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16. Pippa

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Pippa

El vuelo de regreso al Reino Unido resultó menos accidentado que el de ida. Tal vez fuese mejor así. El señor un tanto desaliñado que se sentó a mi lado se durmió a los cinco minutos de abrocharse el cinturón de seguridad y se pasó todo el viaje roncando sonoramente. Por desgracia, no estaba Amelia, pero la azafata de servicio me ofreció unos tapones para los oídos y un cóctel.

Acepté los tapones, rechacé el cóctel.

Si lo pensaba, no sabía muy bien qué opinar de las vacaciones. Por supuesto, el viaje había sido como un sueño mientras duró, pero ¿de verdad estaba mejor que antes? Había olvidado las vigorosas nalgas de Mark, eso sí, pero, tras la última y alucinante noche con Jensen y su posterior desaparición para volver al trabajo, me sentía deprimida, como si mi mejor amiga se hubiera mudado a una ciudad situada en la otra punta del mundo. Y, lo que quizá fuese peor, mi listón para los tíos decentes se había elevado hasta alcanzar un nivel que, por desgracia, era improbable que me encontrara por las calles de Londres o en ningún otro sitio.

¿Era eso lo que se sentía al conocer al hombre de tu vida? ¿Elevaba tanto el listón que hasta dejabas de molestarte en intentarlo? Jensen estaba en forma, era alto e inteligente. Era sexy de forma secreta; distribuía su atractivo en pedacitos minúsculos, pero a puerta cerrada se convertía en el más hábil y atento de los amantes. Y… tenía la sensación de que encajábamos. Yo era charlatana, él era reflexivo. Yo era excéntrica, él era clásico. Sin embargo, cuando nos juntábamos, funcionábamos muy bien.

¡Arrgh!, no soportaba que mis pensamientos se convirtieran en tarjetas de felicitación sensibleras.

Me puse los tapones y traté de pensar en otra cosa.

Ropa nueva.

Tinte para el pelo.

Queso.

Estaba evitando los hechos. Tenía que afrontar de cara la realidad de mi vida. Tenía que decidir si quería seguir indefinidamente en Londres o… probar algo nuevo.

Cuando pensaba en el trabajo, cualquier sensación de temor se transformaba en la alegría que esperaba sentir al entrar en el despacho de Anthony y despedirme.

Y cuando pensaba en mis madres, no las veía retorciéndose las manos ante la perspectiva de mi marcha; imaginaba cuánto se alegrarían por mí si me iba a Boston para vivir allí unos años.

Y cuando pensaba en mi piso, lo que sentía era… nada. Ni sentimentalismo, ni tristeza ante la perspectiva de mudarme. Todo lo que había allí, desde la peluda alfombra azul del cuarto de estar hasta el edredón blanco de la cama, estaba asociado a los días alocados de mis veintipocos años o a Mark.

Mark, que era tan parecido a mí en tantos aspectos. Lo teníamos todo en común: el amor por el pub de la esquina, la tendencia a emborracharnos un poco y cantar alto, más de lo que aconsejaban nuestras voces desafinadas. Compartíamos el gusto por el color, el sonido y la espontaneidad. Pero la nuestra era una rutina fácil, casi frívola. Vivir así no exigía nada de mí; era una vida sin desafíos.

Cuando me alejé de todo, vi que mi vida en Londres era fácil, pero no satisfactoria, y que nunca iba a proporcionarme lo que yo quería.

Por desgracia, lo que yo quería en ese momento era que Jensen viniera a por mí y tener un piso en Boston, cerca de un círculo de amistades con golden retrievers de orejas caídas y niños que se disfrazaban de Superman y de duende. Mi vida en Londres consistía en pasar el día trabajando en un sitio que detestaba y la noche bebiendo pintas y quedándome traspuesta en el sofá. Quizá resultase irónico que las vacaciones que habían cambiado mi visión de la bebida consistieran en cuatro días seguidos de catas de vino y cerveza y otros nueve días en una cabaña plagada de desenfreno y juegos de mesa. Se me ocurrió que el motivo por el que a mis amigos les hacía ilusión lo que venía después del viaje era que ellos, a diferencia de mí, tenían una vida real a la que regresar.

Un ejemplo muy concreto: de los trescientos veintiséis correos que se agolpaban en mi bandeja de entrada a mi regreso, solo tres tenían remitentes que no fuesen grandes almacenes como House of Fraser, Debenhams o Harrods. Nadie me había telefoneado en todo el tiempo que pasé fuera, aunque Mark se había pasado por allí y se había llevado de la despensa la mayor parte de la comida.

