Beautiful

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1. Pippa

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Pippa

He tratado de no tomarme demasiado a mal la estrecha amistad entre la lucidez y la visión retrospectiva.

Como, por ejemplo, que solo cuando te dispones a realizar tus exámenes finales te des cuenta de que podrías haber estudiado un poco más.

O tal vez que, al contemplar el cañón de una pistola que te apunta a la cara, pienses: «Jolín, he sido una auténtica imbécil».

O quizá que acabes de encontrarte con las vigorosas y blancuzcas nalgas del idiota de tu novio mientras le echa un polvo a otra mujer en tu cama y reflexiones con una pizca de sarcasmo: «Vaya, por eso no arregla nunca ese peldaño que cruje. Es la alarma contra Pippa».

Le arrojé el bolso en mitad de un empujón y le di en plena espalda. El sonido fue semejante al que provocarían cien barras de labios al chocar contra una pared de ladrillo.

Para ser un infiel y mentiroso cabrón de cuarenta años, Mark estaba en muy buena forma.

—¡Gilipollas! —silabeé mientras él intentaba, con bastante poca gracia, bajarse de su amiga.

Había retirado las sábanas; era evidente que el muy vago no quería tener que llevarlas hasta la lavandería de la esquina antes de que yo volviese a casa. La polla le rebotó contra el vientre.

Se la tapó con la mano.

—¡Pippa!

Hay que reconocer que la mujer, mortificada, se cubrió la cara con las manos.

—Mark —dijo con voz ahogada—, no me dijiste que tuvieras novia.

—¡Qué curioso! —contesté por él—. A mí no me dijo que tuviera dos.

Mark emitió unos cuantos sonidos aterrados.

—Márchate —le dije, alzando la barbilla—. Coge tus cosas y vete.

—Pippa —consiguió articular—. No sabía que…

—¿Que vendría a comer? —pregunté—. Ya me lo he imaginado, cariño.

La mujer se levantó humillada y empezó a recoger su ropa. Supongo que lo más decente por mi parte habría sido volverme y dejar que se vistieran en medio de su avergonzado silencio. Sin embargo, para ser justos, tampoco era decente por parte de ella afirmar que ignoraba que Mark tuviese novia cuando todo lo que había en la puñetera habitación era de un delicado tono turquesa y las lámparas de las mesillas tenían las pantallas forradas de encaje.

¿Acaso creía estar visitando el piso de su mamá? ¡Venga ya, joder!

Mark se puso los pantalones y se me acercó levantando las manos, como si se aproximara a un león.

Me eché a reír. En ese preciso momento, era mucho más peligrosa que un león.

—Pippa, cariño mío, lo siento mucho.

Dejó que las palabras flotaran en el espacio que había entre nosotros, como si pudieran bastar para aplacar mi rabia.

En un instante mi mente elaboró todo un discurso elocuente y bien formado. Hablaba de las quince horas diarias que yo trabajaba para financiar la empresa que él acababa de montar, hablaba de que él vivía y trabajaba en mi piso pero no había fregado un solo plato en cuatro meses, hablaba de la gran concentración que parecía haber puesto en proporcionarle un poco de diversión a aquella mujer y en la poca que había dedicado a hacerme feliz a mí en los últimos seis meses. No obstante, pensé que él no merecía tanta energía por mi parte, por muy espléndido que hubiese sido ese discurso.

Además, su incomodidad, que iba en aumento con cada segundo que pasaba sin que yo dijese una palabra, resultaba demasiado agradable. No me dolía mirarle, aunque habría sido lo lógico en ese tipo de situación. Lo que sentía en cambio era que algo se incendiaba en mi interior. Supuse que debía de ser mi amor por él, prendido como papel de periódico al calor de una cerilla.

Dio un paso más hacia mí.

—No puedo imaginarme cómo te sientes ahora mismo, pero…

Ladeé la cabeza mientras sentía en mi interior el resquemor de la rabia y le interrumpí:

—¿No puedes? Pues Shannon te dejó por otro. A mí me parece que sabes muy bien lo que siento ahora mismo.

En cuanto lo dije, surgieron los recuerdos de los primeros tiempos, aquellos días en que nos encontrábamos en el bar como simples amigos y disfrutábamos de largas conversaciones sobre mis aventuras amorosas y sus relaciones fracasadas. Recordé haber pensado que debía de haber querido mucho a su mujer, porque estaba destrozado sin ella. Intenté evitar enamorarme de su agudo sentido del humor, su pelo oscuro y rizado y sus luminosos ojos castaños, pero fracasé. Y una noche, para mi absoluta felicidad, todo cambió entre nosotros.

Tres meses más tarde se mudó a mi casa.

Seis meses después, le pedí que arreglara el escalón que crujía.

Dos meses después de eso, me rendí y lo arreglé yo misma.

Eso fue ayer.

—Saca tus cosas del armario y lárgate.

La mujer pasó apresuradamente por nuestro lado sin alzar la vista. ¿Me acordaría siquiera de su cara, o solo recordaría toda la vida el vigoroso movimiento de las nalgas de Mark encima de ella y la frenética oscilación de su polla tras volverse impulsado por el pánico?

