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14. Pippa

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Pippa

Mi abuelo me pasó un cuenco de avena, y mi cerebro atónito tardó varios segundos en detectar que la cerámica que tenía en la mano estaba caliente.

Con un chillido, me apresuré a dejarlo a un lado, sobre la encimera, dándole las gracias con aire ausente.

—Vosotros los millennials, siempre mirando el móvil —refunfuñó.

Alcé la vista parpadeando y vi que caminaba sin prisa hasta la mesa de la cocina, donde se sentó para atacar con ganas su propio cuenco.

—Lo siento —dije, apagando la pantalla—. Supongo que estaba mirando esto con la boca abierta, como si fuese una serpiente que se ha descoyuntado toda la mandíbula para comerse a una criatura pequeña.

Dejé el teléfono sobre la encimera y me reuní con él en la mesa. Mirar el móvil desconcertada no cambiaría el mensaje que estaba allí desde la noche anterior:

«Esta semana va a ser de locos. ¿Qué te parece la que viene?».

«Sí, imbécil, pero la semana que viene no estaré aquí».

—¿Soy una millennial? —pregunté, sonriéndole para dejar a un lado mi irritación y confusión—. Creía que estaba a medio camino entre todas esas generaciones. Que no era una X, ni una Y, ni una millennial.

Alzó la mirada y sonrió de oreja a oreja.

—Solo hace doce horas que has vuelto y ya me parece que todo estará demasiado silencioso cuando te marches.

«Ya está todo demasiado silencioso —pensé—. Una semana en una casa con seis personas y ya me he acostumbrado al jaleo».

Me tragué la avena que tenía en la boca.

—¿Qué te parece si dejo mi móvil aquí y vemos una peli?

Mi abuelo asintió mientras se tomaba el café.

—Ya tenemos plan, niña.

La calzada pasaba por debajo de nosotros con un zumbido constante que invadía el interior del coche.

Tenía un padrastro bastante feo en el dedo corazón de la mano izquierda.

Mi falda necesitaba pasar por la tintorería.

Mis zapatos se estaban rompiendo.

Supongo que tenía que haberlo pillado cuando pronunció la frase «Conocerte ha sido estupendo» al dejarme en casa, pero yo esperaba que solo fuesen los nervios o la incomodidad de sentir que Hanna nos estaba observando. No era así. Aquello no había sido un beso de «ya nos veremos», sino un adiós.

Jensen era un gilipollas.

Se me había olvidado lo mal que sentaba que te dejaran.

—Comprendo que ya no te conozco tanto como antes —dijo mi abuelo, con precaución—, pero has estado muy callada todo el día.

Lo miré y le sonreí de mala gana. No podía negarlo, y ni siquiera salir a ver un documental maravillosamente filmado y entretenido sobre los hábitos migratorios de las aves africanas me había hecho olvidar el desplante de Jensen de la noche anterior.

No se trataba de que esperase más, sino de que había llegado realmente a ser más. Sabía que no eran imaginaciones mías. Confiaba demasiado en mi criterio para creer eso.

—Lo siento —dije.

—Es la décima vez que te disculpas hoy —dijo él, con el ceño fruncido—. Y si hay algo que sé de ti, es que no sueles disculparte de forma compulsiva.

—Lo sien… —Me interrumpí, y esta vez se dibujó en mis labios una sonrisa verdadera—. Ups.

Clavé la mirada estoicamente en la calzada, delante de nosotros.

—Dicen que escuchar se me da fatal —bromeó mi abuelo—, pero me tienes atrapado en el coche. —Suavizando su tono, añadió—: Soy todo oídos, cariño.

—No, no es nada —comencé, volviéndome ligeramente en el asiento para mirarlo—. Pero ¿sabes esos teléfonos móviles que tanta rabia te dan? Yo tampoco los soporto.

Mi abuelo me lanzó una rápida ojeada y preguntó:

—¿Qué ha pasado?

—Creo que me han dejado.

Mi abuelo abrió la boca para hablar, pero continué para aclarar mis palabras:

—No es que Jensen y yo estuviésemos juntos. Aunque, en cierto modo, sí lo estábamos, ¿sabes?

—¿Jensen?

—El tipo con el que hablé en el avión. Resulta que es hermano de Hanna.

Mi abuelo se echó a reír.

—¿Y Hanna es…?

—Lo siento —dije, y también yo me eché a reír—. Hanna es la mujer del socio del cuñado de Ruby.

Me dedicó una mirada inexpresiva antes de volverse otra vez hacia la carretera.

Agité la mano para darle a entender que no resultaba de vital importancia que entendiese la telaraña de relaciones.

—Es un grupo de amigos enorme, y me fui de viaje con varios: Ruby y Niall, Will y Hanna. Jensen es el hermano mayor de Hanna, y vino también.

—Así que iban dos matrimonios y tú, y también el hermano de Hanna, ¿no? —preguntó mi abuelo, frunciendo el ceño—. Creo que me hago una idea de lo que pasa.

