Beautiful

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18. Pippa

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18

Pippa

Un día, cuando tenía dieciséis años, al volver de la escuela, cogía unos comestibles en el supermercado de la esquina, quejándome por dentro de «mis madres, y cuántos deberes tengo que hacer, ¿y no se dan cuenta de lo ocupada que estoy y lo importante que soy? ¡Cómo se atreven a pedirme que haga la compra!», cuando alcé la vista desde el cartón de huevos que llevaba en la mano y me encontré con la cara de Justin Timberlake, que alargaba el brazo para coger… vete a saber qué.

Al parecer, según me indicó más tarde Google, se hallaba en la ciudad para dar un concierto. A día de hoy, sigo sin saber qué estaría cogiendo en nuestra minúscula tienda de la esquina.

En aquel momento, mi cerebro se quedó atascado y todo se apagó. Alguna vez le ha pasado a mi ordenador: el monitor hace un ruidito parecido a una pequeña explosión justo antes de que todo se ponga negro, y he de reiniciarlo. Siempre que le pasa al antediluviano equipo de sobremesa que tengo en el dormitorio, lo llamo «hacer de Justin Timberlake», porque así me sentí exactamente en ese instante.

Pop.

Pantalla negra.

Justin me había sonreído y luego había bajado la cabeza para mirarme a los ojos, cada vez más preocupado.

—¿Estás bien? —había preguntado.

Negué con la cabeza. Él cogió el cartón de huevos que llevaba en la mano y lo depositó en la cesta que me colgaba del brazo, sonriendo de nuevo.

—No quiero que se te caigan los huevos.

Por cierto, nunca dejaré de reírme de aquello, porque, cuando Justin Timberlake me dijo que no dejara caer los huevos, la minúscula parte de mi cerebro que todavía palpitaba empezó a troncharse de risa ante la multitud de posibles chistes.

Aunque no habría tenido el valor necesario para hacer ninguno.

Así pues, siempre llevaré esa cruz: al ver a la celebridad más importante de las que pueda ver en toda mi vida, me quedé muda del todo, hasta el punto de que la celebridad en cuestión dudó sinceramente de si yo sobreviviría al encuentro sin dejar caer una docena de huevos.

Y así fue exactamente como me sentí al mirar a Jensen Bergstrom, de pie delante de mí, en el avión.

Pop.

Pantalla negra.

En el tiempo que tardó mi sistema en reiniciarse, Jensen se había apartado a un lado, le había pedido al hombre que caminaba detrás de él y que miraba mi fila con atención si no le importaba cambiarle el sitio y se había acomodado en el asiento situado junto al mío.

Gracias a Dios, en esta ocasión estaba sentada. Y no sostenía ningún huevo.

—¿Qué…?

Mi pregunta quedó interrumpida por una sensación de asfixia en mi garganta.

Él soltó otro jadeante «hola».

Cuando tragó saliva, mis ojos se posaron en su garganta. Llevaba una camisa de vestir con el botón superior desabrochado. Ni americana, ni corbata. Y cuando mis ojos estuvieron pegados a su cuello, vi su pulso. De pronto, me sentí achicharrada por el sol, demasiado acalorada.

Volví a mirarle la cara, y fue como repasar todos mis recuerdos preferidos. Recordé la minúscula cicatriz debajo del ojo izquierdo, la peca solitaria en el pómulo derecho. Recordé que uno de los incisivos se le montaba un poco sobre el otro, volviendo un poquito más fácil de asimilar lo que habría sido una sonrisa impecable. Esos leves defectos habían hecho a Jensen menos perfecto a mis ojos, pero verlos ahora hizo que su rostro se convirtiese en mi favorito del mundo entero.

Nuestros ojos se encontraron, y allí estaba: esa increíble reacción química.

La teníamos, ¿no?

Pero entonces supuse, quizá demasiado tarde, que toda mujer tendría una reacción química con un hombre como Jensen. Joder, ¿cómo no iba a tenerla? Solo había que mirarlo.