Vaya pedazo de capullo.

Me senté en el suelo de mi silencioso piso, con la maleta sin deshacer junto a la puerta, y me comí unos melocotones directamente de la lata.

¿Se podía caer más bajo? ¿Había algo peor que aquella imagen mía, desaliñada y sin duchar después del vuelo, con la falda torcida por razones totalmente respetables, cenando en el suelo? ¿Así me encontrarían las autoridades, despatarrada sobre la moqueta, mordisqueada despacito por un puñado de roedores?

¿Era peor aún lo ocurrido varias semanas atrás, cuando me encontré a Mark y a su amante en mi cama?

Debería haberme sentido deprimida al caer en la cuenta de que tenía muchas situaciones malas entre las que escoger, pero ya no me sentía triste ni enfadada. Me sentía ansiosa de algo… algo que no eran melocotones.

Los tiré a la basura y entré en mi dormitorio. Ni siquiera quería dormir allí.

La determinación es algo raro. En las películas, parece un sobresalto, la comprensión de una respuesta y, finalmente, una sonrisa dirigida hacia el cielo. Para mí, la determinación de arrancar de raíz mi realidad actual fue más bien un parpadeo prolongado, unos hombros caídos y un audible:

—¡Ay, coño!

Me despedí el martes por la tarde.

Tenía previsto despedirme el lunes, pero, cuando regresé al trabajo, comprendí que no podría pagar el alquiler de mi piso sin un empleo lucrativo y que me convenía asegurarme de que a mis madres les parecía bien que volviera a casa mientras resolvía mis asuntos. Por supuesto, se mostraron encantadas.

—¡Quieres mudarte a Boston! —exclamó Coco, aplaudiendo—. Cariño, no te arrepentirás. No te arrepentirás en absoluto.

—De todos modos, necesitaré un trabajo —farfullé, con un palito de zanahoria en la boca.

—Ya lo solucionarás —dijo Lele, pasándome un brazo por los hombros—. Eres nuestra única hija. Podemos ayudarte para que todo salga bien.

Anthony, mi jefe, reaccionó con menos cordialidad.

—¿Adónde te vas? —preguntó el martes por la mañana, cuando me armé de valor para entrar en su despacho y darle la noticia.

—Aún no estoy segura —dije, y vi que su expresión pasaba del descontento al desdén—. Estoy estudiando distintas opciones.

Y era cierto. Esa mañana había enviado una carta a todas las direcciones de la lista de Hanna. Bueno, a todas las direcciones de la lista salvo la de Jensen. No me había llamado ni me había enviado ningún mensaje de texto o correo desde que salí de su casa a la mañana siguiente. Había transcurrido casi una semana, y me pregunté si se habría enterado siquiera de que yo ya no estaba en Boston.

Anthony se inclinó hacia delante, un tanto irónico.

—¿No tienes otro trabajo esperándote?

Habían estado a punto de despedirlo dos años antes, cuando Ruby decidió marcharse y hubo rumores de demanda. Sin embargo, las cosas se calmaron cuando Richard Corbett le pagó a Ruby discretamente, bajo mano, una suma desconocida. Desde entonces, Anthony se había mostrado muy Correcto, con C mayúscula, con sus empleados, pero, de vez en cuando, no podía evitar ser un Cabrón, también con C mayúscula. Estaba en su naturaleza.

Me esforcé por no hundirme en mi silla.

—Todavía no, pero no creo que me cueste encontrar algo.

—No seas tonta, Pippa. Quédate aquí hasta que lo encuentres.

Sabía que esa era la forma sensata de enfocarlo, pero el problema era que no podía. No podía quedarme ni un segundo más. Lo despreciaba a él, despreciaba el trabajo, las insulsas oficinas y lo desgraciada que me sentía al final de la jornada; tanto, que me iba directamente al pub.

Me encantaba la mujer que había sido en Boston.

Odiaba a la mujer en la que me había convertido aquí.

—Comprendo que no aviso con mucho tiempo, pero ¿me darás una buena recomendación cuando llame alguien, Tony?

