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12. Pippa

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Pippa

Nuestro último trayecto nos llevaría en dirección al norte, hasta la cabaña de Waitsfield, Vermont, al sudeste de Burlington. Todos estábamos atontados después de permanecer despiertos hasta muy tarde en nuestras respectivas habitaciones la noche anterior. Aunque quizá, más que nada, se nos hubieran acabado los temas de conversación.

Jensen y yo habíamos dejado de fingir, pero algo distinto se había instalado entre nosotros: el permiso para besarnos y tocarnos, no para que otros nos vieran o como una especie de juego, sino porque queríamos hacerlo.

En la última hilera de asientos, eché una cabezadita sobre su hombro, vagamente consciente de nuestra postura: su brazo derecho rodeándome; su mano izquierda sobre mi muslo, justo debajo del borde de la falda; su cuerpo inclinado hacia el mío, curvándose para convertirse en una almohada más cómoda. Era consciente de que hablaba en susurros cada vez que Hanna le preguntaba algo desde el asiento del copiloto. Era consciente del peso de su beso cuando, de vez en cuando, sus labios me rozaban el pelo.

Pero hasta que no me despertó suavemente con el codo no fui consciente del hecho verdaderamente mágico que estaba sucediendo: los paisajes urbanos habían dado paso a una exuberante naturaleza. En sus últimos momentos de vida antes del invierno, los arces flanqueaban densos las carreteras de doble sentido. Naranjas y amarillos cubrían el suelo, agitados por el viento a nuestro paso. Aunque todavía se distinguía algo de verde aquí y allá, la tierra componía una gama de tonos ocres y fuego menguante con el cielo azul brillante como telón de fondo.

—Madre mía —susurré.

Noté la atención de Jensen junto a mi rostro, pero apenas pude apartar los ojos de aquello.

—¿Quién… quién…? —empecé, incapaz de imaginar quién era capaz de vivir allí y marcharse alguna vez.

—Nunca te he visto sin palabras —dijo, asombrado.

—Solo hace siete días que me conoces —le recordé con una carcajada, recuperando la capacidad para volverme y mirarlo.

Qué cerca. Sus ojos eran lo más brillante dentro de aquel coche, concentrados como estaban solo en mí.

—Pareces muy pensativo —susurré.

—Eres preciosa —dijo también en voz baja, acompañando sus palabras con un leve gesto de los hombros.

«No te enamores, Pippa».

—Faltan diez minutos para llegar —anunció Will desde el asiento del conductor.

Noté que el interior del coche recuperaba la energía. Ruby, que se echaba una siestecita sobre las rodillas de Niall, se levantó y estiró sus largos brazos en el asiento de delante.

Dejamos atrás un pueblecito. Las casas aparecían cada vez más espaciadas. Pensé en Londres, una ciudad donde la gente vivía amontonada, e intenté imaginar una existencia aquí.

La sencillez de tener solo lo que necesitas, de llevar una vida agradable y serena de verdad, de poder ver todas y cada una de las estrellas.

Y la dificultad, también, de no poder ir caminando al mercado, de no poder regresar a casa con una bolsa de comida para llevar ni viajar en metro de un lugar a otro, de no poder alejarse de los mismos amigos de siempre sin conducir largo rato.

Sin embargo, tendrías eso en la puerta de casa cada minuto, y no dejaría de evolucionar, del invierno a la primavera, al verano y al otoño. Atrás quedaría el gris inglés que ocupaba el cielo con mucha más frecuencia que el sol.

Los dedos de Jensen ascendieron por mi cuello y se introdujeron entre el vello de la nuca para darme un suave masaje, como si hiciese aquello cada día.

¿No podía imaginarme abandonando ese estado, o simplemente no quería que terminara ese viaje?

—Puede que mi teléfono móvil se sienta así cuando se queda sin batería y lo dejo en paz durante unas horas —murmuré.

A mi lado, Jensen se echó a reír.

—Tus extrañas metáforas empiezan a tener sentido para mí.

—Estoy ensuciando tu intelecto poco a poco.

—¿Es eso lo que haces cuando me follas hasta dejarme idiota?

Aunque Jensen pretendía hablar en voz baja, vi de reojo que Ruby se enderezaba más en su asiento, fingiendo no escuchar, y se inclinaba hacia la ventanilla. Le apoyé un dedo sobre los labios, sacudiendo la cabeza mientras contenía una carcajada.