Al cabo de unos instantes oí que la puerta de la calle se cerraba de un portazo, pero Mark seguía sin moverse.

—Pippa, no es más que una amiga. Es hermana de Arnold, ya sabes, el del fútbol. Se llama…

—No me digas cómo se llama —dije con una carcajada incrédula—. ¡No me importa una mierda!

—¿Qué…?

—¿Y si tiene un nombre bonito? —le corté—. ¿Y si algún día estoy casada con un buen tipo, tenemos un bebé y mi marido sugiere ese nombre, y yo digo: «Ah, sí, es muy bonito. Por desgracia, no podemos ponérselo a nuestra hija porque Mark le echó un polvo en mi cama, con las sábanas apartadas porque es un vago y un capullo, a una chica que se llamaba así»?. —Lo fulminé con la mirada—. Ya me has estropeado el día, quizá incluso la semana. —Ladeé la cabeza, reflexionando—. Desde luego, no me has estropeado el mes, porque el bolso nuevo de Prada que me compré la semana pasada es una verdadera pasada, y ni tú ni tu culo blancuzco y traidor podríais echarlo a perder.

Él sonrió, tratando de no echarse a reír.

—Incluso ahora —susurró en tono de adoración—, incluso después de haberte traicionado así, eres una chica muy divertida, Pippa.

Tensé la mandíbula.

—¡Largo de aquí, Mark!

Hizo una mueca de disculpa.

—Es que tengo una teleconferencia a las cuatro con los italianos, ¿sabes?, y esperaba poder hacerla desde…

Esta vez lo interrumpió mi mano cruzándole la mejilla.

Coco dejó una taza de té delante de mí y me pasó una mano por el pelo en un gesto reconfortante.

—Que le den por culo.

Lo dijo en un susurro, pensando en Lele.

A la buena de Lele le encantaban las motos, las mujeres, el rugby y Martin Scorsese. Pero sabíamos por experiencia que no le gustaba nada que su esposa dijera tacos en casa.

Enterré la cara entre mis brazos cruzados.

—¿Por qué son tan capullos los hombres, mamá?

La palabra «mamá» era para las dos, porque era el único nombre al que respondían ambas. Al principio resultaba confuso: llamaba a una y se volvían las dos. Por eso, en cuanto supe hablar, Colleen y Leslie me dejaron llamarlas Coco y Lele en lugar de «mamá».

—Son capullos porque… —empezó Coco, y luego se interrumpió sin saber qué decir—. Bueno, no todos son capullos, ¿verdad?

Supuse que miraba a Lele en busca de confirmación, porque su voz regresó con más fuerza cuando dijo:

—Y, por cierto, las mujeres también pueden ser capullas.

Lele acudió en su rescate.

—Lo que sí podemos decirte es que no cabe duda de que Mark es un capullo, y las dos nos hemos llevado una gran decepción.

Aquello también resultaba triste para mis madres. Mark les caía bien. Les agradaba que estuviera a medio camino entre mi edad y la de ellas. Apreciaban sus gustos sofisticados en cuestión de vinos y su interés por Bob Dylan y Sam Cooke. Cuando estaba conmigo, le gustaba aparentar que todavía no había cumplido los treinta años. Cuando estaba con ellas, se transformaba fácilmente en el mejor amigo de unas lesbianas de cincuenta y pico. Me preguntaba qué versión de sí mismo debía de exhibir con aquella fulana anónima.

—En mi caso, sí y no —reconocí, incorporándome y secándome la cara—. Si lo pienso, puede que Mark estuviese tan hecho polvo por lo de Shannon porque nunca se le había ocurrido a él engañarla.

Alcé la mirada hasta los ojos de ambas, llenos de preocupación.

—Quiero decir que ni siquiera se le pasó por la cabeza hasta que ella le engañó. Si eres infeliz, no deja de ser una salida, aunque sea terrible. —Sentí que la sangre huía de mi rostro—. ¿Y si se convirtió en la manera más rápida y sencilla de romper conmigo?

Me miraron fijamente sin saber qué decir mientras presenciaban cómo me invadía el horror.

—¿Es eso? —pregunté, mirándolas alternativamente—. ¿Estaba intentando acabar con la relación y fui demasiado tonta para verlo? ¿Se acostó con otra en mi propia cama para deshacerse de mí? —Me pasé la mano por la boca—. ¿Acaso no es más que un tremendo cobarde con un buen pito?

Coco se tapó la boca para no echarse a reír. Lele pareció reflexionar debidamente sobre la pregunta.

—No puedo hablar de lo del pito, cariño, pero te diría sin dudarlo que ese hombre es un cobarde.

Lele me agarró del codo con firmeza, me ayudó a levantarme y me obligó a seguirla hasta el mullido sofá. Luego tiró de mí hasta que me acomodé junto a su cuerpo esbelto y firme. Al instante, las curvas cálidas y suaves de Coco se apretaron contra mi otro costado.

¿Cuántas veces nos habíamos sentado así? ¿Cuántas veces habíamos hecho eso mismo, sentarnos muy juntas en el sofá mientras reflexionábamos sobre el misterioso comportamiento de algún novio? Juntas nos las habíamos arreglado. No siempre conseguíamos respuestas, pero nos sentíamos mejor después de abrazarnos en el sofá.