Vaciló mientras hacía girar un bolígrafo sobre la mesa. Yo había sido su mano derecha desde que Ruby se marchó y Richard me ascendió de trabajadora en prácticas a ingeniera en plantilla. De allí pasé a ocupar un puesto de ingeniera asociada, y ni siquiera tenía un máster. Independientemente de lo que opinara Tony sobre mi marcha, no podía negar que había tenido una carrera espectacular bajo su supervisión.

—Te la daré —respondió por fin. Y en un insólito momento de amabilidad, añadió—: No me gusta nada que te vayas.

Sin saber qué decir, me agité un poco en mi silla como si experimentara los efectos de la electricidad estática.

—Pues… gracias.

Vacié mi mesa, me lo llevé todo en una caja hasta el metro, regresé a mi piso.

Y empecé a hacer las maletas.

Sonó mi móvil sobre la mesa del comedor, arrancándome de la tarea mecánica consistente en escoger que números de la revista Glamour quería conservar. Gateé hasta la mesa y, con el corazón ya desbocado (en la semana que llevaba en casa, ya había recibido cuatro llamadas de empresas de Boston), alargué la mano hasta el teléfono y vi la cara de Mark iluminando la pantalla.

—¿Ahora me llamas? —respondí sin saludar.

Oí que tomaba aire de golpe.

—¿Es mal momento?

Me quedé mirando la pared.

—Te follaste a otra mujer en mi cama. Y encima te llevaste todo lo que pudiste.

—Hablas como una estadounidense.

—¡Vete a tomar por saco!

—Tienes razón en lo de la comida. Lo siento, Pipps. Estaba hasta arriba de trabajo y no tuve tiempo de ir a comprar.

Suspiré mientras volvía a sentarme en el suelo y me apoyaba contra el sofá.

—Ya puedes imaginarte que, cuando volví a medianoche después de pasar tres semanas en Estados Unidos, me encantó tener que salir a comprar comida.

Soltó un gruñido y luego murmuró:

—He llamado para disculparme, y parece que tengo una cosa más que añadir a la lista.

—Puede que más de una.

Lanzó un suspiro y dijo en voz baja:

—Lo siento mucho, Pippa. No soporto pensar en lo que he hecho.

Me quedé sin palabras.

No es que Mark nunca se disculpara. Lo que ocurría era que no solía parecer sincero.

Me puse en guardia de inmediato.

—¿Qué pretendes? —pregunté, suspicaz.

—Solo llamaba porque te echaba de menos y quería saber cómo te habían ido las vacaciones.

—No pienso volver a acostarme contigo nunca más —rezongué, adelantándome a lo que vendría.

Mark siempre tuvo la capacidad de disolver mi rabia a base de seducción. La simple idea hacía que me sintiera traicionera y desleal. Los besos de Jensen seguían en mis labios; su contacto, sobre mi piel. No sabía cuánto tardaría en poder despojarme de todo. Tampoco estaba segura de querer hacerlo todavía.

—No llamo por sexo —dijo en voz baja—. Aunque hace cinco semanas que no te veo y te echo muchísimo de menos… Me doy cuenta de que he sido tonto del culo.

—Con lo de «tonto del culo» te quedas muy corto —contesté.

Mis palabras le hicieron reír.

—¿Quieres que salgamos a cenar esta noche?

Negué con la cabeza.

—¿Te estás quedando conmigo?

—Venga —insistió—. He pensado mucho en lo que hice y en lo mal que me sentí cuando Shannon me lo hizo a mí. La idea me corroe por dentro.

Ahora fui yo la que se rio.

—Mark, ¿tú te estás oyendo? ¿Pretendes que vaya contigo a cenar para sentirte mejor después de haberte tirado a otra mujer en mi cama?

—¿No te sentirás tú mejor si te ruego que me perdones?

Decir eso, disculparse de ese modo, era muy poco propio de él. Y a pesar de ello, supe que mi respuesta era no. En ese momento entendí muy bien a Jensen. No haría que me sintiera mejor; no haría que me sintiera peor. No me haría sentir nada.

Mark no era la persona que yo quería.

Entonces ¿por qué no ir? Si uno de los dos podía conseguir cierta tranquilidad de espíritu esa noche, ¿por qué no dejar que fuese él?

—A mí me da igual —respondí—. Por mí, puedes disculparte o hacerte el santurrón si te apetece. Yo tendré hambre a las siete y media y estaré en el Yard.

Acto seguido, colgué.

