Beautiful

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Epílogo. Max

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Max

—¿Cómo puede ser que haya tenido tres bebés antes de este y no me quede bien ninguna de mis prendas de premamá?

Con expresión desdichada, Sara tiró de los bajos de la camiseta mientras miraba mi cara en el espejo. La camiseta le quedaba bastante bien en las mangas y el pecho. Sin embargo, no era lo bastante larga: la tela apenas alcanzaba a cubrirle el enorme vientre de embarazada.

—Porque el pequeño Graham se niega a dejarse controlar —contesté, y le di un beso en la coronilla—. Temo por tu capacidad para estornudar sin hacerte pipí encima.

—Eso me pasa desde que tuve a Annabel. —Se volvió y se apoyó de espaldas contra la encimera del cuarto de baño. Su ceño fruncido se convirtió en una sonrisa tensa—. Te quiero.

Me eché a reír. Esa era su cantinela de las últimas semanas: cada vez que deseaba en secreto darme un puñetazo, me decía que me quería.

No necesitaba preguntárselo para saber que era verdad; me había dicho «te quiero» muchas veces.

Que los muy cabezones bebés que yo le había hecho la llevaban a mearse encima cuando estornudaba: «Te quiero, Max».

Que teníamos que pedir una mesa en lugar de un cubículo en su bareto preferido para desayunar porque mi gigantesco retoño ocupaba demasiado espacio: «Te quiero, Max».

Que nuestra segunda hija, Iris, que apenas contaba dos años, se había roto ya el brazo en una ocasión tratando de «jugar al rugby» en el parque: «Te quiero, Max».

Nuestra vida era un barullo de críos, zumo derramado, llamadas de trabajo atendidas en el váter y manchas de mermelada que había que limpiar de los muebles. Sin embargo, no me daba miedo que nuestro futuro se volviera todavía más caótico. A Sara le gustaba tener bebés más que nada en el mundo, y a ambos se nos daba bastante bien sobrellevar toda aquella locura. Le dije que tres ya me estaban bien. Ella quería cinco, y no había cambiado de opinión ni estando tan embarazada como estaba.

Aunque, después de ese niño, le propondría que nos plantásemos; durante ese embarazo, Sara se había mostrado… enérgica.

En la habitación contigua, Ezra le chilló a Iris. Tras el arrebato, se oyó un fuerte estrépito. Hice ademán de ir hacia la puerta, pero Sara me detuvo poniéndome la mano en el antebrazo.

—No —dijo—. Solo es el tocadiscos de Fisher-Price. Ese cacharro no se rompe.

—¿Cómo puñetas has sabido qué juguete era?

Me sonrió y, por un instante, tuve un atisbo de mi despreocupada mujercita. Tiró de los bajos de mi camisa.

—Ven aquí.

—¿Por qué no están los críos en la cama? —pregunté, mirando por encima del hombro.

—Ya averiguarás eso después de venir aquí.

Me acerqué a ella y me incliné para besarla, dejando que me indicase qué clase de beso quería en realidad. Al parecer, lo quería profundo y persistente, porque sus manos se deslizaron bajo mi camisa y ascendieron por mi estómago hasta llegarme al pecho.

—Estás muy bien.

Le cogí los pechos.

—Tú también.

Ella gimió feliz.

—¡Dios, eres mejor que cualquier sujetador! ¿No podrías caminar detrás de mí, sujetándomelas todo el día?

—Ya me has asignado el trabajo de frotarte los pies. —La besé una vez más y luego añadí en tono reflexivo—: Aunque supongo que una tarea es para estar sentado y la otra para moverme.

Sara se puso de puntillas y me rodeó el cuello con los brazos.

—¡Qué bueno eres conmigo!

Bajé las manos hasta su vientre tenso y sentí un pie que hacía presión debajo de mi palma.

—Porque te quiero.

Sus grandes ojos castaños se encontraron con los míos.

—¿Te acuerdas de hace cuatro años? —preguntó—. ¿Quién iba a decirnos que nos quedaríamos embarazados pocos meses después de hacer el amor en un bar y que, cuando fuéramos a tener nuestro cuarto hijo, aún podríamos besarnos y sentirnos así?

—Sospecho que me sentiré así toda la vida.

—¿Lo echas de menos? —preguntó, y supe a qué se refería.

—Claro, pero ya tenemos fijada la fecha de regreso.

Después de que naciera Annabel, tardamos varios meses en regresar a nuestra habitación en el club de Johnny. Después de tener a Iris, la habitación ya no acababa de convencernos. En un par de ocasiones habíamos intentado volver a ese lugar liberador, erótico y tan nuestro. Pero, por el motivo que fuese, hacer el amor en la habitación del enorme espejo era distinto. Casi resultaba demasiado íntimo, demasiado expuesto. Dicho en pocas palabras, ya no funcionaba.

A cambio, teníamos un nuevo arreglo: durante la hora del almuerzo, mientras Red Moon estaba cerrado al público, un excelente fotógrafo, cuyo nombre nunca supimos y al que nunca conocimos, se situaba al otro lado del espejo y tomaba unas fotos preciosas mientras hacíamos el amor. Johnny las utilizaba como sofisticada decoración en el pasillo de los mirones. Acudíamos una o dos veces al mes para hacer una sesión. Más si lo necesitábamos, menos si se nos complicaban las tareas diarias.

A los habituales les gustaba saber que seguíamos al pie del cañón.

A Sara le gustaba poder elegir las imágenes que se utilizarían.

Y yo tenía la tranquilidad de saber que siempre encontraríamos un modo de satisfacer esa necesidad suya: tendríamos ese placer privado entre nosotros mientras viviéramos.

—¿Eres feliz? —preguntó, metiéndome las manos debajo de la camisa para apoyar las palmas en mi ombligo.

—Superfeliz.

Se puso de puntillas y volvió a besarme.

—Creo que deberíamos plantarnos.

Me reí contra su boca.

—Creo que tienes razón.

—Me gusta tener canguro. No quiero que se despida.

Sus palabras me hicieron reír todavía más.

—Creo que George también está encantado de que tengas canguro.

Mi móvil vibró en el bolsillo de mis pantalones. Lo saqué y miré la pantalla.

Se me paró el corazón.

—¿Y si nos compramos una casa en Connecticut? —preguntó, reflexiva, y me dio un beso en la clavícula—. No vamos a aguantar mucho más en Manhattan.

Continué mirando la pantalla, sin parpadear.

—Quizá podríamos ir mañana. Como no tienes mucho trabajo…

Leí el mensaje otra vez, y otra más.

«Bueno, allá vamos». Solté una carcajada. Ese cabroncete no tenía ni idea de la que se le venía encima.

—¿Max?

La miré sobresaltado.

—¿Sí?

—Quizá podríamos ir a Connecticut mañana por la tarde, ¿no?

Con una sonrisa, di la vuelta al móvil para que pudiera leer el mensaje.

—Todavía no, guapa. Ahora mismo tenemos que hacer un viaje más importante.

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