Esta vez no se esforzaron mucho por formular hipótesis. Cuando tu hija de veintiséis años llega a casa con penas de amor y tú eres una lesbiana casada con tu primer amor, que conociste treinta años atrás, no puedes decir gran cosa aparte de «Que le den por culo».

—Trabajas demasiado —murmuró Lele, besándome el pelo.

—No soportas tu trabajo —añadió Coco mientras me daba un masaje en los dedos.

—¿Sabéis que fui a comer a casa por eso? Tenía ganas de romper en mil pedacitos mi pila de hojas de cálculo y echarle a Tony su propio café por encima de la cabeza, así que decidí que una buena cerveza y unas cuantas galletas me sentarían bien. Qué ironía.

—¿Podrías dejarlo y venirte a casa? —dijo Coco.

—Ay, mamá, no quiero —murmuré, ignorando la leve sensación de entusiasmo que despertó en mí la sugerencia de dejar mi empleo—. No podría.

Miré la ordenada sala de estar que teníamos delante: la pequeña televisión que se utilizaba más como repisa para apoyar los jarrones llenos de flores de Coco que para su función original; la nudosa alfombra azul que un día fue un campo de minas formado por zapatos de Barbie escondidos; el suelo de madera meticulosamente teñido que asomaba debajo.

Era cierto que no soportaba mi trabajo. No soportaba a mi jefe, Tony. No soportaba el hastío de los interminables cálculos numéricos. No soportaba ir y venir de la oficina, no soportaba no tener ya allí a ningún buen amigo desde que Ruby se había marchado hacía casi año y medio.

No soportaba sentir que cada día se fundía con el siguiente.

«Pero quizá tengo suerte —recordé—. Al menos tengo trabajo, ¿no? Y amigos, aunque la mayoría se pase el tiempo chismorreando en el bar. Tengo dos madres que me quieren muchísimo y un armario lleno de ropa con la que se le caería la baba a la mayoría de las mujeres. La verdad es que a veces Mark era encantador, pero, si he de ser sincera, un poco dejado. Buena polla, lengua perezosa. En forma, pero bastante aburrido, ahora que lo pienso. ¿Quién necesita a un hombre? Yo no».

Tenía todo eso; en realidad, una buena vida. Entonces ¿por qué me sentía tan mal?

—Necesitas unas vacaciones —dijo Lele con un suspiro.

Noté que algo explotaba dentro de mí; un minúsculo estallido de alivio.

—¡Sí! ¡Unas vacaciones!

Aquel viernes por la mañana Heathrow era una auténtica locura.

«Vete el viernes —dijo Coco—. No habrá mucha gente».

Al parecer, no debería haber seguido el consejo de una mujer que llevaba cuatro años sin subirse a un avión. Sin embargo, Coco parecía una viejecita sabia en comparación conmigo: habían pasado seis años desde mi último vuelo; nunca viajaba por trabajo. Cogía el tren en dirección noroeste, hasta Oxford, para ver a Ruby, y cogía el tren en dirección sudeste, hasta París, o lo había cogido, con Mark, cuando queríamos unas minivacaciones y atiborrarnos de comida y vino en una loca excursión sexual con la torre Eiffel de fondo.

Sexo. Madre mía, cuánto lo echaría de menos.

Sin embargo, tenía cosas más urgentes en las que pensar, como preguntarme si había más gente en Heathrow en ese momento, un viernes a las nueve, que en toda la ciudad de Londres.

«¿Es que la gente ya no trabaja? —pensé—. Está claro que no soy la única que se marcha antes de que acabe la semana laboral, en pleno mes de octubre, para hacer una especie de vacaciones y escapar del aburrimiento del trabajo y del traidor de…».

—¡Vamos! —ladró una mujer detrás de mí.

Me sobresalté; me había quedado absorta en la cola del control de seguridad.

Di tres pasos hacia delante y miré por encima del hombro.

—¿Mejor así? —pregunté en tono categórico, ahora que nos hallábamos exactamente en el mismo orden y solo unos metros más cerca del agente que comprobaba los pasaportes.

Media hora después estaba en mi puerta de embarque y necesitaba… una actividad. Los nervios me devoraban el estómago con la clase de ansiedad que me hacía dudar entre alimentarla o matarla de hambre. No era la primera vez que volaba… Simplemente, no había volado mucho. Que quede claro: en mi vida cotidiana me sentía una mujer de mundo. Tenía una tienda favorita en Mallorca a la que acudía en busca de faldas y una lista de cafés en Roma que podía ofrecer a cualquiera que viajase allí por primera vez. Por supuesto, era una experimentada viajera en metro y sobrellevaba como si nada la masa de usuarios agresivos e impacientes, pero, por algún motivo, daba por supuesto que el aeropuerto sería más acogedor: una puerta a la aventura.