Cuando Mark y yo nos conocimos, aunque él seguía enamorado de Shannon, yo me pasaba una hora arreglándome cada vez que quedábamos en el bar. Él se presentaba sin afeitar, con pantalones tipo cargo y una vieja camiseta de Joy Division, y yo acudía como si hubiese ido por ahí todo el día maquillada y peinada a la perfección, cómodamente vestida con esa falda de seda azul eléctrico y esa chaqueta de cachemir roja.

Descubrió la verdad tras la primera noche que se quedó a dormir; al despertar, me vio como realmente era: un pelo morado que parecía el nido perfecto para los pájaros y un rostro sin maquillar. Ese fue el momento estelar de Mark. Me observó con atención y dijo en voz baja:

—Aquí estás.

Puede que Mark hiciera muchas cosas mal, pero siempre conseguía que me sintiera preciosa tal como era. Y mientras me preparaba para la cena, poniéndome un par de pantalones, unas zapatillas viejas y un jersey azul, se me ocurrió que Jensen me fallaba en ese aspecto. Siempre aguantaba las referencias de Ruby a los distintos colores con que me teñía el pelo con una sonrisa paciente o una risita nerviosa. No daba la impresión de que le encantara el volumen de mi ropa. Ni el mío, por cierto.

La verdad es que me dolía sentir esa primera mella en mi adoración hacia él. Me dolía no tener noticias suyas, preguntarme si las tendría Becky, no recibir ni un solo mensaje, correo electrónico ni llamada después de todo lo que habíamos compartido. Sin embargo, todavía no estaba preparada para renunciar a Jensen por completo, quizá porque intuía que en mis sentimientos hacia él se escondía también mi amor por una versión idealizada de mí misma que quería conocer. Una versión capaz de encontrar algo que le gustase hacer durante el día y de conocer personas con las que le encantara estar por la noche, una versión que perseguía la ambición y la aventura.

Pero ahora, al mirarme, quise recordar también a esta Pippa, la que se ponía la ropa que le daba la gana, la que cada mañana se vestía para sí misma, y no para un hombre, una amiga ni ninguna otra persona.

Eché un vistazo al reloj de la pared. Tenía tiempo para telefonear a Tami y llegar antes de la cena.

Fue lo primero que vio, y su expresión se ensombreció un poco. La nostalgia se reflejó claramente en su rostro.

—Te has teñido el pelo —dijo Mark.

Me acerqué y dejé que me abrazara.

—Ya me tocaba.

Deslizó los dedos por mi pelo y me cogió un mechón.

—Hace que te eche de menos.

—Pues a mí me da ganas de bailar —repliqué, y di un paso atrás.

—Podríamos haber ido a Rooney’s —sugirió, pensando que hablaba en sentido literal.

Pero no lo entendía. Yo quería decir que teñirme el pelo me hacía feliz, me recordaba quién era. Cuando la recepcionista preguntó si éramos dos para cenar, asentí con la cabeza. La seguimos hasta una pequeña mesa del fondo, contra la pared.

—No quiero ir a Rooney’s, ni al Squeaky Wheel, ni a ninguno de esos sitios de antes.

—Estás muy enfadada conmigo, ¿no? —dijo en voz baja, dándole la vuelta a la carta para leer la lista de cócteles.

—Ya no estoy enfadada —le aseguré—, pero tampoco quiero dar un paseo por nuestro pasado esta noche.

Se me quedó mirando y luego asintió levemente.

—Estás distinta.

—No.

Sacudió la cabeza y se inclinó hacia mí.

—Sí. Londres ya no te gusta.

Mark siempre había sido muy perspicaz cuando le interesaba.

—Ocupé el puesto de Trinity cuando se marchó de la empresa, y tú te metiste en mi cama en cuanto Shannon te abandonó. —Haciendo caso omiso de su mueca de dolor, añadí—: Y se me ha ocurrido pensar que los dos aspectos más importantes de mi vida han dependido hasta el momento de lo que otras personas dejaron.

—Lo nuestro no fue así, Pippa —insistió Mark.

Meneé la cabeza.

—Cuando éramos simples amigos, estoy segura de que te resultaba agradable ver cómo me esforzaba por recibir algo de ti. Tú necesitabas atención, y yo solo te quería a ti. Pero cuando traicionas a alguien que te daría cualquier cosa, acabas con su generosidad. Y tú deberías saberlo mejor que nadie, así que creo que en realidad querías dejar nuestra relación, pero eras demasiado cobarde para decirlo.