Abrió unos ojos como platos al comprender que los demás habían oído sus palabras, pero, en lugar de sentirse incómodo y sacar su móvil en busca de una inmediata retirada emocional, se inclinó hacia delante y apoyó su boca sobre la mía, atrapando mis dedos a la vez. Aquel permiso para tocarnos cuando quisiéramos y dónde quisiéramos iba a acabar conmigo.

«No te enamores, Pippa.

»No te enamores».

—¡La hostia, chicos! —exclamó Will desde delante, y todos nos asomamos por nuestras respectivas ventanillas.

Un camino privado salía de la carretera principal. El vehículo enfiló el camino, y las ruedas produjeron un suave chirrido al pisar la mezcla de gravilla y corteza de árboles. El aire era más fresco y húmedo bajo la sombra de las gruesas ramas, que no dejaban pasar el sol. Olía a mantillo, a pino y a tierra en descomposición. Un camino de acceso dibujaba una curva delante de nosotros, y Will fue aminorando la velocidad hasta detener el monovolumen y apagar el motor.

Casi daba miedo perturbar el silencio que siguió, mover las hojas o ahuyentar algún pájaro al abrir la puerta del coche. La casa que se alzaba ante nosotros parecía salir de una película de mi infancia. Era una inmensa cabaña de troncos con tejado a dos aguas, hecha con tablas de arce y teñida de un marrón cálido y meloso. Unos arbolitos flacuchos punteaban el perímetro y se fundían con el matiz más oscuro del bosque que rodeaba la construcción.

—¡Es aún más flipante que en las fotos! —exclamó Ruby, con la nariz pegada al cristal para poder verlo todo.

—¡Desde luego! —chilló Hanna.

Al final bajamos del monovolumen, estiramos brazos y piernas y nos quedamos mirando la casa, maravillados.

—Hanna —dijo Will en voz baja—, nena, con esto te has superado a ti misma.

Ella se puso a dar saltitos sobre las puntas de los pies, mirándolo con orgullo.

—¿Tú crees?

Él sonrió, y un silencio lleno de sobreentendidos se instaló entre ellos. Aparté la mirada para darles intimidad.

Ruby cogió a Niall de la mano y ambos echaron a andar por el sendero que conducía a la cabaña. Todos los seguimos, contemplando los árboles, el cielo y el entramado de senderos para caminar que salían del punto en el que estábamos y penetraban en el bosque.

El sendero más cercano iba desde el aparcamiento hasta uno de los lados de la casa, pero la majestuosa entrada principal dejaba pequeño al mismísimo Niall. La cabaña tenía dos plantas, con balcones en cada extremo. Un par de mecedoras flanqueaban el porche delantero, y a un lado se veía un poco de leña cortada y apilada con pulcritud. En previsión de nuestra llegada, el guarda había encendido un cálido fuego en la chimenea, y a través de la ventana distinguí una botella de vino tinto, abierta para que respirase, sobre la mesa situada nada más entrar.

Todo lo que no era madera era cristal; ventanas y más ventanas cubrían la parte lateral de la casa, iluminando el exterior de la cabaña con la misma luz cálida que bañaba el interior.

Hanna sacó una llave de un sobre que llevaba en la carpeta y abrió la puerta.

—Esto es absurdo de cojones —me oí decir a mí misma.

Jensen se rio a mi lado, y Will se volvió y asintió con una sonrisa.

—Sí, claro.

—Quiero decir que cómo narices voy a volver a la vida real después de esto. Vivo en una choza.

Hanna se echó a reír, encantada.

—Creía que éramos amigas, Hanna —intervino Ruby, con una carcajada—, pero después de esto el resto de mi vida parecerá deprimente. Y la culpa es tuya.

Hanna estrechó a Ruby entre sus brazos y me sonrió por encima de su hombro.

—Es que somos amigas —dijo, y su sonrisa se ensanchó cuando Will se le acercó por detrás y la abrazó a su vez—. Somos las mejores amigas del mundo, y estas son las mejores vacaciones de mi vida.

«Nueve días más —pensé, mirando a Jensen mientras Niall y él se reían de lo absurdo de nuestra buena suerte—. Solo me queda algo más de una semana para estar con ellos».

Esa noche, mientras el sol se ponía al otro lado del ventanal de la cocina, bebimos vino sentados alrededor de la barra de desayunos mientras Will cocinaba para nosotros. Sin que la propia Hanna lo supiera, había encargado comestibles después de planear las comidas de la semana.