Nada más lejos de la realidad. Aquello parecía enorme, y aun así la multitud era sorprendentemente densa. La empleada de nuestra puerta de embarque daba información a gritos, y lo mismo hacía la de otra puerta de embarque situada al otro lado del pasillo. Los viajeros estaban embarcando y todo parecía un caos, pero cuando miré a mi alrededor vi que nadie parecía alterarse. Observé mi billete, apretado en el puño. Mis madres me habían comprado un billete de primera clase (un regalo, dijeron), y yo sabía cuánto les había costado. No iría a despegar el avión sin mí, ¿verdad?

Un hombre se puso a mi lado. Iba bien vestido, con traje azul marino y zapatos brillantes. Parecía mucho más tranquilo que yo.

«Pégate a este —pensé—. Si no está ya en el avión, es que no ha llegado el momento».

Recorrí con la mirada su cuello liso hasta llegar al rostro y me sentí un poquito mareada. Era evidente que observaba el mundo a través del filtro de quien se está recuperando de una decepción amorosa, pero aquel hombre era guapo de verdad, con su espesa mata de pelo claro, sus ojos de un verde intenso, concentrados en el móvil, y una preciosa mandíbula que pedía a gritos unos mordisquitos.

—Perdone —dije, apoyándole la mano en el brazo—. ¿Podría ayudarme?

Bajó la vista hasta mi mano, la alzó poco a poco hasta mi cara y sonrió.

Se le formaron unas arruguitas alrededor de los ojos, y un solo hoyuelo apareció en su mejilla izquierda. Tenía unos dientes perfectos, típicamente estadounidenses. Y yo estaba sudorosa y sin aliento.

—¿Podría decirme cómo funciona esto? —pregunté—. Hace muchos años que no viajo en avión. ¿Tengo que embarcar ya?

Siguió mi atención hasta el billete que tenía apretado en la mano y lo ladeó un poco para poder verlo.

Uñas cortas y limpias. Dedos largos.

—¡Oh! —dijo, y soltó una risita—. Su asiento está junto al mío. —Alzó la mirada hasta la puerta de embarque y añadió—: Están haciendo el preembarque, para los pasajeros que viajan con niños o que necesitan un poco más de tiempo. Luego embarcamos los de primera clase. ¿Quiere venir conmigo?

«Le seguiría más allá de las puertas del infierno, señor».

—Eso sería genial —dije—. Gracias.

Él asintió con la cabeza y se volvió de nuevo hacia la empleada de la puerta de embarque.

—La última vez que volé fue a la India, hace seis años —le dije, y él volvió a mirarme—. Tenía veinte años y fui a visitar Bangalore con mi amiga Molly, cuya prima trabaja en un hospital de allí. Molly es un encanto, pero las dos somos bastante torpes cuando viajamos. Estuvimos a punto de equivocarnos de avión e irnos a Hong Kong.

Él soltó una risita. Yo era consciente de que los nervios me estaban traicionando e impulsando a hablar demasiado, mientras que él solo se mostraba cortés, pero de todas formas no pude evitar terminar de contarle mi insustancial anécdota.

—En la puerta de embarque, una mujer muy amable nos explicó dónde teníamos que ir y echamos a correr hasta la otra terminal, a la que habían trasladado nuestro vuelo. No habíamos oído los avisos porque habíamos ido a buscar unas cervezas al restaurante. Subimos al avión justo antes de que saliera.

—Qué suerte —murmuró. En ese momento nuestra empleada anunció que podían embarcar los viajeros de primera clase. Él levantó la barbilla en dirección a la pasarela y me dijo—: Nos toca a nosotros. Vamos.

Era alto, y cuando echó a andar su culo me llevó a recordar con nostalgia a Patrick Swayze en Dirty Dancing. Bajé la mirada a lo largo de su cuerpo y me pregunté cuánto tardaba un hombre en dejarse los zapatos tan brillantes. Si hubiese buscado un hilo suelto en su traje, alguna pelusilla, sin duda me habría quedado con las manos vacías. Era meticuloso, y sin embargo nada envarado.

«¿A qué se dedicará? —me pregunté cuando por fin subimos al avión—. Debe ser un hombre de negocios. Estará aquí por trabajo, tendrá una amante en algún apartamento elegante de Chelsea. La habrá dejado esta mañana haciendo pucheros en la cama, vestida con la lencería que le regaló ayer como gesto de disculpa después de que su reunión se alargara demasiado. Ella le habrá dado comida a domicilio entre sábanas de raso, y luego le habrá hecho el amor toda la noche, hasta que él se haya levantado de la cama a las cuatro de la mañana para empezar a abrillantarse los zapatos…».

—¿Señorita? —dijo el hombre, en el tono de alguien que ha tenido que repetirlo al menos una vez.

Di un bote y esbocé una mueca de disculpa.

—Lo siento, estaba…

Me indicó con un gesto que me acomodara en el asiento de la ventanilla. Me senté y guardé mi bolso bajo el asiento delantero.

—Lo siento —volví a decir—. No recordaba lo organizado que puede ser el embarque.

Hizo un suave gesto con la mano para restar importancia a mis palabras y señaló:

—Es que viajo mucho en avión. Podría decirse que funciono en piloto automático.