Por una vez, no se puso a discutir conmigo. Se quedó mirando su vaso de agua, siguiendo el rastro de una gota de condensación que descendía desde el borde.

—La cosa no fue tan organizada. La conocí en…

—No quiero saber nada de ella —le recordé, interrumpiéndolo bruscamente—. No me importa una mierda.

Mark me miró sorprendido.

—Ella no fue el problema —le expliqué—. Lo fuiste tú. No necesito echarle la culpa a nadie más por lo que hiciste, y tú tampoco conseguirás que lo haga.

Me sonrió.

—Aquí estás.

—No digas eso —rezongué, y su sonrisa desapareció—. Esto no es un viaje sentimental por la calle del recuerdo. Me hiciste daño. Trajiste a otra mujer a mi piso, la metiste en nuestra cama.

Tragó saliva, sacudiendo la cabeza.

—Lo siento.

Estaba claro que Mike tenía que reflexionar antes de seguir hablando, porque, a pesar de haber estado allí en más de una ocasión, cogió su carta y la repasó antes de quedarse mirando el mismo punto durante un minuto entero.

Miré mi propia carta, decidí pedir el filete con patatas y volví a dejarla sobre la mesa. Vino la camarera a nuestra mesa, anotó nuestro pedido y nos dejó con nuestro silencio.

Por la tensión de su mandíbula, supuse que Mark iba a decirme que estaba equivocada, que no había saboteado nuestra relación intencionadamente y que era un amante entregado que simplemente cometió un inocente error. Sin embargo, cuando habló, no dijo en absoluto lo que yo esperaba:

—Puede que tengas razón. No lo sé.

Solté una seca carcajada.

—Eso es terrible. De verdad.

—Lo sé —dijo en tono afligido—. Pero la cuestión es esta: fuiste tú la que me apoyó cuando Shannon se marchó. Me escuchabas, me hacías reír, me emborrachabas y cantabas conmigo, y… eras mi mejor amiga. Quería con todas mis fuerzas que fuese amor.

Me apoyé en el respaldo de la silla y apreté las manos una contra otra debajo de la mesa para no darle una bofetada.

—Yo también quería que fuese amor. Pensé que lo era, la verdad. Pero no; solo era un enamoramiento pasajero. Eres guapísimo y encantador, y no tardaste mucho en saber cómo hacerme disfrutar en la cama. Hoy en día, encontrar esa combinación es tan difícil como ver un unicornio. —Sonrió, y yo también me permití una ligera sonrisa—. Pero te prometo que no estoy destrozada.

Se quedó callado.

—No lo estoy —repetí—. Me sentí enfadada, humillada. Me entraron ganas de cortarte los huevos y darles un baño de bronce, pero luego me fui y conocí a alguien, y… quizá empecé a conocerme a mí misma.

—¿Conociste a alguien? —preguntó.

Corté aquello de raíz.

—No tienes derecho a preguntarme por eso.

Se rio y dijo:

—Vale. ¿Aunque me vuelva loco?

Hice caso omiso de sus palabras y apoyé los codos sobre la mesa.

—Estuvo casado con una mujer que conoció en la universidad y con la que salió varios años. Cuatro meses después de la boda, ella se fue. Le dijo que la cosa no funcionaba, que no quería estar casada con él.

Mark soltó un silbido.

—No te hagas el sorprendido. Podría habernos pasado a nosotros. —Me aparté de la mesa y me apoyé en el respaldo—. ¿Por qué es tan cobarde la gente? ¿Por qué tarda tanto en averiguar lo que siente?

—Tú y yo estuvimos juntos un año, y acabas de reconocer que tampoco me querías —me recordó Mark.

Lo miré.

—Eso es verdad, pero nunca te habría hecho daño mientras trataba de averiguarlo. Lo habría hablado contigo.

Alzó la vista para darle las gracias a la camarera, que acababa de traerle el whisky con soda que había pedido.

Mark percató un sorbo y se percató de que yo no había pedido otro.

—¿Tú no tomas nada? —preguntó, inclinando el vaso hacia mí.

Era nuestra rutina: sentarnos, pedir una copa, pedir comida, pedir otra copa. Quizá otra más. No tenía nada contra el alcohol de alta graduación, pero quería el cálido rubor del vino, la brisa fresca en el exterior y el largo brazo de Jensen sobre mis hombros mientras contemplábamos la puesta de sol sobre unos viñedos.

O, la verdad, en cualquier parte.