—La verdad, no quiero explicar demasiado —dije—, y, como soy especialista en eso, puede que tenga que taparme la boca para no hacerlo. Sin embargo, te diré que me gustaba. Creo que me gustaba mucho. Y en estas vacaciones, durante dos semanas, me pareció que… que yo le gustaba también, ¿sabes? Pero ahora que me he puesto en contacto con él para verlo una vez más antes de irme, tiene… —Fruncí el ceño y murmuré—: Bueno, tiene trabajo.

—Trabajo —repitió mi abuelo.

—Al parecer, no tiene tiempo. Está demasiado ocupado para verme, aunque sea para una cena tardía.

Mi corazón pareció disolverse dolorosamente dentro de mi pecho.

—O sea —dijo él, para asegurarse de que lo entendía—, que te estuvo yendo detrás en ese viaje de dos semanas, pero al volver al mundo real no tiene tiempo.

«Arrghj. Vale ya».

—Algo así. Los dos pensábamos igual, pero, de pronto… las cosas cambiaron.

Mi abuelo giró para meterse en la calle arbolada donde estaba la casa en la que había crecido Coco.

—Pues entonces, supongo que es hora de tomarse un whisky.

A las siete había tomado tanto whisky con mi abuelo en el porche que, cuando apareció el número de Hanna en la pantalla de mi móvil, no estuve muy segura de que fuese buena idea responder.

Sin embargo, se me hizo en el estómago un pequeño nudo de culpabilidad, porque tampoco quería ignorar su llamada. Al fin y al cabo, estaba haciendo lo que yo quería que hiciéramos: llamarnos mutuamente, mantener el contacto.

—¡Hanna! —dije, poniéndome de pie y echando a andar hacia el otro extremo del porche.

—¿Qué hay? ¡Cuánto me alegra oír tu voz! ¡Hoy debemos de estar todos con el mono!

Me eché a reír, pero mi sentido del humor se enfrió enseguida. Quizá no todos.

—Desde luego —dije con la máxima calma posible.

—¿Qué haces el miércoles por la noche? ¿Quieres venir a cenar? —Sin esperar una respuesta, añadió—: Estás aquí hasta el próximo lunes, ¿no?

—Me marcho el domingo. —Le eché un vistazo a mi abuelo, que estaba sentado dando sorbitos de whisky y contemplando sosegadamente el césped de color verde brillante. El hombre apreciaba mucho a su nieta, pero todavía apreciaba más su tranquilidad—. Pues… deja que compruebe mi agenda para el miércoles.

Hice como si abriera la aplicación de la agenda en mi móvil, a sabiendas de que, por supuesto, no tenía absolutamente nada programado en toda la semana, aparte de pasarme el día sentada en la inmensa casa de mi abuelo y vagar a solas por Boston. La idea de ir a cenar a casa de Hanna sonaba muy bien.

Pero la posibilidad de que pudiera aparecer Jensen, después de decirme que estaba ocupado toda la semana, me produjo unas vagas náuseas.

Por desgracia, no podía tratar de eludir esa posible incomodidad y preguntar si Jensen estaría allí, porque lo último que quería era iniciar una conversación con Hanna sobre su hermano, que se había acostado conmigo en casi todas las posturas posibles durante dos semanas y luego había pasado de mí con un mensaje de texto. Sin duda, Jensen no hablaría de mí con Hanna a no ser que ella lo sonsacase. También estaba segura de que, aunque seguía siendo un capullo por el mensaje pasota y eso no disculpaba su comportamiento, debía de estar ocupado de verdad. Después de pasar dos semanas fuera, seguramente no había muchas probabilidades de que tuviese tiempo para ir a casa de su hermana. Todo iría bien.

—Tengo el miércoles libre —dije—. Me encantaría ir.

Después de quedar esa tarde a partir de las siete y media, colgamos y regresé a mi butaca de madera, junto a mi abuelo.

—¿Cómo está Hanna? —preguntó, con una voz lenta y serena como la miel.

—Ha dicho en broma que todos tenemos el mono.

Noté que se volvía a mirarme.

—¿Lo tienes tú?

—Quizá por todo el vino que bebimos —bromeé, y me quedé mirando irónicamente mi vaso de whisky.

No pareció captar el sarcasmo de mis palabras.

—¿Te gusta de verdad ese tal Jensen?

Dejé que la pregunta se instalase entre nosotros, que echara raíces, que me mostrara de qué estaba hecha. Claro que me gustaba. No me habría acostado con él si no me hubiera gustado. Habíamos formado un equipo. Nos habíamos divertido mucho.

Pero, mierda, era más que eso. Lejos de él, me sentía un tanto vacía, como si hubiesen arrancado de mi interior una esfera de luz, y no era solo porque aquel viaje alucinante hubiese terminado. Era más bien un vacío doloroso, un vacío que tenía la forma de su sonrisa cautelosa, de las manos grandes y ávidas que desmentían su fachada llena de límites. Tenía la forma del arco de su labio superior y de la curva coqueta del inferior… «Oh, me cago en la puta».