Vi que sacaba del maletín un iPad, unos auriculares con cancelación de ruidos y un paquete de toallitas antisépticas. Utilizó una toallita para limpiar el reposabrazos, la bandeja y el respaldo del asiento de delante y luego sacó otra para limpiarse las manos.

—Ha venido preparado —murmuré, sonriente.

Él se echó a reír con naturalidad.

—Como le he dicho…

—Viaja mucho en avión —dije, acabando la frase por él. Acto seguido, me reí sin disimulo—. ¿Siempre está tan… atento?

Me miró, divertido.

—En una palabra: sí.

—¿Le toman el pelo por eso?

Su sonrisa constituía una rara combinación de cautela y picardía, y provocó en mi pecho una minúscula reacción de entusiasmo.

—Sí.

—Pues me alegro. Sus costumbres son encantadoras, pero merecen que le tomen el pelo un poquito.

Se rio y volvió a su tarea de guardar las toallitas en una pequeña bolsa de basura.

—Tomo nota.

La azafata se nos acercó y nos dio una servilleta a cada uno.

—Me llamo Amelia y les atenderé durante el vuelo. ¿Puedo traerles algo de beber antes del despegue?

—Tónica con lima, por favor —pidió mi compañero de asiento en voz baja.

Amelia me miró.

—Pues… —empecé, haciendo una leve mueca—. ¿Qué opciones hay?

Ella se echó a reír con amabilidad.

—Lo que quiera. Café, té, zumo, refrescos, cócteles, cerveza, vino, champán…

—¡Oh, champán! —dije, dando una palmada—. ¡Parece una forma estupenda de empezar unas vacaciones!

Me incliné y metí la mano en el bolso.

—¿Cuánto es?

El hombre me detuvo tocándome el brazo y una sonrisa perpleja.

—¡Es gratis!

Al mirarle por encima del hombro, me di cuenta de que Amelia se había ido ya a buscar nuestras bebidas.

—¿Gratis? —repetí sin mucha convicción.

Él asintió con la cabeza.

—En los vuelos internacionales, el alcohol es gratis.

Y en primera clase, bueno… lo es siempre.

—¡Joder! —exclamé, enderezando la espalda—. Soy una idiota. —Volví a empujar el bolso debajo del asiento con el dedo gordo del pie—. Este es mi primer viaje en primera clase.

Él se acercó un poco más y susurró:

—No se lo diré a nadie.

No supe cómo interpretar su tono y lo miré con atención. Me guiñó el ojo con gesto pícaro.

—Pero sí me lo dirá a mí si lo hago todo mal, ¿no? —pregunté con una sonrisa.

Ante la proximidad de aquel hombre y su olor masculino, a ropa limpia y betún, mis latidos eran un tambor que me retumbaba en la garganta.

—No se puede hacer mal.

«¿Qué acaba de decir?». Mi sonrisa se ensanchó.

—¿No permitirá que deje accidentalmente mis minúsculas botellas gratuitas de alcohol por todas partes? —susurré.

Él levantó tres dedos.

—Palabra de boy scout.

Enderezó la espalda, metió la pequeña bolsa de basura en su maletín y dejó este en el suelo, cerca de sus pies.

—¿Vuelve a casa o sale de viaje? —pregunté.

—Vuelvo —me dijo—. Soy de Boston. He pasado la semana en Londres por negocios. Usted ha hablado de vacaciones, ¿no es así?

—Pues sí. —Levanté los hombros en un gesto atolondrado e inspiré profundamente—. Salgo de viaje. Necesito tomarme un respiro.

—Un respiro nunca está de más —murmuró, mirándome directamente.

Su sereno interés me ponía un poco nerviosa, la verdad. Aquellos ojos tan verdes y aquellos rasgos tan bien definidos delataban sus orígenes escandinavos. Cuando centraba su atención en mí, era como si me iluminasen con un foco. Me sentía aturdida y levemente cohibida.

—¿Cómo es que se ha decidido por Boston? —preguntó.

—Para empezar, mi abuelo vive allí —contesté—. Y, al parecer, un montón de amigos. —Solté una carcajada—. Me reuniré allí con ellos para visitar las bodegas de la costa. Será la primera vez que nos veamos, pero otra amiga me ha hablado tanto de ellos en los dos últimos años que tengo la sensación de conocerlos ya.

—Parece una aventura. —Por un instante bajó la mirada hasta mis labios antes de volver a fijarla en mis ojos—. Jensen —dijo, presentándose.

Alargué el brazo, estremeciéndome de frío al notar el roce de mis pulseras metálicas, y estreché la mano que me tendía.

—Pippa.

Amelia volvió con nuestras bebidas y le dimos las gracias antes de levantar nuestros vasos de cristal en un brindis.

—Por los viajes y los regresos —dijo Jensen con una leve sonrisa. Entrechocamos los vasos y continuó—: ¿Pippa es un diminutivo o un apodo?

—Puede ser ambas cosas —dije—. A menudo significa Philippa, pero en mi caso soy simplemente Pippa. Pippa Bay Cox. Mi madre Coco es estadounidense, de Colleen Bay, y de ahí proviene mi segundo nombre. Siempre le había encantado el nombre de Pippa. Cuando mi madre Lele se quedó embarazada del hermano de Coco, esta la obligó a prometerle que, si era niña, le pondrían Pippa.