Mientras nos servíamos el vino y nos reíamos al oír de labios de Niall la serie completa de los mensajes que Bennett había enviado en la última semana al móvil de Will, Jensen permanecía apartado a un lado, escuchando sin intervenir.

—«No sé si mantenerla embarazada los próximos diez años —leyó Niall—, o hacerme una vasectomía sin decirle nada y rezar para recuperar a mi mujer». —Bajó un poco en la lista de mensajes, murmurando—: Ese fue de hace dos días. Este, de anoche: «Chloe ha preparado un pastel». Y Max respondió: «¿Y no fue para tirártelo a ti?».

Will se rio mientras echaba unos ajos en una sartén con aceite caliente.

—Les dije que no tendríamos cobertura en toda la semana y que si necesitaban algo tendrían que llamar al fijo.

Me pregunté si Hanna miraría de vez en cuando a Jensen igual que hacía yo, observando cómo se sacaba el móvil del bolsillo y contemplaba la pantalla.

No tuve que preguntar para saber lo que veía en ella: nada. Ni barras, ni 4G, ni LTE, ni cobertura. Después de meter el equipaje en la casa, había revisado el registro de huéspedes, sintiendo más curiosidad por el lugar de procedencia de los visitantes anteriores que por el sitio donde encontrar los mandos a distancia y la leña. Allí había leído que tampoco había wifi.

Al menos, con tanta visita a las bodegas casi no habíamos parado. Si además teníamos en cuenta el drama de Becky y la presencia a su lado de la chica para las vacaciones, Jensen no había podido preocuparse demasiado por el trabajo. Sin embargo, ahora sabía que se extendían ante él nueve días vacíos, salvo por aquello con que decidiera llenarlos él. Vi cómo reaccionaba ante el aislamiento de la cabaña y los días de ocio que tendría que soportar allí: con gesto tenso, se deslizó el móvil de nuevo en el bolsillo y se giró para mirar por la ventana.

Y luego se volvió hacia mí para mirarme a los ojos como si hubiese intuido que lo estaba observando. Estoy segura de que mi expresión era bastante vehemente y agresiva; tenía la mandíbula apretada y los ojos clavados en él, comunicándole muy a las claras lo que estaba pensando: «Deja el puñetero móvil, Jens, y pásatelo bien». Así que sonreí y, guiñando un ojo, levanté mi copa elocuentemente hasta mis labios y di un largo trago.

La tensión de sus hombros se disolvió poco a poco. No sé ni me interesa saber si fue consecuencia de un esfuerzo por su parte o de algún mecanismo subconsciente. El caso es que cruzó la habitación para situarse de pie junto a mí.

—Nada de trabajo, ¿vale? —dije con una sonrisa—. Siento ser yo quien te lo diga, pero aquí no está permitido ejercer la abogacía. Qué lástima.

Sacudió la cabeza con una risa breve y tensa. Acto seguido, se inclinó para darme un beso en el pelo. Sin embargo, no se retiró enseguida, así que me aproveché y me recosté contra su peso sólido y tranquilizador, conteniendo una sonrisa más amplia mientras sus brazos me rodeaban.

La excusa de Becky estaba a cientos de kilómetros de distancia, y aun así nadie reaccionó como si ese abrazo resultase raro.

La primera mañana, después de dormir hasta una hora indecente, desayunamos bizcochitos de suero de leche cubiertos de confitura. Después salimos a coger moras y a nadar en el ancho arroyo. Por la tarde ganduleamos junto al fuego en la cabaña, leyendo todos los fabulosos y terribles misterios que pudimos encontrar en los estantes de la casa.

Y los días fueron pasando de ese modo: paseos por el bosque, siestas después de comer e interminables horas de risas en la cocina, bebiendo vino mientras Will cocinaba.

En mi opinión, lo único que faltaba era cortar un poco de leña, aunque fuese innecesario.

El tercer día supe que no podía dejar de mencionarlo. Sospechaba que, cuando volviésemos la vista atrás, esa podía ser mi auténtica aportación al viaje.

—El fuego parece un poco mortecino —les dije a los hombres, que jugaban al póquer en el comedor.

Ruby alzó la vista de su libro y luego paseó la mirada elocuentemente entre la inmensa butaca de cuero junto al fuego en la que yo leía hecha un ovillo y la pesada pila de leña amontonada delante de la chimenea.

—Pues hay un montón de leña —dijo, confusa.