—Sí, me gusta de verdad.

—Viniste aquí por culpa de un novio desgraciado, y ya estás otra vez igual.

Me habría sido imposible no querer a mi abuelo. Era tan tremendamente directo…

—Tienes toda la razón —mascullé, con la boca dentro de mi vaso.

¿Resultaba peor esto? Era menos humillación y más sufrimiento. La humillación, por lo menos, contaba con una furia ardiente que la encauzaba. Sin embargo, el sufrimiento solo tenía… whisky y abuelos, y a mis madres esperándome en casa.

Y, Dios, cómo las echaba de menos en ese momento.

—Amar no es delito, ¿sabes? —dijo.

Eso despertó mi interés. Mi abuelo había trabajado toda su vida como supervisor en unos astilleros; había ganado un sueldo decente, pero era trabajo duro y la clase de ocupación que requería a alguien con una evidente ausencia de emociones turbulentas.

—Ya lo sé —dije con franqueza—, pero la verdad es que me siento fatal por lo de Jensen, aunque fuese breve. Porque, aunque solo duró un par de semanas, él se portó muy bien conmigo. Se mostró muy amable, muy atento. Algún día será muy bueno para alguien, y me entristece saber que ese alguien no seré yo.

—Nunca sabes cómo saldrán las cosas. Yo estuve con Peg cincuenta y siete años —dijo mi abuelo en voz baja—. Jamás habría esperado que me dejase, pero así fue.

Nadie me había explicado cómo se conocieron él y la madre de Coco, y el tono descarnado de su voz me cogió desprevenida.

—¿Dónde os conocisteis?

—Ella estaba en la heladería de su padre, trabajando detrás del mostrador. —Hizo girar el líquido ambarino en su vaso—. Pedí leche malteada con helado y me quedé mirando cómo levantaba la copa metálica, ponía el helado con la cuchara y añadía la leche malteada. Nunca me había pasado. Cada uno de los movimientos que hacía me fascinaba.

Permanecí absolutamente inmóvil. Me aterraba la posibilidad de interrumpir sus palabras, porque intuía que debía de haber una verdad muy profunda en ellas, algo que me indicaría qué era lo que yo sentía o no sentía. Algo que me sacaría del gancho de mi propio tormento.

—Ella me dio la copa y le pagué. Cuando me devolvió el cambio, se me ocurrió decirle: «Quiero que te peines así el día de nuestra boda». Era la primera vez que la veía, pero lo supe. No le habría dicho eso a ninguna otra chica. En cincuenta y siete años, ni siquiera volví a decirle la ropa que tenía que ponerse o lo que tenía que hacer. Pero ese día quise que tuviera exactamente el mismo aspecto cuando se convirtiera en mi mujer.

Dio un sorbo de whisky y dejó el vaso en el ancho reposabrazos de su butaca.

—No volví a verla en casi un año, ¿sabes?

Negué con la cabeza.

—Nadie me ha contado nada de esto.

—Pues así es —dijo, asintiendo con la cabeza—. Resulta que se marchó a la universidad muy poco después. De todos modos, volvió ese verano. Había un pijo que la seguía a todas partes como si fuese un perrito. No me extrañaba. Ella me vio y yo le miré el pelo con mucha intención. Llevaba el mismo peinado bonito que prefería en aquellos tiempos. Sonrió. Creo que ese fue el momento. Nos casamos el verano siguiente. Cuando murió, no pude dejar de pensar en aquel primer día. Como si algo me picara en el cerebro. No recordaba cómo llevaba el pelo los últimos días, pero recordaba cómo lo llevaba el primer día que la vi.

Nunca en mi vida había oído hablar tanto a mi abuelo. Si las palabras se repartiesen en una familia, yo habría recibido el grueso de la cuota. Pero ahora me quedé totalmente en silencio.

Me miró y dijo:

—Al principio, el amor es algo físico. Nunca tienes suficiente. Todo el mundo habla del enamoramiento como si fuese amor, pero todos sabemos que no lo es. Con el tiempo se convierte en algo distinto. Peg pasó a formar parte de mí mismo. La idea de crecer dentro de una persona parece tonta, pero no lo es. No puedo ir a un restaurante nuevo sin desear preguntarle si le gustarían los huevos benedict que preparan. No puedo coger una cerveza sin alargar la mano instintivamente en busca de la jarra de té frío para llevarle un vaso. —Inspiró hondo y se volvió de nuevo hacia la calle—. No puedo meterme en la cama por las noches sin quedarme esperando a que se hunda su lado del colchón.

Apoyé la mano sobre su áspero brazo.

