarde del sábado; no sabía si estaría en casa o si habría salido con sus amigos, pero tenía que intentarlo. Salí del aeropuerto y paré un taxi.

Las calles se hicieron más estrechas a medida que el taxi salía de la autopista M4 y entraba en la ciudad. Desde el asiento trasero, contemplé las hileras de casas y edificios minúsculos, construidos en ángulos extraños. Dada la época del año, la mayoría de los árboles estaban sin hojas, y los troncos nudosos ascendían desde las aceras adoquinadas, contrastando contra el ladrillo gris.

En la puerta de los pubs había gente con pintas de cerveza en la mano, charlando o viendo algún partido en televisión. Pasamos junto a más gente sentada en los cafés de las aceras, o entrando al trote en las cafeterías para lograr el chute de cafeína del sábado. Imaginé la vida que Pippa y yo podíamos llevar allí, si era eso lo que ella quería, quedando con amigos en el pub de la esquina o yendo al mercado del barrio a comprar comestibles para la cena.

Sabía que era peligroso adentrarse por el camino de la fantasía, pero no podía evitarlo. Llevaba casi un mes sin verla, y tampoco había hablado con ella en todo ese tiempo. Si aquello ya era una putada, no quería ni imaginarme lo que sería no volver a hablar con ella nunca más.

Justo cuando me asaltaban las náuseas, el taxi se detuvo delante de un estrecho edificio de ladrillo. Le pagué al taxista, cogí mi bolsa y bajé del coche. Mientras miraba fijamente las ventanas del tercer piso, se me ocurrió que, si todo salía bien, podría dormir con ella en mis brazos esa noche.

Volví a comprobar la dirección y verifiqué el número de piso antes de empezar a subir las escaleras.

«Puede que no esté».

Y no pasaría nada.

Esperaría en el café de la esquina, o cogería el metro hasta Hyde Park y daría un paseo de varias horas.

Llamé a la puerta de su piso, y el corazón se me subió hasta la garganta al oír unos pasos pesados.

Pensé que estaba preparado para cualquier cosa. Me equivocaba.

El hombre que apareció en la puerta de Pippa me miró con grandes ojos azules. Un pelo oscuro y rizado colgaba en trenzas sobre sus hombros, y una voluta de humo ascendía en espiral desde el cigarrillo que tenía en la mano.

Abrí la boca, desconcertado.

—¿Mark? —pregunté.

Exhaló una larga columna de humo denso y se quitó del labio una brizna de tabaco.

—¿Quién?

—¿Eres… Mark? —volví a decir, esta vez en voz más baja—. O… ¿está Pippa? ¿Está aquí? Creo que este es su piso.

Miré el papel que tenía en la mano para comprobarlo una vez más.

—No, tío —dijo—. No conozco a Pippa ni a Mark. Acabo de mudarme. El pajarito que vivía aquí se marchó hace una semana.

Asentí atontado, le di las gracias y me di la vuelta.

¿Pippa se había marchado?

Bajé los escalones poco a poco, de uno en uno.

No sé por qué me sorprendía no saber aquello. No habíamos estado en contacto. Pero solo habían pasado unas semanas desde su vuelta. Debía de haberse ido… inmediatamente.

Cogí el móvil, volví a encontrarme con la foto de su contacto y la pulsé.

Se me hizo un nudo en el estómago mientras sonaba una vez, y luego otra más. Descolgaron por fin y oí una serie de golpes y sonidos ahogados, como si a alguien se le hubiera caído el teléfono al otro lado. Una música machacona sonó a través de la línea y me entró en el oído.

—¡Qué hay! —gritó alguien en el aparato, y entorné los ojos, tratando de identificar su voz en un mar de voces.

—¿Pippa?

—¿Eh? No te oigo. Habla más alto, ¿vale?

—Pippa, soy Jensen. ¿Estás en casa? Acabo de…

—¡Jensen! ¡Cuánto tiempo, tío! ¿En casa? No, llegaré más tarde. ¿Cómo estás?

—Pues estoy… Te llamo porque…

—Escucha, intentaré llamarte mañana. ¡No oigo nada!

Hice una pausa, mirando la calle sin ver nada mientras se cortaba la llamada.

—Claro, cómo no.

Como si la situación no pudiera ir a peor, enseguida caí en la cuenta de que confiaba tanto en ver a Pippa y en que las cosas salieran bien que no se me había ocurrido reservar ninguna clase de hotel por si eso no ocurría.

Encontré un taxi en la calle, delante de su edificio, y el taxista esperó mientras yo reservaba una habitación por el móvil. Cuando me dejó allí, cené solo en un pequeño pub de la esquina, negándome todo el tiempo a admitir la posibilidad de haber cometido un tremendo y presuntuoso error.

«Me llamará por la mañana», me dije a mí mismo.

Pero no me llamó por la mañana, aunque yo no paré de comprobar el teléfono mientras fingía trabajar en el bufete de Londres, donde me presenté con la excusa de resolver el problema. Tampoco me llamó por la tarde y, cuando volví a llamarla esa noche, me saltó directamente el buzón de voz con un saludo genérico. Le dejé un mensaje y dejé el móvil encendido, cerca de la cama, por si me llamaba.

Lo intenté a la mañana siguiente. Volvió a saltarme el buzón de voz y le dejé otro mensaje. No tenía su dirección de correo electrónico, y Ruby aún no había contestado el correo en el que le pedía que me ayudara a ponerme en contacto con Pippa. Para cuando llegó mi tercera noche allí, pensé que ya era hora de reconocer la derrota.

Rehíce el equipaje, salí del hotel y cogí un taxi hasta el aeropuerto.

Me resultó fácil reservar el vuelo. A sabiendas de que seguramente tomaría tanto whisky como pudiera tragar y luego dormiría el resto del trayecto hasta casa, utilicé tantas millas como hizo falta y reservé un billete de vuelta de primera clase, directo hasta Boston.

Encontré un asiento aislado en un rincón de la sala de espera. Procuré mantener la vista baja y los tapones para los oídos puestos; no quería hablar con nadie. Hanna me envió un mensaje durante mi segundo whisky con soda, pero hice caso omiso. No estaba dispuesto a reconocer ante ella que había dado un salto al vacío y me había estrellado de forma espectacular.

Sabía que mi hermana se sentiría orgullosa de mí por haberlo intentado y que haría todo lo posible para animarme. Sin embargo, de momento quería regodearme en mi desgracia. O Pippa nunca había querido más, o sí había querido, pero yo había sido demasiado obtuso para verlo en su momento.

Anunciaron mi vuelo por el altavoz de la sala de espera, vacié mi vaso y cogí mi bolsa de lona para ir a la puerta de embarque.

Como siempre, la gente había empezado a reunirse en torno a la tarima mientras aguardaba su turno. Me puse en la fila, le devolví al agente su sonrisa, de mala gana, pasé mi billete por el escáner y eché a andar por la pasarela.

Los demás pasajeros caminaban arrastrando los pies mientras yo funcionaba en piloto automático. Subí al avión y me puse a recorrer el pasillo hasta detenerme en mi fila.

Cuando alcé la vista, sentí que se abría la tierra.

Inspiré hondo y abrí la boca. Del torrente de palabras y discursos que daban vueltas por mi cabeza, solo uno logró salir:

—Hola.

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