—Ruby Stella —dije en voz baja—. No voy a decirte que cierres esa bocaza, pero tampoco voy a dejar de decírtelo.

Se dio una palmada sobre la boca en el preciso momento en que Will entraba corriendo en la habitación, preocupado. Se detuvo en seco al ver el fuego, que ardía con fuerza en la chimenea, y la gigantesca pila de leña que descansaba junto a él, nada insuficiente.

—Claro, puedo poner más leña encima —dijo, sin que el tono de su voz dejara traslucir si estaría pensando que menuda vaga estaba hecha.

Will era todo un príncipe.

—La cuestión es que la leña recién cortada es un lujo —dije, apoyándome sobre un codo—. El olor, el chisporroteo…

Ladeó la cabeza y me observó. A continuación miró a Hanna, que se reía tontamente detrás de su libro.

—«¿Recién cortada?» —repitió.

—Me parece que he visto un hacha detrás de la leñera —añadí amablemente—. Un hacha grande y pesada. Y hay varios troncos más grandes dentro…

En ese momento vi a Jensen en la puerta. Tenía un hombro apoyado contra el marco.

—Pippa.

Lo miré y sonreí.

—¿Qué?

Él se limitó a contemplarme.

Hice una mueca compasiva.

—A no ser que no sepáis manejar un hacha. O al menos una tan grande.

Oí la risa de Niall procedente del comedor.

—Puedo manejar un hacha perfectamente —dijo Will, retrocediendo un poco—. Utilizar un hacha suena como dar un paseo por el parque.

—No —dije, apaciguándolo—, sois chicos de ciudad. No quiero que os hagáis daño. No debería haberlo propuesto. Lo siento.

Desde el sofá, Ruby murmuró:

—Jooodeer.

Niall apareció detrás de Jensen y me sonrió.

—Pippa, eres malísima.

—Puede que los malísimos seáis vosotros cortando leña.

Jensen y Will cambiaron una mirada y luego Jensen se agarró el borde del jersey, tiró hacia arriba y se lo pasó por encima de la cabeza hasta quedarse en camiseta y vaqueros.

—Me parece que nos han desafiado.

Nos levantamos prácticamente de un salto y seguimos a los hombres al jardín trasero.

A un lado del cobertizo había un tajo para cortar leña y, a solo unos metros de distancia, apoyada contra la estructura, se hallaba una impresionante hacha.

Un hacha tremendamente impresionante. Yo solo intentaba que se picaran, pero aquello parecía… muy pesado.

Tuve mi primer momento de vacilación.

—Chicos, puede que…

Will la cogió con una mano y la hizo oscilar por encima de su hombro. Junto a mí, Hanna forzó una exhalación temblorosa.

—¿Qué ibas a decir, Pippa? —preguntó Will, frunciendo el ceño con una expresión entre burlona y seria.

—Mmm… nada.

Niall salió del cobertizo con un tronco más grande que él, lo juro, y lo dejó en el suelo para que Will lo cortara en trozos más pequeños a fin de poder partirlo luego sobre el tajo.

Sin embargo, en lugar de empezar a cortar, Will le pasó el hacha a Jensen y luego me miró con una sonrisa maliciosa que decía algo así como «De nada» y «Así te callarás».

Sin mirarme siquiera y con un aire muy sexy y decidido, Jensen levantó el hacha por encima del hombro derecho y la bajó con fuerza hasta clavarla en el tronco. El sonido resonó a nuestro alrededor, ahuyentando a una bandada de pájaros que descansaba con toda comodidad en un árbol cercano.

—¡Hostia, me siento como un hombre! —exclamó sorprendido, y se echó a reír mientras liberaba la hoja antes de tomar impulso de nuevo.

Su camiseta era blanca, y debajo pude ver los músculos de su espalda tensándose cuando clavó el hacha en la leña fresca. Hanna daba saltitos a mi lado, animando a su hermano, pero mi atención se concentraba en Jensen. Y en su espalda.

La misma espalda que había notado mis uñas mientras me follaba contra el tronco de un árbol el día anterior.

La misma espalda que yo había enjabonado hasta formar espuma esa misma noche en el cuarto de baño.

La misma espalda que había sudado bajo las palmas de mis manos mientras movía su cuerpo sobre el mío en la cama esa mañana.

—Santa María, madre de Dios —murmuré.

Era una lumbrera.