—Estar sin ella es duro —continuó, bajando la voz—. Muy duro. Sin embargo, no cambiaría nada de nada. Cuando le dije aquellas palabras ese primer día en la heladería, sonrió de oreja a oreja. Ella también lo quiso en aquel instante, aunque dejara de quererlo durante un tiempo, cuando su vida se volvió demasiado ajetreada, demasiado distinta. Pero ese enamoramiento creció y creció hasta convertirse en algo mejor. —Me miró de nuevo—. Tu madre Colleen ha conseguido eso. Sé que no siempre entiendo sus decisiones, pero me doy cuenta de que quiere a Leslie como yo quería a tu abuela.

Noté el escozor de las lágrimas en los ojos y me pregunté qué daría Coco por oír al abuelo reconociendo eso.

—Y también lo deseo para ti, Pipps. Quiero un tipo que se fije en todos tus detalles el día que os conozcáis, pero que solo se fije en todo lo que falta cuando no estés.

Will me abrió la puerta el miércoles, poco después de las seis. Hanna apareció enseguida detrás de él, cruzando el recibidor a saltitos, seguida muy de cerca por un enorme perro amarillo.

—¡Pippa! —exclamó, estrechándome entre sus brazos.

Estuvimos a punto de caernos las dos cuando el perro dio un salto y alargó las patas contra la espalda de Hanna.

—¿Tenéis un perro? —pregunté, agachándome para rascarle las orejas cuando Hanna dio un paso atrás.

—¡Te presento a Penrose! Llevaba un par de semanas en casa de mis padres por lo de la fiesta de cumpleaños y el viaje. —Le indicó a la perra que se tumbara y, cuando Penrose obedeció, Hanna se sacó una golosina del bolsillo de la chaqueta—. Ya tiene un año, pero todavía estamos trabajando en algunas cosas —añadió, sonriéndole a Will con ironía por encima de mi hombro.

—Me imagino que la habréis llamado así por el famoso matemático, ¿no? —pregunté, risueña.

—¡Sí! ¡Por fin hay alguien que aprecia nuestras peculiaridades de empollones! —Se volvió y me acompañó por el pasillo en dirección a la cocina—. Vamos, estoy muerta de hambre.

Como había estado allí en dos ocasiones, ya conocía la distribución. Sin embargo, esta vez la casa me pareció más… acogedora, aunque no hubiese multitudes de niños chillando ni flotase en el aire la animada expectativa de unas largas vacaciones. Solo se veían las señales de la presencia de Will y Hanna, en su casa, al final de la jornada: la bolsa del portátil de Hanna colgada del pasamanos y el escritorio del estudio de Will, al otro lado del pasillo, cubierto de papeles, revistas médicas y posits. Junto a la puerta de la calle había dos pares de zapatillas de correr, uno al lado del otro. Una pila de correo descansaba, sin abrir, sobre una mesita del vestíbulo. En la cocina, un aroma de salsa marinara y queso burbujeante salía del horno. Tras un estrecho abrazo, Will regresó a la isla central y a la ensalada que estaba preparando.

Y sin embargo, allí no había ningún otro invitado a cenar. Solo éramos cuatro en la cocina: Will, Hanna, yo y Penrose.

¿Me atrevería a preguntar?

—¿Cómo está tu abuelo? —Se me adelantó Will, dejando caer un par de puñados de pepino en el oscuro cuenco de madera.

—Está bien —dije—. Y me alegro mucho de que hiciéramos ese viaje. Me encanta verlo, pero ya noto hasta qué punto he desestabilizado su vida cotidiana. Creo que solo puede soportar las visitas si se quedan pocos días. Está muy apegado a sus rutinas.

—Nosotros conocemos a alguien así —dijo Hanna con un bufido, mirándome con aire de complicidad.

«Bueno, ahora tengo que preguntar».

Inspiré hondo para serenarme y lo solté:

—¿Cenará Jensen con nosotros?

Hanna negó con la cabeza.

—Ha dicho que tenía trabajo.

Sin embargo, junto a la isla, Will se había quedado quieto. Poco a poco, alzó la vista hasta mí.

«Mierda».

—¿No habéis hablado? —preguntó en tono cauteloso.

—Pues… no.

Frunció el ceño.

—Después de lo de… la cabaña… yo esperaba que al menos…

Miró a Hanna, quien pareció asimilar que sí, era extraño que yo no supiera si Jensen estaría allí esa noche.

Yo no quería montar un drama. Hanna era muy capaz de darle la lata a Jensen con la mejor de las intenciones, y Will también parecía haberse hecho ilusiones creyendo que los dos nos convertiríamos en una pareja.

—El domingo, después de que volviéramos a casa, le pregunté si quería salir a cenar esta semana. Por desgracia, dijo que estaba desbordado. —Hice una pausa, y no pude evitar añadir con una sonrisa irónica—: Sugirió, por mensaje, que lo dejáramos para la semana que viene.

—Pero la semana que viene te habrás ido —dijo Hanna despacio, como si albergara la esperanza de que se le escapase algún detalle obvio que demostrara que su hermano no se estaba portando como un imbécil.

Asentí con la cabeza.