Y lo miré. Tampoco llevaba pantalones de vestir. Unos vaqueros oscuros que ceñían sus muslos musculosos, unas zapatillas Adidas de color verde… y mi cerebro tropezó un instante con su indumentaria informal antes de pasar a otra cosa, tratando de responder a la pregunta más importante: por qué estaba allí.

—¿Hola? —contesté, sacudiendo la cabeza antes de soltarle absurdamente—: No te devolví la llamada. —Mis palabras sonaron entrecortadas, como trocitos de papel rasgado—. ¡Oh, Dios! ¿Y estabas aquí? ¿En Londres?

—Sí —dijo, frunciendo un poco el ceño—. Y no, no me llamaste. ¿Por qué?

En lugar de una respuesta, otra pregunta salió de mis labios:

—¿De verdad vuelves en el mismo vuelo en el que voy yo a Boston? ¿Cómo puede ser?

No sabía qué pensar.

Bueno, eso no era exactamente cierto. Tenía sensaciones contrapuestas y no sabía cuál ganaría la batalla por el dominio.

Primera: entusiasmo. Era un reflejo, como la sacudida de mi rodilla. Jensen tenía buen aspecto, se le veía contento, y había en sus ojos una energía frenética semejante a un salvavidas que me hubiesen arrojado por la borda solo a mí. Pasara lo que pasase, me había encantado el tiempo que había pasado con él. Había empezado a quererlo.

Pero también: desconfianza. Por razones obvias.

Y rabia. También por razones obvias.

Y, quizá, una pizca de esperanza.

—Desde luego, cómo puede ser —dijo en voz baja, y una sonrisa fue descendiendo en cascada por su rostro: de los ojos a los pómulos, hasta llegar por fin a sus labios perfectos—. ¿Vienes a Boston?

Traté de interpretar el gesto esperanzado de su frente, su forma de mirarme a los ojos.

—Tengo tres entrevistas —dije, asintiendo con la cabeza.

La felicidad pareció desaparecer de su rostro.

—¡Ah!

Vaya.

Asentí, volví la cara hacia otro lado y contuve las palabras «No te preocupes, no te haré llamadas indeseadas», que me formaban un nudo en la garganta.

—¿Y te han comprado un billete de primera clase? —murmuró—. ¡Qué pasada!

No quería seguir con aquella conversación. ¿Eso era lo que le resultaba interesante? ¿Que yo mereciese un billete de avión caro? Volví la cara hacia la ventanilla y me reí para mis adentros sin ganas.

Me había pasado las tres últimas semanas esforzándome por dejar de pensar en él. Me estaba costando más superar un rollo de dos semanas de lo que me había costado olvidar al capullo que vivía conmigo. Pero allí estaba, otra vez al lado de Jensen, y resultaba doloroso.

—Pippa —dijo en voz baja, apoyando con prudencia una mano sobre la mía, en mi regazo—. ¿Estás enfadada conmigo por algo?

Aparté la mano con suavidad. Las palabras ascendieron burbujeando y las reprimí, porque lo nuestro había sido un simple rollo.

«Fue un simple rollo.

»Joder, Pippa, fue un simple rollo».

Me volví a mirarlo, incapaz de contarme a mí misma esa mentira.

—La cuestión es, Jensen, ¿qué pasó entre nosotros en octubre? Para mí no fue un simple rollo.

Abrió unos ojos como platos.

—Pues…

—Y tú pasaste completamente de mí.

Jensen abrió la boca para volver a hablar, pero yo me adelanté:

—Mira, ya sé que tenía que ser una relación sin compromisos, pero, al parecer, mi corazón tenía otros planes. Así que, si no te estoy mirando, es porque me importas… y también, un poco, porque tengo ganas de partirte la cara.

Tras sacudir la cabeza como si no supiera muy bien por dónde empezar, Jensen dijo:

—El sábado por la noche, antes de llamarte, fui a tu antiguo piso. El domingo le mandé un correo a Ruby tratando de encontrarte. Llevo tres días llamándote cada cuatro horas.