—Temo por la salud de Pippa —dijo Niall entre risas—. ¿Alguien entiende de reanimación cardiopulmonar?

Al oír esas palabras, Jensen se echó hacia atrás y me miró por encima del hombro con la frente húmeda de sudor. Cuando vio mi expresión, sonrió con ferocidad y se le formaron unas arruguitas en el rabillo de los ojos.

Era justo la expresión que había mostrado dos noches atrás, cuando me había arrojado literalmente sobre la cama y se había echado encima de mí.

—¡Tu turno! —le dijo Ruby a su marido, y Jensen, sofocado y despeinado, le pasó a Niall el hacha.

Con los ojos brillantes de emoción y envidia, Will cogió un trozo de medio metro del tronco que Jensen había partido y lo colocó sobre el tajo para Niall.

Jensen se puso a mi lado, sospechosamente cerca. Entonces me llegó su olor, una mezcla de sudor limpio y loción para después del afeitado. Menudo cabroncete estaba hecho. A fin de cuentas, le había dicho pocos días atrás, durante un paseo, lo mucho que me encantaba su olor cuando sudaba.

—Eres peligroso —susurré.

—¿Yo? —preguntó sin mirarme, haciéndose el inocente—. Eres tú la que ha manipulado a todo este grupo para que saliéramos aquí a cortar leña.

Crucé los brazos sobre el pecho, complacida.

—Soy muy lista.

—Ha acudido a mi mente la expresión «genio del mal».

—Desde luego, qué bien manejas el hacha…

Se volvió y me tapó la boca con una mano mientras se reía. Se me acercó un poco más y susurró:

—Eres una guarrilla.

—Y a ti te gusta —murmuré contra su palma.

No pudo discutírmelo. En lugar de eso, me besó en la frente antes de dedicarme una mirada de advertencia y retirar la mano.

Niall alzó el hacha. De soslayo, vi que, al presenciar cómo su marido cortaba el tronco exactamente por la mitad, Ruby experimentaba la misma reacción que yo había tenido ante Jensen.

—Esto tiene que ser algo instintivo —dijo Will, asintiendo en señal de aprobación—. Después tendríamos que ir a practicar la lucha libre, o a cazar unos… —Se interrumpió y miró a Hanna, que se reía de él mientras le rodeaba la cintura con los brazos—. Bueno, da igual, ya compré salmón para esta noche.

Will realizó unos cuantos turnos, sin dejar de proclamar que debía de llevar en la sangre la habilidad para cortar leña y que nunca se cansaría de hacerlo.

—Ha sido una forma genial de aprovechar la tarde. Creo que deberíamos dedicarle a Pippa nuestro primer hijo —dijo Hanna, un poco jadeante.

Will dejó caer el hacha y se volvió a mirarla.

—¿Quieres que nos pongamos manos a la obra ahora mismo?

Se cargó a su mujer al hombro y la llevó adentro. Hanna chilló feliz.

La salida de Niall y Ruby fue más sutil. Él se limitó a cogerla de la mano, a dedicarme una leve sonrisa y a decir en voz baja:

—Si nos disculpáis…

Seguidamente entraron en la casa.

Sonriente, Jensen se volvió hacia mí y empezó a aplaudir despacio.

—Tu plan malvado ha salido a pedir de boca.

—¿Malvado? —repetí, mirando a nuestro alrededor con intención—. No solo hemos cortado leña para la chimenea, sino que, además, ¡todo el mundo está haciendo el amor por la tarde!

—¿Todo el mundo? —preguntó, acercándose.

El sudor del pecho le pegaba la camiseta a la piel. Levanté una mano y la apoyé allí.

—Bueno… puede que todo el mundo no.

Se inclinó y me rozó los labios con los suyos. Y, por si el ingenio discreto e irónico de Jensen no me llevaba a adorarlo, sin duda lo lograban esos momentos tiernos que tanta tranquilidad me infundían.

—¿En tu habitación o en la mía?

Me eché a reír.

—Llevamos aquí tres días. ¿Por qué vamos a molestarnos en utilizar otra cama a estas alturas?

Había cuatro dormitorios en la casa: dos habitaciones dobles y dos individuales. Aunque Jensen había dejado su maleta en la más pequeña, al fondo del pasillo, no había llegado a utilizarla. No sé cómo explicarlo, pero allí, en compañía de sus mejores amigos y de mi querida Ruby, habíamos establecido sin esfuerzo una rutina de amantes. Ya no jugábamos a estar casados ni nos hacíamos ilusiones pensando que podríamos continuar cuando nos marchásemos de allí, pero tampoco abordábamos aquello como si se tratase de unos simples polvos sin ataduras en los rincones oscuros de un pasillo. Es cierto que habíamos acabado emparejados porque no había nadie más, pero la situación ya no resultaba forzada.