—¿Se va Jensen a Londres la semana que viene? —preguntó, esperanzada.

—No que yo sepa.

Dios, qué incómodo resultaba aquello. Para ser sincera, allí había algo más que pena. También había humillación. Me encantaba que Hanna me apreciase lo suficiente para ignorar todas las razones por las que Jensen y yo no podríamos estar juntos a largo plazo, como, por ejemplo, que viviésemos en distintos continentes. Sin embargo, me sentía un tanto herida al ver que Jensen no tenía ningún interés por verme mientras aún estaba en la ciudad, y ahora todos lo sabíamos. Además, Hanna y Will me caían muy bien; no quería que lo que sucedía o, mejor dicho, lo que no sucedía echase a perder nuestra amistad.

Hanna sacó tres vasos del armario y, por encima del hombro, me preguntó si quería vino o cerveza.

—¿Agua? —dije, riéndome—. Creo que he tomado alcohol suficiente para una década.

De camino hacia el enorme frigorífico, refunfuñó un poco.

—¡Estoy tan cabreada con él! Me lo temí cuando te dejamos en tu casa, pero confiaba en que…

—De verdad —dije—, no te enfades por mí.

Will sacudió un poco la cabeza.

—Nena, no es asunto nuestro.

—¿Acaso ha detenido eso a Jensen alguna vez? —preguntó ella, alzando la voz—. ¡Y me alegro de que se entrometiera cuando lo hizo, porque, si no, yo nunca te habría llamado!

—Ya lo sé —dijo Will con tono apaciguador—. Estoy de acuerdo. Y sé que te preocupa que esté solo. —Me miró con aire de disculpa y añadió—: Lo siento, Pippa.

—No me importa —dije, encogiéndome de hombros.

Y era cierto. Oír la frustración de Hanna hacía que me sintiera mejor, no peor.

—Pero es que… —empezó Hanna—. Quiero…

—Ya lo sé. —Tras acercarse a ella, Will le rodeó los hombros con los brazos y la atrajo hacia sí—. Pero venga —añadió, y le dio un beso en la coronilla—, vamos a cenar.

Will colocó un enorme trozo de lasaña en mi plato, puso un poco de ensalada a un lado y me lo dio.

—Creo que este plato pesa más que yo —dije, apoyándolo en el mantelito individual que tenía delante, decorado con temas otoñales—. Si me decís que no puedo levantarme de la mesa hasta que me lo haya terminado, perderé mi vuelo el domingo.

—La lasaña de Will es famosa —comentó Hanna, y a continuación se metió una porción en la boca—. Bueno —añadió después de tragar—, famosa en esta casa. Para mí.

Di un bocado y entendí por qué. Era el equilibrio perfecto entre queso, carne, salsa y pasta.

Irreal.

—La verdad, no es justo que seas guapo y encima sepas cocinar —le dije a Will.

Exhibió una sonrisa radiante.

—Además, soy fantástico sacando la basura y barriendo la terraza.

—No te cortes, cielo —dijo Hanna, riéndose—. También limpias el váter de vicio.

—Mmm —dije, y me eché a reír—, por no mencionar que además eres un maestro de las inversiones con un doctorado, doctor Sumner.

Will y Hanna cambiaron una mirada.

—Muy cierto —dijo Hanna, levantando las cejas.

—Vale. He pasado dos semanas con vosotros. ¿Qué me he perdido?

—Anoche decidimos que seguramente dejaré la empresa en… —Miró a Hanna en busca de orientación y dijo en voz baja—… el año que viene o así.

—¿Cambias de trabajo o dejas de trabajar? —pregunté, conmocionada.

Sabía que Will trabajaba con Max; suponía que era la situación laboral perfecta para cualquiera.

Hanna asintió con la cabeza.

—No necesita ganar más dinero, y… —Sonrió—. Cuando yo consiga la titularidad, vamos a tratar de tener hijos. Will quiere ser un padre en casa.

Sacudí la cabeza, sonriéndoles.

—¿No es raro que empiecen a pasar estas cosas, que todos mis amigos se casen y tengan hijos? Es como si ocurriera de repente. Toda la gente que conozco se casa este verano. Luego vendrán los bebés.

—Es que ocurre de repente —dijo Will con una carcajada—. Me acuerdo de cuando Max y Sara tuvieron a Annabel, y los demás decíamos: «¿Cómo funciona?, ¿por qué llora?, ¿por qué huele?». Ahora Max y Sara van a tener nada menos que cuatro hijos, y todos seríamos capaces de cambiar un pañal con una mano atada a la espalda.

Hanna asintió con la cabeza y añadió:

—Y Chloe y Bennett se han animado también. Para mí, esa fue la principal señal de que todos seguiríamos ese camino. Cuando Chloe nos dijo que estaba embarazada, fue… vale, es cuando todo cambia. De la mejor manera posible.