Él se echó a reír.

—Perdone. ¿Dice que su madre fue fecundada por el hermano de su otra madre?

«Vaya. Siempre me olvido de contar esta historia con delicadeza…».

—No, no, no directamente. Utilizaron una pipeta —expliqué, riéndome también. Menuda imagen mental estaba dibujando—. Entonces la gente no consideraba nada normal que dos mujeres tuviesen un bebé juntas.

—Claro —convino—, supongo que no. ¿Es hija única?

«… porque es aquí donde la historia se tuerce siempre».

—Sí, lo soy —confirmé, asintiendo con la cabeza—. ¿Tiene usted hermanos?

Jensen sonrió.

—Tengo cuatro.

—A Lele le habría gustado mucho tener más hijos —comenté, sacudiendo la cabeza—. Sin embargo, mientras ella estaba embarazada de mí, mi tío Robert conoció a mi tía Natasha, encontró a un Dios muy severo y decidió que lo que había hecho era un pecado. Me considera una especie de aberración. —Para aligerar el ambiente, añadí—: Espero no necesitar nunca médula ósea o un riñón.

Jensen pareció levemente horrorizado.

—Claro.

Comprendí con un ligero sentimiento de culpa que apenas llevábamos cinco minutos allí sentados y ya había empezado a contarle la historia de mi vida.

—En fin —dije, cambiando de tema—. Tuvieron que conformarse solo conmigo. Por suerte, las mantuve muy ocupadas.

Su expresión se suavizó.

—Seguro que sí.

Levanté mi copa de champán y di un buen trago. Las burbujas picaban un poco.

—Ahora quieren nietos, pero, gracias al Capullo, van a tener que esperarse.

De un último trago, me acabé la copa.

Llamé la atención de Amelia y alcé mi vaso.

—¿Hay tiempo para otra antes de que despeguemos?

Con una sonrisa, se llevó mi vaso para volver a llenarlo.

—Mire lo inmensa que es la ciudad de Londres —murmuré, mirando por la ventanilla mientras ascendíamos. La ciudad osciló debajo de nosotros y fue engullida poco a poco por las nubes—. Preciosa.

Cuando miré a Jensen, se apresuró a quitarse uno de los auriculares, que sostuvo con delicadeza en la mano.

—Perdone, ¿qué dice?

—Oh, nada. —Noté que las mejillas se me ponían calientes y no supe muy bien si era por la vergüenza de ser la típica compañera de asiento charlatana o por el champán—. No me había dado cuenta de que se había puesto los auriculares. Solo decía que Londres parece enorme.

—Es que es enorme —dijo, inclinándose un poco para mirar—. ¿Ha vivido siempre allí?

—Fui a la uni en Bristol —contesté—, pero volví al encontrar trabajo en el estudio.

—¿Estudio? —preguntó, dejando a un lado los dos auriculares.

—Sí, ¿no se lo había dicho? Trabajo en un estudio de ingeniería.

Enarcó las cejas, impresionado, y me apresuré a hablar para moderar el nivel de su respeto.

—Soy una humilde colaboradora —le aseguré—. Estudié matemáticas, así que me limito a hacer cálculos numéricos y a asegurarme de que no echamos la cantidad equivocada de hormigón en ninguna parte.

—Mi hermana es ingeniera biomédica —dijo con orgullo.

—Son cosas muy distintas —dije con una sonrisa—. Ella hace cosas muy pequeñas y nosotros hacemos cosas muy grandes.

—Aun así, lo que hace usted es impresionante.

Sonreí al oír eso.

—¿Y usted?

Inspiró hondo y muy despacio, y supuse que no le apetecía nada pensar en el trabajo.

—Soy abogado y estoy especializado en derecho mercantil. Me dedico sobre todo a hacer los trámites necesarios cuando se fusionan dos empresas.

—Parece complicado.

—Se me dan bien los detalles. —Se encogió de hombros—. Hay muchos detalles en mi trabajo.

Volví a observarlo: la raya que bajaba muy recta por el centro de cada pernera del pantalón, los brillantes zapatos marrones y el pelo peinado sin un solo mechón fuera de sitio. Su piel se veía cuidada, y llevaba hecha la manicura. Sí… se notaba que era un hombre detallista.

Eché un vistazo a mi propia indumentaria: un vestido suelto de color negro, medias a rayas moradas y negras, unas rozadas botas negras hasta la rodilla y un antebrazo cargado de pulseras. Llevaba el pelo recogido de cualquier manera en una especie de moño y no me había molestado en maquillarme antes de salir corriendo hacia el metro.

Menuda pareja formábamos.

—Algunas veces me gustaría que el bufete tuviera algo más de personalidad —dijo, tras observarme a su vez. Después de un breve silencio, añadió—: Lástima que no necesitemos especialistas en matemáticas.