Me besaba delante de todos y nadie pestañeaba.

En las excursiones, me cogía de la mano como si llevara años haciéndolo.

Y, aunque no hubiera ninguna Becky por allí ni ningún otro motivo que nos obligara a fingir, dejaba muy claro que dormiríamos en la misma cama durante toda la semana. Así eran las cosas: ni preguntas, ni explicaciones.

Sucedió la última noche que pasamos en la cabaña. Jensen me sentó sobre sus rodillas en la gran butaca de cuero del salón. Al pensar en hacer el equipaje y regresar a Boston para pasar allí la última semana de mis vacaciones, empecé a sentir un dolor sordo y palpitante en el pecho. Permanecimos allí sentados, yo acurrucada sobre sus rodillas y mirando por la ventana, con el fuego crepitando a menos de tres metros de distancia, y él leyendo.

—Estás muy callada —dijo, rompiendo el silencio.

Dejó el libro sobre la mesita y cogió su copa de whisky para dar un sorbo.

Me estiré para darle un beso y noté el sabor del licor en sus labios.

—Estoy pensando.

—¿En qué piensas? —preguntó, devolviendo la copa a la mesa y mirándome a los ojos.

Me apoyé en su hombro y noté que me cogía por debajo de las piernas para estrecharme aún más contra su cuerpo. Tenía ganas de decirle que había estado pensando en él, en mí, en lo agradable que era aquello y en lo poco que me entusiasmaba la idea de volver a casa. Sin embargo, no era eso exactamente.

Sabía que Jensen y yo habíamos vivido en una burbuja y que las cosas no serían así en nuestra vida cotidiana. No podían serlo. Me habría gustado que nuestra existencia no se basara tanto en la profesión y en los logros. Deseaba cosas que no eran realistas, como, por ejemplo, un Jensen que no viviera obsesionado por el trabajo y que estuviera dispuesto a escaparse conmigo a una cabaña del bosque seis meses al año para regresar al mundo real solo cuando estuviésemos absolutamente hartos de panecillos con moras y de sexo sin límites. Para empezar, deseaba una Pippa que pudiera permitirse escapar durante seis meses al año.

—Estoy soñando con cosas imposibles —dije.

Se puso un poco tenso.

—Las tortitas de Will para siempre —aclaré—. Y el arce gigantesco que está detrás de la casa. Seguro que da la mejor sombra en verano. Me gustaría que pudiéramos quedarnos en esta cabaña.

Jensen se movió y me sentó a horcajadas sobre su cuerpo.

—A mí también.

Cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás, contra el suave cuero.

—Tengo miedo de mirar mi bandeja de entrada.

Me miró casi perdido. Parecía asustado. Su móvil llevaba una semana abandonado sobre la silla del dormitorio. Creo que ni siquiera le había echado un vistazo, y menos aún lo había cogido para comprobar si había cobertura.

Le apoyé una mano en el pecho y sacudí la cabeza.

—No, por favor. Si quieres que el último día aquí sea tan bueno como los ocho anteriores, ahora no puedes hacer nada. Me quedan dieciocho horas en este sitio y pienso aprovecharlas al máximo.

Jensen asintió, tomó mi mano y me depositó un beso en la palma. Contemplé sus manos, mucho más grandes que la mía. Mi piel resultaba muy clara en comparación con la suya. Mis brazos estaban libres de pulseras; mis uñas, libres de esmalte. Llevaba más de una semana sin maquillarme. Ostras, algunos días ni siquiera me había molestado en ponerme sujetador.

—Han sido dos semanas muy raras —murmuré.

Asintió con la cabeza.

—Exesposas y matrimonios de mentira —dije—. Recorrer la costa Este bebiendo y ver cortar leña a los machos.

—Yoga matinal y canciones desafinadas —añadió él—. Las canciones desafinadas me gustaron.

—Mi parte favorita.

—¿Has dicho que fueron tu parte favorita? —preguntó con una sonrisa desvergonzada.

—Está bien, puede que haya habido un par de momentos mejores.