Si bebía esa noche, no me tomaría una sola copa. Volvería a casa mustia y deprimida, con muchas probabilidades de llamarlo y decirle que lo echaba de menos.

¿Y luego qué?

Era posible que mi acto impulsivo ni siquiera le sorprendiese.

Siendo el hombre franco que era, me recordaría que lo nuestro solo había sido un rollo.

Pero también, siendo la persona amable que era, prometería llamarme la próxima vez que viniera a la ciudad.

Y yo me reiría con una frivolidad forzada y le aseguraría que había bebido demasiado, que me sentía nostálgica y que en realidad tenía muchas opciones aquí, que todo iba bien, bien, bien.

—Esta noche no —dije, sonriéndole a Mark—. Siento la necesidad de acabar con las malas costumbres.

De vuelta en casa, a pesar de no haber bebido, tenía la sensación de que el teléfono de la cocina intentaba ligar conmigo.

Aumentaba y disminuía de volumen, como un faro azul celeste colgado de la pared.

«Llámalo», decía.

«Hazlo. Sabes que quieres hacerlo».

«Y sería agradable oír su voz, ¿no es así?».

Lo habría sido, pero salí de la cocina y entré en mi dormitorio, donde podía meter el móvil en un cajón, ponerme el pijama y fingir que no había en mi interior un persistente anhelo que deseaba oír su voz, que deseaba percibir en ella una pizca de ilusión por tener noticias mías.

¿Verdad que había parecido contento de verme en la acera, frente a su casa? Mientras yo balbuceaba y agitaba los brazos, él escuchaba con calma. Luego se inclinó y apoyó su boca contra la mía.

El simple recuerdo de lo que vino después, esa misma noche, me llevó a levantar la mano y tocarme los labios.

En algunos aspectos, me entraban ganas de darme un puñetazo a mí misma por no haberme fijado en más detalles. Pequeñas cosas, como su forma de coger el tenedor o si había tenido ocasión de ver su letra en algún momento del viaje. Sabía que tomaba el café sin leche, pero ¿cogía la taza por el asa o por la parte curvada, para calentarse la mano?

—¡Joder, Pippa! —rezongué mientras echaba mi jersey en el cubo de la ropa sucia—. ¡Para de una vez!

Habría sido muy fácil de haber sabido que esos pensamientos sobre Jensen eran una especie de charla estimulante, un modo de convencerme de que debía marcharme de Londres y de mantener mi coraje bien alto. Pero no se trataba de eso. No me daba miedo irme de Londres y, en realidad, tampoco me entusiasmaba la idea de que Jensen se enterara de que me mudaba a Boston si no estábamos en contacto de otra manera. Se trataba de que… bueno, me gustaba de verdad.

Quería gustarle a él.

Quería que me telefoneara.

Por supuesto, en ese instante el teléfono fijo sonó, estridente, sobre mi mesita de noche. Me acojoné. Por esa línea solo me llamaban irritantes teleoperadores y también mis madres. Lo cogí. Le aseguré a Lele que la cena con Mark había sido tan insulsa como cabía esperar y que no, no estaba tumbada en la cama con él en ese momento.

Pero entonces el teléfono estaba allí, en mi mano, mirándome otra vez con aire seductor.

Saqué del bolso los papeles de Hanna, los desplegué y pasé un dedo por el nombre de Jensen mientras me sentaba en el borde de la cama.

Un millón de veces en la historia del mundo, una chica había telefoneado a un chico. Un millón de veces, también, la chica se había puesto así de nerviosa, como si fuera a vomitar, y se había planteado durante diez minutos si sería buena idea.

Eran poco más de las once aquí, lo cual significaba que quizá estuviera en casa, o al menos que el bufete estaría vacío… Era posible que viera la llamada de un número de Londres, que confiara en que fuera yo y que respondiera.

¿Verdad?

Marqué con cuidado, apretando cada número con dedo firme. En el móvil, solo tenía que pulsar su foto para llamarlo. Pan comido. Pero no quería, porque esa fotografía era un selfi que nos hicimos con sombrero de paja en mitad de unos viñedos, estando un poco achispados. Ver la foto me traería una avalancha de recuerdos. Esto, en cambio, solo era una serie de números pulsados en un orden determinado. Impersonal. Lógico. Yo era matemática; trataba con números todos los días. Me tomé mi tiempo, dejé que mis dedos pulsaran cada tecla sin pensar conscientemente en una secuencia o patrón; no quedaría ni rastro del número en mi memoria. Así no podría llamarlo de forma accidental a cualquier hora, ni los números se desplegarían en mi mente sin haberlos invitado.