—Es alucinante —dije, dándole golpecitos a mi cena con el tenedor. Me sentía un tanto melancólica, pero no porque quisiera un hijo o un marido. Solo quería tener a una persona concreta allí, con nosotros, y el asiento situado junto al mío destacaba su ausencia—. Todo eso me resulta muy lejano, aunque no en mal sentido.

—Creo que Jensen también tiene esa sensación a veces —dijo Hanna, como si me adivinara los pensamientos, pinchando su ensalada con un tenedor—. Pero en su caso creo que es verdad que… —Paró de hablar cuando Will soltó un suspiro—. Lo siento —dijo, dejando caer los hombros—. Estoy haciéndolo de nuevo.

Will se echó a reír.

—Así es.

—Aunque puede que mejoren las cosas ahora que lo de Becky ha quedado atrás, ¿no? —pregunté—. Aunque él no dijo gran cosa, tengo la sensación de que darse cuenta de que no necesitaba nada de ella tuvo un efecto catártico para él.

—Estoy de acuerdo —dijo Hanna—. Me pareció que fue muy bueno para él. Yo estaba dispuesta a aplastarla como si fuera Hulk, pero él lo llevó mucho mejor. Estoy segura de que en gran parte tuvo que ver contigo.

—Coincido en eso —intervino Will.

—¿Es extraño que vea a Pippa y piense enseguida en Jensen? —Hanna miró a su marido y, cuando él negó con la cabeza, se volvió de nuevo hacia mí—. Hacíais muy buena pareja. Francamente, nunca lo he visto tan feliz.

Me limpié la boca con la servilleta antes de hablar:

—No creo que sea extraño, pero me parece que lo de «Jensen y Pippa» fue solo una aventura de vacaciones. Si él estaba feliz, se debía en gran medida al viaje.

Ella se me quedó mirando con incredulidad y vi que no estaba de acuerdo.

—Entonces ¿no te importa si se acaba?

Pensarlo me produjo una punzada de dolor.

—Claro que me importa. No quiero que se acabe. —Las palabras sonaron tan descarnadas que me hicieron daño en el pecho—. Pero ¿qué vamos a hacer? Yo vivo en Londres.

Will lanzó un gruñido compasivo.

—Lo siento, Pippa.

—Me gusta mucho —admití, deseando de pronto haber aceptado el vino que me ofrecía Hanna—. Yo… quería mantener el contacto. Pero, aparte de la distancia, no quiero que él necesite que lo convenzan de nada. No me sentiría bien si me llamase solo porque alguien le hubiese exigido a gritos que lo hiciera.

Hanna hizo una leve mueca al comprenderlo.

—¿Te plantearías trasladarte aquí?

Reflexioné unos instantes, aunque mi reacción inmediata fuese un «sí» entusiasta. Me encantaba la zona de Boston, me encantaba la idea de vivir en otra parte durante algún tiempo, aunque echase de menos a mis madres, a Ruby y a mis otros amigos de Londres. Sin embargo, anhelaba un cambio. Ya tenía amigos aquí, personas que antes aspiraba a conocer, cuyo aprecio me parecía un objetivo, y que ahora también parecían deseosas de estar conmigo.

Asentí despacio con la cabeza y dije:

—Me trasladaría aquí por un buen empleo, o incluso un empleo que me permitiera trasladarme y estar cómoda. —La miré a los ojos y vi el minúsculo destello que había en ellos—. No me trasladaría aquí por Jensen. Así no.

Sonrió con aire de culpabilidad.

—Pues tengo unos cuantos contactos que esperan recibir noticias tuyas cuando vuelvas a Londres. Un par de ellos están en Harvard, pero hay varios en empresas de la zona de Boston.

Se levantó, fue hasta el aparador que estaba cerca de las ventanas y cogió un papel doblado.

—Ten —dijo, regresando para dármelo—. Si te interesa alguna de estas oportunidades, aquí están.

Tras despedirme de Hanna y Will, permanecí sentada en el coche de mi abuelo unos instantes antes de salir de su propiedad. Habíamos hecho planes tímidos para vernos el sábado, pero Hanna estaba casi segura de que en algún momento debería acudir al laboratorio para ayudar a uno de sus estudiantes de posgrado, así que tuve la sensación de que acabábamos de despedirnos por tiempo indefinido. Ruby y Niall habían regresado a Londres un par de días antes y nos veríamos muy pronto, pero sentía algo más que la tristeza momentánea del final de unas vacaciones. Sentía un vínculo con el lugar y con la gente que vivía en él, y la idea de volver a la lluviosa ciudad de Londres, a un trabajo chungo y a un jefe más chungo todavía me volvía… gruñona.

Fui a sacar las llaves del bolso y encontré el papel que Hanna me había dado en la cena. Lo saqué y vi que en realidad eran dos páginas, a un solo espacio y repletas de nombres. Profesores universitarios en busca de alguien que dirigiera su laboratorio, instituciones universitarias privadas, empresas de ingeniería que querían contratar a alguien para un puesto muy parecido al que ya ocupaba yo… Todos los empleos descritos parecían realistas, y Hanna había dedicado mucho tiempo y reflexión a confeccionar aquella lista. Si quería venir a Boston o a Nueva York, tenía al menos doce oportunidades de hacerlo.