El corazón empezó a martillearme el pecho.

—El sábado, cuando llamaste, había salido con unos amigos a celebrar mis entrevistas de trabajo. El domingo di de baja mi contrato del móvil porque no me lo podía permitir. Hace solo una semana, me marché de ese viejo piso y volví a casa con mis madres. Te llamé poco después de volver a Londres desde Boston. Dos veces. En cada ocasión hiciste que me saltara el buzón. Puede que el sábado fuese demasiado tarde para devolverme la llamada.

Sus ojos verdes se abrieron como platos.

—Entonces ¿por qué puñetas no dejaste un mensaje de voz? Ignoraba por completo que me hubieses llamado. Te tengo en mis contactos, pero no tenía una llamada perdida tuya.

—Era un número británico, Jensen, el de mi teléfono fijo, llamando cuando en Londres era de noche. ¿Quién más iba a ser?

Se echó a reír.

—¿Quizá una de las cincuenta personas con las que trabajo aquí, en el bufete del Reino Unido? —Su voz se suavizó cuando añadió—: ¿Crees que alguien para de trabajar en esta empresa?

Hice caso omiso de su tierna sonrisa porque una ola de ardiente humillación se extendía a toda prisa por mis mejillas.

—No hagas que me sienta como una idiota. Hasta yo sé que tú nunca enviarías una llamada de trabajo directamente al buzón de voz.

—Pippa —dijo, acercándose y cogiendo mi mano. La suya era cálida, firme—. Londres empieza a trabajar cuando en Boston es de noche, y el bufete de la costa Oeste no cierra hasta las nueve de la noche. Eso significa que desde las seis de la mañana hasta las nueve de la noche más o menos estoy reunido, o contestando a los correos electrónicos y mensajes de voz que me envía la gente mientras estoy durmiendo o reunido. Casi nunca contesto al teléfono, y menos cuando por fin llego a casa.

Una vez más, entendía las cosas demasiado tarde.

Yo había dado por supuesto inmediatamente que pasaba de mí cuando, de hecho, solo estaba haciendo lo que hacía con todas las llamadas; no era de los que disfrutan hablando por teléfono.

—¿Y para qué tienes móvil? —pregunté, entornando los ojos.

Sonrió.

—Para empezar, por el trabajo. No puedo pasar de la llamada cuando quien llama es mi jefe. Tampoco puedo pasar de mi madre.

Sacudí la cabeza, susurrando:

—No te hagas el gracioso.

Se quedó desconcertado.

—No me estoy haciendo el gracioso. Estoy siendo sincero. No sabía que hubieras llamado. Ojalá lo hubiera sabido. Te echaba de menos.

Sus palabras despertaron algo en mi interior, una reacción agridulce a la que no supe poner nombre. Era agradable oír eso, pero no significaba gran cosa. Al final de mis vacaciones, había estado varios días viviendo en su barrio, y él no me había telefoneado después de la noche que pasamos en su casa ni había mostrado ningún interés por volver a verme. Y, a pesar de lo que tan a la ligera habíamos dicho en una ocasión, la verdad era que a mí no me interesaba demasiado que Jensen me llamara solo porque estuviese en Londres.

—Aunque es agradable oírlo —dije—, al final me parece que prefiero que no me llames cuando pases por Londres. He descubierto que lo mío no son los rollos. —Aspiré por la nariz, tratando de mantener la compostura—. Ya no. Creo que no quiero volver a pasar por eso.

Jensen me miró unos instantes, parpadeando, antes de hablar:

—Lo mío nunca han sido los rollos.

—Si no recuerdo mal, creo que se te daban muy bien.

Esbozó una sonrisa ladeada.

—Pippa, pregúntame por qué estoy aquí.

—Creo que ya había quedado claro que estabas aquí por trabajo. El bufete de Londres, ¿recuerdas?