—Lo cierto es que yo he disfrutado cada momento —dijo, y luego se paró a reflexionar—. O casi.

Sospeché que se refería a Becky.

Alcé la vista y esperé a que me mirase a los ojos.

—¿Volveré a verte alguna vez?

—Estoy seguro.

—¿Echarás esto de menos? —pregunté en voz baja.

Entornó los ojos.

—¿Me lo preguntas en serio?

No supe muy bien cómo responder a eso.

—Pues… sí. Al fin y al cabo, solo soy una chica para las vacaciones.

Apretó los músculos de la mandíbula y miró hacia un lado, parpadeando con aire reflexivo. Finalmente, al cabo de casi un minuto de tormento para mí, me miró otra vez e inspiró hondo.

—Echaré esto de menos.

No supe con certeza si se refería a mí o al sexo, a la cabaña o al simple hecho de estar alejado de todo. Sin embargo, exclamé, casi sin aliento:

—¡Bien!

—Estoy seguro de que la primera noche que vuelva a pasar en mi cama me sentiré muy solo —añadió, y noté que mi cerebro fruncía el ceño, esforzándose por comprender aquello—. Pero no podemos hacernos ilusiones y pensar que esto pueda llegar a alguna parte.

—Yo no me hago ilusiones —dije un poco ofendida, echándome hacia atrás—. Sencillamente digo que me gustas.

Tras deslizar otra vez su mano bajo mis rodillas, se puso de pie, levantándome sin esfuerzo. Los peldaños de madera parecieron moverse bajo sus pasos seguros; la puerta del dormitorio se abrió con un simple golpecito de su hombro.

Y de pronto tenía la espalda sobre el colchón. Jensen, encima de mí, me observaba con sus ojos verdes.

—Tú también me gustas a mí.

Quise grabar a fuego el resto de la noche en mi memoria permanente: su forma perezosa de desnudarme, a sabiendas de lo que había bajo la ropa; cómo se levantó y se tomó su tiempo para colocar su jersey sobre el respaldo de la butaca del rincón; cómo regresó conmigo, mirándome a los ojos mientras se arrastraba hacia mí sobre la cama.

¿Eso era hacer el amor?

Mientras miraba fijamente a Jensen, encima de mí, atento al modo en que sus manos se deslizaban por mis pechos desnudos, me sentí de pronto muy ingenua. Creía haber hecho el amor con Mark y con otros tíos con los que me había encariñado. Le había dicho a Mark que lo quería, y pensaba que así era. Sin embargo, desde el principio, el sexo requería alcohol o era un acto apresurado, y yo había dado por sentado que aquella clase de pasión impaciente significaba amor.

Pero al mirar a Jensen en ese momento, mientras descendía por mi cuerpo con los ojos abiertos y las manos sinceras y anhelantes, tenía la sensación de que hasta entonces nunca me había tocado un hombre de verdad. Chicos, muchos. Nunca un hombre que se molestara en tomarse su tiempo y explorar. Y lo que lo hacía distinto no era solo su forma de tocarme, sino cómo me sentía yo cuando me tocaba: como si él pudiera exigirlo todo y yo fuera a dárselo sin lugar a dudas; como si, cuando estábamos solos así, no tuviese motivo alguno para esconder un solo centímetro de mi piel.

Apenas había oscurecido. Oímos los sonidos que hacían nuestros amigos al preparar la cena y sus risas mientras disfrutaban de una copa de vino, pero en el piso de arriba Jensen y yo nos tomamos tiempo para tocar, saborear y jugar. Se corrió en mi boca con un gemido indefenso. Me corrí contra su lengua con un grito sofocado por el dorso de mi propia mano, y nos besamos, besamos y besamos durante otra hora más hasta que quise tenerlo debajo de mí, excitado, con el cuerpo frenético de deseo. Le até las manos al cabecero con mi blusa y disfruté de su mirada encendida, de la tensión de sus músculos inmovilizados mientras contemplaba cómo me lo follaba.

Seguía sin ser muy hablador. Sus ruidos parecían actos realizados bajo coacción; los gruñidos y gemidos en voz baja, el «joder» sorprendido que se le escapó cuando me corrí y lo notó, el jadeo. Quise embotellar sus sonidos para comérmelos después. Quise embotellar su aroma para revolcarme en él.