Pero entonces vi el resto de la información que me facilitaba.

Estaba escrita a máquina, como todo lo demás, lo cual indicaba muy a las claras que Hanna pretendía incluirla desde el principio. Como si supiera que yo no tendría su dirección.

Me quedé mirando el papel. La simple visión de su nombre mecanografiado me produjo tensión e inquietud. Quise ir hasta él y sentir cómo me rodeaban sus brazos. Quise recibir un adiós que sonara a un «hasta pronto» y no al «hasta la vista» que había recibido el domingo y que, hasta el momento, no se había cumplido.

Sentí que invadía mis venas un impulso de tipo «ahora o nunca». Metí la llave en el contacto y salí de la propiedad, pero en lugar de girar a mano izquierda giré a mano derecha.

Jensen vivía en una imponente casa de piedra rojiza, situada en una calle ancha y arbolada. El estrecho edificio, de dos plantas, exhibía una impecable fachada de ladrillo y una puerta verde bien pintada. Una planta de hiedra recién podada ascendía por un lado, aferrando con sus dedos delicados la amplia ventana de marco blanco que daba a Matilda Court.

Había una luz encendida en la habitación delantera y otra en el interior de la vivienda; la cocina, quizá, o el estudio. En cualquier caso, conocía a Jensen lo suficiente para saber que no las habría dejado encendidas si no estuviera en casa. Una lámpara encendida en una casa vacía: preocupación por la seguridad. Dos lámparas encendidas en una casa vacía: derroche.

El viento gélido empujó las hojas secas calle abajo. Varias de ellas pasaron por encima de mis pies, atrayendo mi atención hacia el suelo. Estaba oscuro. Era tan tarde que no había nadie paseando ni circulaba ningún coche.

¿Qué puñetas estaba haciendo? ¿Buscar otra dosis de rechazo? No era cierto del todo que no tuviese nada que perder: todavía me quedaba mi orgullo. Mi presencia allí después de que Jensen pasara de mí con un mensaje de texto poseía cierta aura de desesperación. ¿Así había acabado todo? ¿No me habían enseñado nada Mark y sus vigorosas nalgas? Volví a alzar la vista hacia la ventana, gruñendo por dentro. ¿Salgo de Londres para olvidar a un hombre y abro enseguida mi corazón para que lo pisotee otro?

«Pippa Bay Cox, eres tonta del culo».

Dios, menuda pesadilla. Hacía frío en la calle y calor dentro del coche. Quizá hiciera más calor todavía en la tienda de rosquillas de la esquina, donde podría comerme mis sentimientos con un poco de azúcar glas. Detrás de mí, un coche aparcó junto a la acera. Comprendí la pinta que debía de tener: parada delante de una casa, mirando fijamente a la ventana. Me enderecé cuando sonó el chasquido del cierre automático, me volví y me estampé contra un cuerpo duro.

—Lo siento mu… —empecé.

Se me cayó el bolso al suelo. Nerviosa, me agaché a cogerlo.

—¿Pippa?

Me quedé mirando los brillantes zapatos marrones que descansaban en el suelo, delante de mí, y analicé la voz melosa y dulce que había pronunciado mi nombre.

—Hola —dije, sin acabar de decidirme a levantarme.

—Hola.

Estoy segura de que, si alguien hubiese presenciado la escena, habría pensado que me estaba arrodillando a los pies de un hombre de negocios. Sin embargo, si hubiera existido algún código secreto que pudiera hacer sonar contra el asfalto para conseguir que la acera se abriera y me tragase, lo habría hecho sin dudarlo un instante. Aquello era… espantoso. Muy despacio, volví a guardar el contenido del bolso, que se había desparramado por el suelo.

Él se agachó.

—¿Qué haces aquí?

«Oh, Dios».

—Hanna… —dije, sacando las llaves del coche—. Bueno, me ha dado tu dirección. He pensado que… —Sacudí la cabeza—. Por favor, no te enfades con ella. Saber que no estarías con ninguna amante aficionada a la lencería me ha infundido valor para pasarme por aquí. Supongo que quería verte. —Al ver que no contestaba me entraron ganas de arder en llamas y añadí—: Lo siento. Ya me dijiste que estabas ocupado.

Una mano grande vino hacia mí, envolvió mi codo y me ayudó a incorporarme. Cuando lo miré a la cara, vi que sonreía levemente.

—No tienes que disculparte —dijo en voz baja—. Simplemente me ha sorprendido verte. Ha sido una sorpresa agradable.

Miré su traje y luego me volví hacia su coche.

—¿Llegas ahora?

Asintió con la cabeza y eché un vistazo a mi reloj. Eran más de las once.