Inclinó la cabeza, entornando los ojos.

—¿De verdad ha quedado claro eso?

Fruncí el ceño. ¿No era así? Aquello se estaba volviendo bastante confuso; habíamos hablado de husos horarios, horas de trabajo y…

—Está bien —dije, rindiéndome—. ¿Por qué estás aquí?

—Vine hasta aquí para verte.

Pop.

Pantalla negra.

Mientras mi mente trataba de dar sentido a esas palabras, él se limitaba a mirarme con una sonrisilla que, de pronto, se volvió levemente insegura.

—¿Qué has dicho?

Su sonrisa se ensanchó y asintió con la cabeza.

—Vine hasta aquí para verte. Me di cuenta de que quería más. Vine a ver si podía ser que tú… quisieras más conmigo. Estoy enamorado de ti.

Mis piernas se estiraron por voluntad propia y me obligaron a levantarme. Antes de que me diera cuenta, estaba pasando torpemente por encima de sus rodillas y recorriendo a trompicones el pasillo en dirección al lavabo.

A mi espalda, la azafata me llamó con amabilidad:

—No tardaremos en despegar…

Pero los pasajeros aún estaban embarcando. Y yo tenía que…

moverme

caminar

respirar

lo que fuera.

Me deslicé en el lavabo, y empezaba a cerrar la puerta cuando una mano me detuvo.

Jensen me miró suplicante.

—Aquí dentro casi no hay sitio ni para mí —susurré, apoyándole una mano en el pecho.

Dio un paso adelante de todos modos y, con un gesto hábil, me situó de espaldas a la puerta.

—Denos… un momento —le dije a la desconcertada azafata.

Jensen cerró la puerta con cuidado detrás de mí, bajó la tapa del retrete, se sentó y me miró.

—¿Qué puñetas estamos haciendo aquí? —pregunté.

Me cogió las manos y se quedó mirándolas.

—No deseo que te alejes de mí después de decirte que te quiero.

—Me pasaré todo el vuelo sentada a tu lado —repliqué sin mucha convicción.

Hizo una mueca, sacudiendo un poco la cabeza.

—Pippa…

—Regresé de Boston sintiéndome muy desgraciada —le conté—. Me despedí del trabajo, volví a casa y me puse a hacer de mi vida algo a lo que quisiera volver después de unas vacaciones.

Jensen me escuchaba con paciencia, sin dejar de observarme.

—No sabía si me habías amargado la vida o… me habías ayudado a encontrarme a mí misma. Salí con un par de tíos y no lo pasé nada bien.

—Yo no he salido con nadie después de ti —dijo él, con otra mueca.

—¿Ni siquiera con Emily, la del softball?

Soltó una carcajada.

—Ni siquiera con ella. No fue ningún sacrificio. —Levantó el brazo, me cogió la barbilla y me miró directamente a los ojos—. Y aunque Hanna y Will puedan decir lo contrario, sí salí con mujeres antes. Todavía no te conocía. Eres la mujer más preciosa que he conocido en mi vida.

Pronunció esas palabras mirándome a la cara. Y no había hecho ningún comentario sobre mi pelo.

Si se había percatado de que lo llevaba teñido de violeta, no había dado señales de ello. Ni siquiera había repasado con la mirada, como quien no quiere la cosa, las pulseras que me cubrían el brazo, el collar grueso y pesado o las botas militares rojas.

Y creo que fue entonces cuando supe que estaba perdida. Esos ojos verdes de espesas pestañas; las lisas mejillas encendidas; el pelo que se había dejado crecer lo suficiente para que le cayera sobre la frente; y ahora, su forma de verme tal como era, no como una serie de partes excéntricas y colores chillones…

Mi cerebro intentó un último argumento:

—Has hecho el gesto teatral de venir hasta Londres porque te sientes solo.

Jensen me observó, levantando la mano para rascarse la mandíbula con aire reflexivo.

—Es verdad.