Después de desatarlo para dejarle jugar con mi cuerpo como yo sabía que le gustaba, deslicé las palmas de mis manos por el sudor de su piel, pecho arriba y a lo largo del cuello. Estaba cansada; él estaba a punto, y sus manos me levantaron mientras sus caderas me follaban rápido, con fuerza. La cama protestó, gimiendo y dando golpecitos contra la pared. Me ardían los muslos, y la vena que Jensen tenía en la frente se hizo más prominente a medida que se acercaba al orgasmo. Sus dientes rechinaron en el camino hacia el placer, sus manos se clavaron en la carne de mis caderas.

Fue un polvo como Dios manda y fue, sin duda, el mejor de mi vida.

Cuando se corrió, jadeando y boqueando bajo mi cuerpo, contemplé su cara para grabarla en mi memoria. Jensen no estaba pensando en su bandeja de entrada, en su equipo ni en la fusión y los contratiempos de última hora que pudieran estar esperándolo el lunes. Solo pensaba en el deslizamiento de mi cuerpo alrededor del suyo, en su necesidad de correrse, en mí.

Se dejó caer contra la cama con los brazos extendidos a los costados y el pecho palpitante.

—Madre mía.

Me incliné para besarlo y le lamí el cuello y la mandíbula, saboreando la sal de su piel.

—Madre mía —repitió, esta vez más bajito—. Ha sido una pasada. Ven aquí.

Encontró mi boca con la suya y me chupó con ternura el labio inferior. Yo tenía doloridas las articulaciones, la entrepierna. Jensen me colocó de lado y me apoyó la mano en el culo para que no me apartase demasiado. Me besó despacio y con dulzura, como un amante que tiene todo el tiempo del mundo, tiempo para relajarse, para ponerse tierno y para volver a excitarse.

Nos saltamos la cena.

Una verdadera lástima, porque, a juzgar por el olor que llegaba hasta la parte superior de las escaleras, era de las buenas.

—Espero que os hayáis divertido ahí arriba —nos dijo Ruby más tarde, con una sonrisa, cuando bajamos a la cocina—. Porque Will ha hecho paella, y os aseguro que puedo pasarme el resto de mi vida comiendo solo eso.

—¿Volverá Will a casa con nosotros? —le preguntó Niall.

—Hemos jugado una partida de ajedrez a muerte —dije—. Ni Jensen ni yo estábamos dispuestos a rendirnos hasta el final.

La sonrisa de Will fue ladina.

—Ya. ¿Ajedrez? Pues sonaba como si estuvierais colgando cuadros.

Niall asintió con la cabeza.

—Desde luego, no cabe duda de que estaban clavando algo ahí arriba.

Bajé la mirada al suelo, emitiendo un sonido a medio camino entre la risa y la tos.

—Bueno, Pippa no tiene mucho espíritu deportivo. Ha perdido y se ha puesto violenta —bromeó Jensen, inclinándose sobre los fogones y echando un vistazo a la amplia sartén aún llena a medias de paella—. Excelente. Nos habéis guardado un poco.

Will se echó a reír.

—Creo que he preparado cantidad suficiente para setenta personas. Todos hemos comido hasta reventar.

Cogió la cuchara mientras Niall sacaba dos cuencos del escurreplatos. Muy pronto, Jensen y yo estábamos inclinados sobre la barra de desayunos, metiéndonos comida en la boca como si lleváramos semanas sin comer.

—¿Estáis listos para volver a casa, chicos? —preguntó Hanna al grupo, apoyándose contra la encimera que estaba junto al fregadero.

Todos mascullamos alguna forma de negativa. Nadie quería pensar en el final del viaje. Era como si nos dispusiéramos a abandonar un campamento de verano. Todos habíamos hecho las habituales promesas internas silenciosas y las acostumbradas declaraciones externas de ser amigos para siempre, de no perder nunca el contacto, de hacer aquello juntos al menos una vez al año… pero la verdad era que solo nos habíamos apartado brevemente de la vida real. Sobre todo para Jensen, que llevaba años sin disfrutar de unas auténticas vacaciones, ese viaje era una anomalía que no se repetiría en mucho tiempo. Saldría de allí y volvería a ser el hombre estructurado y adicto al trabajo que siempre había sido. Regresaría a su sitio cada fragmento de aquella capa exterior que había conseguido quitarse de encima, revelando al hombre apasionado y alegre que estaba debajo.

Lo miré en el momento exacto en que me miraba. Nuestros ojos se encontraron, y en los suyos vi el reconocimiento tácito de lo agradable que había sido.

Había sido… inesperado.

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