Disfruté de aquel cumplido mientras él volvía a su música y a su lectura con gestos rápidos y casi forzados. Solo entonces caí en la cuenta de que llevaba algún tiempo bastante apática. No era capaz de mantener la atención de mi novio. No era capaz de reunir la energía necesaria para avanzar en mi profesión. Hacía meses que no disfrutaba de unas vacaciones, y ni siquiera recordaba la última vez que salí de copas con mis amigos. Últimamente no me molestaba en teñir mi pelo rubio rojizo de algún color divertido. Estaba en un punto muerto.

Lo estaba.

Ya no.

Amelia se inclinó hacia mí con una sonrisa.

—¿Le traigo otra?

Le tendí mi copa. Corría por mis venas el atolondramiento de las vacaciones, la aventura y, sobre todo, la emoción de escapar de todo.

—Sí, por favor.

El champán y sus ácidas burbujas se abrieron paso a través de mi pecho hasta llegar a mis extremidades. Notaba cómo se relajaba mi cuerpo poquito a poco, de los dedos al brazo y después al hombro. Me miré las manos. Mierda, llevaba el esmalte estropeado. El calorcillo llegaba ya al tatuaje de un pájaro que tenía en el hombro…

Apoyé la cabeza en el respaldo y suspiré satisfecha.

—Esto es mucho mejor que tener que registrar mi piso para ver qué se dejó el Capullo al marcharse.

Jensen se sobresaltó a mi lado.

—Perdone, ¿cómo dice? —preguntó, quitándose uno de los auriculares.

—Mark —le aclaré—. El Capullo. ¿No se lo he contado?

Me observó con atención. Parecía divertido. Sin duda pensaba que estaba borracha, pero no me importaba una mierda. Luego dijo con delicadeza:

—Pues no, no lo había mencionado.

—La semana pasada llegué a casa y me encontré a mi novio echándole un polvo a una gilipollas sin nombre.

Solté un hipido.

Jensen se mordió el labio inferior para no echarse a reír.

¿Tan borracha estaba ya? Solo había tomado… Conté con los dedos. Oh, mierda. Me había tomado cuatro copas de champán y tenía el estómago vacío.

—Así que le di la patada —dije, enderezando la espalda y esforzándome por parecer más sobria—. Pero resulta que no es tan fácil. Me dijo que no se puede vivir con alguien durante ocho meses y acabar con todo en un solo día. Le contesté que probara suerte y que yo quemaría todo lo que quedase.

—Estaría muy enfadada, claro —dijo Jensen en voz baja, quitándose el otro auricular.

—Pues claro, y también me sentía dolida. ¡Joder, tengo veintiséis años y él más de cuarenta! ¿Por qué tuvo que buscarse a otra para echar un polvo? No tiene sentido, ¿no le parece? Aunque seguro que esa amante que tiene usted en Londres, la de la lencería y la comida a domicilio en la cama, es más joven, está buena y es perfecta, ¿a que sí?

Sonrió con la mitad de la boca.

—¿La amante que tengo yo en Londres?

—No es que yo sea perfecta, y, desde luego, nunca tomo comida a domicilio en la puta cama, pero lo habría hecho si él hubiera insistido o si hubiera querido que nos pasáramos todo el día allí. Pero ya tenía una amiga con la que echar un polvo a la hora de comer, así que, ¿por qué iba a querer hacerlo conmigo? Vaya, he vuelto a enfadarme.

Me froté la cara. Estaba prácticamente segura de estar diciendo tonterías sin sentido.

Jensen no dijo nada, pero, cuando lo miré, vi que parecía escucharme con atención.

Era como estar con mis madres en el sofá, aunque aquí había distancia y no tenía que tener presente la posibilidad de que se preocupasen por mí. Aquí podía fingir que mi aburrido trabajo y el capullo de mi ex eran algo que podía dejar atrás para siempre.

Me volví de cara a Jensen y se lo solté todo:

—Quizá fuese un poco pendón antes de él, ¿sabe? —Amelia me preguntó si quería otra copa de champán y asentí con aire ausente—. Pero cuando conocí a Mark pensé que era el amor de mi vida. Ya sabe cómo son las cosas al principio, ¿no?

Jensen asintió vagamente.

—Sexo sobre cada superficie plana, ¿vale? —aclaré—. Yo volvía del trabajo y me sentía como una cría que baja corriendo las escaleras la mañana de Navidad.

Él soltó una carcajada.

—Comparar el sexo con la infancia… Deme un instante para hacerme a la idea.

—Todos los días eran así —dije entre dientes—. Su mujer le había engañado y abandonado, y yo le vi pasar por todo aquello. Esperé durante mucho tiempo a que volviese a la vida. Y entonces lo hizo: volvió a la vida conmigo. Estuvimos juntos mucho tiempo, más o menos once meses, y eso para mí es una eternidad. Al principio todo era genial… hasta que dejó de serlo de repente. No limpiaba, no arreglaba nada de lo que yo le pedía que arreglase, y siempre era yo la que pagaba los comestibles, la comida a domicilio y las facturas, y cuando me di cuenta estaba corriendo con los gastos de su nueva empresa. —Miré a Jensen, y su rostro pareció oscilar ante mí—. Y no me importaba, ¡en serio! Le quería, ¿vale?, y le habría dado todo lo que me hubiera pedido. Pero supongo que darle una amante a la que tirarse en mi propia cama, con las sábanas retiradas para no tener que lavarlas antes de que yo llegara a casa, era demasiado para mí.