Las dos breves palabras flotaron pesadas entre nosotros y, cuanto más persistían, más cuenta me daba de que él podía encontrar a otra persona sin ningún problema si lo único que quería era compañía.

—¿Es demasiado tarde? —preguntó, mirándome fijamente mientras sus labios esbozaban despacio una sonrisa escéptica—. Tengo la sensación de que aún no hemos tenido una oportunidad. La última vez, los dos intentábamos tener una relación sin compromisos.

—No sé qué pensar de todo esto —reconocí—. Tú no eres un tío impulsivo.

Se echó a reír y me cogió las manos.

—Puede que quiera cambiar un poco.

—Antes… —empecé en tono suave— solo querías estar conmigo cuando te resultaba cómodo.

Jensen recorrió con la mirada el minúsculo aseo en el que estábamos apiñados. De nada le habría servido llevarme la contraria, y ambos lo sabíamos, así que me miró de nuevo y sonrió. Pícaro. Relajado. Exactamente como el hombre que conocí en nuestro viaje.

—Bueno, pues aquí estamos. No es que esto sea muy cómodo —añadió con una sonrisa traviesa—. Y te sigo queriendo.

Las palabras salieron de mi boca sin que pudiera evitarlo:

—Me he acostado con un montón de tíos.

—¿Qué? —Se echó a reír—. ¿Y bien?

—Se me da fatal controlar el dinero.

—Pues a mí se me da genial.

Sentí que mi corazón trataba de salírseme del pecho.

—¿Y si no encuentro trabajo en Boston?

—Me trasladaré al bufete de Londres.

—¿Así de fácil? —pregunté, mientras mi corazón formaba una masa de alas agitadas en mi pecho.

—No es exactamente «así de fácil» —dijo, sacudiendo la cabeza—. Me he pasado un mes sintiéndome desgraciado y sopesando todas las razones para no hacerlo. El problema es que ya no quedan más razones de peso. —Arqueó las cejas y se pasó el índice por una de ellas—. No me importa la distancia. No me preocupa que me dejes sin ninguna explicación. No me importa que seamos personas tan distintas, ni tampoco me preocupa que mi trabajo sea un estorbo. No lo permitiré. Ya no.

Tras una pausa, añadió:

—El viernes me convertí en socio.

Sentí que el aire se inmovilizaba a nuestro alrededor, y el minúsculo espacio pareció encogerse aún más.

—¿Qué?

Su sonrisa fue vacilante y dulce.

—Aún no se lo he contado a nadie. Quería… quería decírtelo a ti primero.

Lo agarré de los hombros y grité:

—¿Te estás quedando conmigo?

Se echó a reír.

—No. Es increíble, ya lo sé.

Estar tan cerca de él y sentir esa esperanza abrumadora resultaba aterrador.

—Pippa —dijo, mirándome—, ¿crees que podrías quererme también?

—¿Y si no pudiera? —susurré.

Se me quedó mirando sin decir nada. Lo que había en sus ojos no era chulería, ni tampoco derrota. Era una certeza, en su fuero interno, que le decía que no se equivocaba sobre nosotros.

Yo sabía cuánto se había esforzado por confiar en su brújula emocional, y no pensaba apagar esa confianza de ningún modo.

—Si dijera eso, estaría mintiendo —dije.

Exhaló, inseguro, y su pecho se hundió un poco.

—¿Mintiendo?

Me mordí el labio antes de aclarar:

—Porque sabes que ya te quiero.

Su rostro entero se transformó con una sonrisa.

—Perdona —dijo—, estás un poco lejos, no he acabado de…

Me agaché, pronuncié otra vez las palabras contra su boca y lo besé.

Lo más raro de todo fue que el beso me resultó familiar, como si lo hubiéramos hecho mil veces antes. Y supongo que así había sido. Esperaba que fuese una revelación, que de algún modo diera la sensación de ser un beso comprometido.

Decir las palabras en voz alta no había cambiado nada; solo había confirmado lo que ya estaba allí.

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