Introduje el último dígito y me llevé el auricular a la oreja con mano temblorosa.

Una pausa.

Un toque.

El corazón me palpitaba tan fuerte que me costaba respirar.

Otro toque, que se cortó a medias.

«Joder, ha cortado», como si él hubiese mirado el móvil, hubiese visto el número del Reino Unido y hubiese rechazado la llamada.

Tenía que haber otra explicación, pero a mi cerebro no se le ocurría ninguna.

Había visto que lo llamaba. Había rechazado la llamada.

Me puse a caminar por el piso. Quizá hubiese configurado el móvil durante el horario laboral para que saltase el buzón de voz después de un solo toque. Quizá estuviera en mitad de una cena y hubiese rechazado la llamada automáticamente.

Me puse una película, pensé demasiado, me dormí en el sofá. Cuando desperté, aún era de noche y el reloj de la chimenea indicaba las 3.07. Mi primer pensamiento fue para Jensen.

En Boston serían poco más de las diez de la noche.

Fui hasta el teléfono del dormitorio antes de despejarme y volví a marcar el número de la hoja, con menos cuidado que antes. Escuché cómo sonaba una vez. Dos. Y luego, a medio camino del tercer toque, volvió a saltar el buzón de voz.

Realmente había rechazado la llamada.

Me dije que debía colgar y noté que se me tensaban los músculos del brazo para apartarme el teléfono de la oreja. Sin embargo, no pude hacerlo. Me odié a mí misma al escuchar el saludo, con la mandíbula apretada y los ojos muy abiertos.

—Ha llamado al buzón de voz de Jensen Bergstrom. Estoy conduciendo o lejos de mi teléfono móvil. Por favor, deje su nombre, su número y toda la información necesaria, y le devolveré la llamada.

Bip.

Noté un escozor inexplicable en los ojos, respiré agitadamente en la línea y estampé el auricular del teléfono con fuerza.

Volví a casa de mis madres dos semanas después de regresar de Boston. Coco despejó su cuarto de costura, que había sido mi dormitorio. Con Lele trabajando a jornada completa en el bufete de abogados y Coco pintando en el desván, tenía la sensación de que mi infancia se reiniciaba.

Tuve entrevistas laborales por teléfono con seis personas distintas y llamadas de seguimiento de otras tres empresas. Salí dos veces. Una fue con un tío de las oficinas de R-C con el que llevaba siglos hablando, aunque solo como amigo, y ahora que estaba sola… La otra fue con un hombre trajeado de zapatos brillantes que conocí en el metro y que me recordó a Jensen. Las dos citas estuvieron bien y hasta fueron agradables. Sin embargo, en ambos casos rechacé un beso de buenas noches y me fui sola a casa.

Siempre había oído que la ausencia aviva el cariño. La idea me hacía reír. La ausencia de cualquiera de mis novietes anteriores solo servía para que me fijara en otros. Sin embargo, en este caso, aunque solo habían pasado unas pocas semanas desde la última vez que lo vi y una parte de mí tenía ganas de darle un puñetazo en el estómago por rechazar mi llamada, era como si no pudiera pensar en nadie que no fuera Jensen.

Sus dos naturalezas se enfrentaban en mi mente: el hombre que sabía ser tierno, divertido y atento, y el hombre capaz de olvidar cuándo me marchaba de la ciudad, rechazar mi llamada y hacerme el amor solo si estaba delante de él y le resultaba cómodo.

—Estás tremendamente distraída —dijo Coco, sentándose junto a mí en el banco del piano.

—Estoy esperando noticias de Turner, en Boston. Me dijeron que les gustaría que fuera allí para hacer una entrevista cara a cara.

Pulsé con el índice la tecla del do central. Aunque lo que acababa de decir era cierto, no era el motivo por el que llevaba diez minutos mirando fijamente el piano. Pero no pensaba mencionar el nombre de Jensen en voz alta. ¡Y una mierda!

Levantó las cejas.

—Desde Londres. ¡Uau, cielo, eso lo dice todo!

Cogió mi mano entre las suyas y la frotó con suavidad.

—¿No vas a buscar un puesto aquí, como segunda opción?

Encogiéndome de hombros, contesté:

—No quiero segundas opciones.

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