—No hablabas en broma cuando decías que tenías trabajo —murmuré, y luego alcé la vista hasta su casa—. Tienes las luces encendidas.

Asintió con la cabeza.

—Funcionan con un temporizador.

«Por supuesto. Cómo no».

Me eché a reír.

—Ya.

Sin decir nada más, se inclinó, me rodeó con los brazos y posó sus labios sobre los míos.

Qué alivio, qué calidez. No hubo vacilación en el beso, solo el roce familiar de sus labios contra los míos, el reflejo de abrir la boca al mismo tiempo, el contacto anhelante de su lengua. Sus besos se acortaron, se abreviaron hasta convertirse en minúsculos piquitos sobre mi boca, mis mejillas, mi mandíbula.

—Te he echado de menos —dijo, y me besó el cuello.

El agotamiento resultaba evidente en la curva de sus hombros, en la pesadez de sus párpados.

—Y yo a ti —dije, echándole los brazos al cuello—. Solo quería saludarte, pero ya veo que te caes de cansancio.

Jensen se echó atrás, me miró y luego se volvió hacia la puerta de su casa.

—Me caigo de cansancio, es verdad, pero no hace falta que te vayas. Pasa. Quédate aquí esta noche.

Cruzamos el piso de abajo sin hablar. Jensen me cogió de la mano y tiró de mí con determinación hasta el cuarto de baño de la habitación principal, donde me dio un cepillo de dientes sin estrenar. Tras cepillarnos los dientes en un silencio risueño, cruzamos las puertas dobles para entrar en el dormitorio.

Su habitación estaba decorada con colores suaves: cremas y azules, madera de un suntuoso marrón. En el suelo, mi falda roja y mi blusa de color zafiro parecían joyas dentro de un río.

Jensen no pareció percatarse. Dejó caer su ropa junto a la mía y se metió conmigo entre las sábanas. Su boca se movió cálida y algo húmeda sobre mi cuello, mis hombros; sus labios chuparon mis pechos.

Nunca habíamos hecho el amor así, sin aquella vigilancia que parecía intensificarlo todo en el viaje. Aquí solo estábamos nosotros en su cama, en su dormitorio oscuro. Nuestras manos tocaban una piel ahora familiar; nos reíamos entre besos. Se instaló en mi vientre un pesado anhelo que se irradió hasta mi entrepierna. Su cuerpo ansioso se endureció sobre el mío hasta estar allí, abriéndose paso, moviéndose en mi interior con el mismo gesto perfecto de las caderas, el mismo afianzamiento de sus brazos a mi alrededor, la misma presión de su boca en mi cuello.

Era el paraíso y era el infierno. El alivio era una droga; estar allí con él era como siempre: perfecto. Bajo su boca y sus manos posesivas, resultaba imposible no sentir que yo era la única persona en el mundo que importaba. Pero esta vigilancia suponía una tortura, la de aceptar por primera vez lo absolutamente temporal que era todo. La de saber ahora que, si yo no hubiese venido, él no habría hecho el esfuerzo.

—Es fantástico —dijo con voz entrecortada, contra mi cuello—. ¡Madre mía, siempre lo es!

Lo rodeé con los brazos, las piernas y el corazón, realmente, sintiendo una vez más lo que tuvimos en Vermont. Lo que reverberaba entre nosotros no era una respetuosa admiración, sino algo con fuego y profundidad, algo que sería difícil dejar a un lado. Mientras se movía sobre mí, colocándose justo donde yo lo necesitaba, sentí que la pregunta de si podría enamorarme de Jensen era irrelevante.

Lo había hecho.

Al comprenderlo, lancé un gritito ahogado. Él aminoró el ritmo sin parar del todo y cambió de postura para poder verme la cara.

—¿Estás bien? —preguntó, y me besó.

Encima, sus hombros subían y bajaban, subían y bajaban. Me quedé mirando la curva musculosa de su cuello, la definición de su pecho.

—¿Me llamarás cuando vengas a Londres? —pregunté, con la voz más absolutamente patética del mundo.

Al parecer, estaba dispuesta a conformarme con eso.

Su mano bajó por mi costado hasta llegar a la pierna, que levantó aún más sobre su cadera. Con el movimiento, me penetró más hondo. Ambos nos estremecimos de alivio, de enloquecedor anhelo. Intentó sonreírme, pero la sonrisa se convirtió en una mueca tensa.

—No volveré hasta marzo. Te llamaré, si es que no tienes un novio para entonces.

Creo que fue una broma.

O un recordatorio.

Cerré los ojos, estrechándolo contra mí. Él se movió a conciencia, activando ese cable en mi interior que convertía el placer en lo único importante.

Estuvo bien que la noción «un novio» se desvaneciera de mi mente sin permitir la entrada de aquella otra noción, «una novia», que solo pudiéramos movernos así, subir cada vez más y corrernos al unísono, temblorosos y jadeantes, y que no tuviéramos que arriesgar nuestros corazones intentando hacer de aquello algo más.

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