Jensen puso su mano sobre la mía.

—¿Se encuentra bien?

—Quisiera darle una buena patada en el culo, pero, por lo demás…

—A veces, cuando viajo en avión —me interrumpió él—, me tomo una copa, y quizá otra, y en ocasiones olvido cómo me afecta cuando aterrizamos. La altitud lo… empeora. —Se acercó un poco, supongo que para que yo pudiera enfocar su cara—. No le digo esto para juzgarla por querer champán, porque ese Mark parece un auténtico gilipollas, sino simplemente para que entienda que volar y beber son experiencias distintas…

—¿Debería tomar agua?

Solté un hipido y luego, para mi horror, eructé.

«Oh, Dios mío. Oh, joder».

—Me cago en la puta —logré articular, y me tapé la boca con la mano.

Seguro que un hombre como Jensen no iba por ahí eructando en público como un sapo.

Ni salía con una chica que lo hiciese.

Ni decía palabrotas.

Ni se tiraba pedos.

Y ni siquiera llevaba una pelusilla en el traje.

Me disculpé entre dientes, pasé por encima de él y me dirigí al lavabo, donde pude echarme agua en la cara, respirar varias veces para tranquilizarme y soltarme un sermón a mí misma en el espejo.

Cuando regresé a mi asiento al cabo de unos minutos, Jensen se había dormido.

El aterrizaje fue muy movido, y Jensen se despertó de golpe en su asiento. Él había dormido casi cuatro horas, pero yo no había podido pegar ojo. A mis amigos el alcohol les daba sueño; a mí me espabilaba. Era una lástima, porque habría preferido dormir a pasarme el vuelo elaborando un catálogo mental de todas las señales de la infidelidad de Mark que había pasado por alto y reprochándome mi capacidad para hacer el ridículo con un extraño.

El aeropuerto internacional Logan, insulso y gris, se extendía ante nosotros. Amelia dio los avisos, supuse que habituales, recomendándonos permanecer sentados, retirar con cuidado el equipaje y volver a volar con aquella compañía.

Lancé una rápida mirada a Jensen, y aquel movimiento hizo sonar un gong metálico en mi cabeza.

—¡Oooh! —gemí, apretándome la frente—. Odio el puto champán.

Él me dedicó una sonrisa cortés.

Señor, qué guapo era. Confié en que alguien le esperara en casa, alguien a quien pudiera contarle que había conocido en el avión a una británica desquiciada y desaliñada.

Sin embargo, una vez que nos permitieron ponernos de pie, sacó su teléfono móvil del maletín y miró con el ceño fruncido la larga lista de mensajes.

—De nuevo en la brecha, ¿no? —pregunté con una sonrisa.

Él no me miró.

—Que tenga buen viaje.

—Gracias.

Me mordí los labios literalmente para no añadir una explicación inconexa sobre el motivo por el que le había bombardeado con mi incesante parloteo y le había eructado encima. En lugar de eso, seguí el avance de su culo perfecto hasta la terminal, diez pasos detrás de él.

Tras cruzar la terminal y pasar por la zona de recogida de equipajes, me encontré a mi abuelo esperando al pie de la escalera mecánica. Llevaba una camiseta de los Red Sox de Boston y unos desteñidos pantalones color caqui con tirantes.

Su abrazo me recordó el de Coco: firme, suave y cálido, sin muchas palabras de bienvenida.

—¿Qué tal el viaje? —preguntó, echando a andar y pasándome un brazo por los hombros.

Notaba las piernas débiles y temblorosas. Qué no habría dado por una ducha caliente.

—He tomado demasiado champán y le he soltado un rollo tremendo a ese pobre tío que va por allí.

Levanté la barbilla, indicando al hombre de negocios alto que caminaba unos cuantos pasos por delante de nosotros, hablando ya por el móvil.

—Ah, ya —dijo mi abuelo.

Le lancé una ojeada, asombrada una vez más de pertenecer a una estirpe tan discreta y afable. Habían transcurrido dos años desde la última visita de mi abuelo a Londres, y hasta ese momento nos habíamos visto en todas las vacaciones. Él nunca hablaba con excesivo entusiasmo de nada, pero su apoyo silencioso hacia Lele y Coco era incondicional.

—Me alegro mucho de verte —le dije—. Ya echaba de menos tu cara y tus tirantes.

—¿Cuándo sales de viaje? —preguntó mi abuelo en respuesta.

—La fiesta se celebra mañana —contesté—, y el domingo a primera hora saldremos a visitar las bodegas. Pero volveré cuando acabe el viaje y pasaré unos días contigo.

—¿Tienes hambre?

—Muchísima —dije—. Pero no quiero nada de alcohol. —Me recogí a toda prisa en otro moño el pelo enredado y luego me froté la cara con las manos—. Uf, voy hecha un desastre.

Mi abuelo me miró de arriba abajo y, cuando nuestros ojos se encontraron, comprendí que solo veía lo mejor de mí.

—Estás preciosa, Pippa.

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