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Epílogo. Will

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Will

Hanna colgó el teléfono y se quedó mirándolo unos instantes, confusa.

—Iba en el coche. Parecía superliado.

—¿Jensen? ¿Liado? —pregunté, impregnando mis palabras de una confusión intencionadamente sarcástica.

Jensen siempre parecía ocupado.

—No —aclaró ella—. No me refiero a que pareciese ocupado con el trabajo, con esa voz que pone y esos monosílabos con que contesta, si es que llega a contestar. Me refiero a que estaba poco atento. —Se mordisqueó el labio y añadió—: Parecía sospechosamente despreocupado y hasta feliz. Ha dicho algo de que quería… —Sacudió la cabeza—. No tengo ni idea.

Se encogió de hombros y rodeó la encimera de la cocina para estrecharme entre sus brazos y apoyar su barbilla en mi hombro.

—No tengo ganas de ir a trabajar mañana.

—Yo tampoco —admití—. Ni siquiera tengo ganas de trabajar esta tarde. Pero me llamarán de Biollex dentro de una hora.

Levanté el brazo detrás de su espalda para echarle un vistazo al reloj.

—¿Will?

Su voz sonó un poco apagada, como cuando intentaba preguntarme qué regalo quería por Navidad, o si le preparaba un pastel de cerezas solo porque le apetecía. Para cenar.

La miré y le di un beso en la punta de la nariz.

—¿Sí?

—¿De verdad quieres esperar dos años?

Tardé un instante en entender a qué se refería.

Era ella la que no estaba preparada para tener críos. A mis treinta y cuatro años, yo ya me sentía preparado, pero, por supuesto, estaba dispuesto a esperar hasta que estuviéramos en la misma onda.

Comprendí que era la manera de Hanna de decir «creo que quizá esté preparada».

—¿Quieres decir que…?

Asintió con la cabeza y dijo:

—Puede que no lo consigamos enseguida. ¿Te acuerdas de cuánto les costó a Chloe y Bennett? Quizá estaría bien probar… a ver lo que pasa.

Mi móvil sonó en la isla de la cocina, pero no le hice caso.

—¿Sí? —pregunté, escrutando su expresión.

A Chloe le había costado mucho quedarse embarazada. Bennett y ella lo habían intentado durante más de dos años. Bromas aparte, yo creía que por eso era tan feliz. No habían dejado que la búsqueda del bebé se apoderase de su vida entera, pero, cuando nos dijeron que por fin estaban embarazados, en los ojos de ambos había un alivio y una sensación de victoria innegables.

Hanna asintió con la cabeza, mordiéndose el labio inferior, pero la sonrisa iluminó sus ojos.

—Eso creo.

—Deberías estar convencida —susurré, y luego volví a besarla—. No es algo que se pueda tomar a la ligera.

—He mantenido viva durante siete meses la violeta africana que está en la ventana de la cocina —dijo, y luego me sonrió—. Y creo que para Penrose soy una madre perruna bastante buena.

—Eres una fantástica madre perruna —contesté, mientras la precaución mantenía mi ilusión a raya—. Pero también eres una adicta al trabajo.

Se me quedó mirando y comprendí que decía en silencio: «Son las siete y cuarto de la tarde y, ¡hola!, estoy en pijama, y no en el laboratorio, desde hace dos horas».

—Una golondrina no hace primavera —dije con voz tensa—. La mayoría de las mañanas te vas antes de las siete, y no vuelves a casa hasta la noche. Ya sé que dijimos que yo me quedaría en casa, pero al principio tú también querrás quedarte. Es un gran cambio, ¿no?

—Estoy preparada, Will. —Se puso de puntillas para darme un beso en la barbilla—. Quiero tener un bebé.

Joder.

Miré otra vez mi reloj. Me llamarían en cuarenta y cinco minutos. Y antes quería revisar los documentos de debida diligencia, pero ahora había algo más importante para mí.

En concreto, la cálida cintura de Hanna bajo las palmas de mis manos y el grito ahogado que soltó cuando la senté sobre la isla de la cocina. Quería sentir sus uñas clavándose en mi espalda y su presión a mi alrededor. No era, ni mucho menos, la primera vez que hacíamos el amor en esa habitación, pero esta vez parecía diferente.

—Esto sí que es sexo de casados —comentó, quitándome la frase de la boca, mientras me sacaba los bajos de la camisa de la cintura de los vaqueros con gesto malicioso—. ¡Es nuestro primer sexo productivo y reproductivo! ¡Esto es sexo con un fin específico! ¡Sexo con una misión! —Me miró a la cara, beatífica—. ¡Misionero!

La besé para hacerla callar, riéndome contra su boca y empezando a bajarle los pantalones del pijama.

—Espera, espera. —Me aparté y la miré—. De todas formas, sigues tomando la píldora… ¿no?

Mi mujercita se encogió de hombros con aire de culpabilidad.

—¿Qué? —Me aparté un poco más y la miré boquiabierto—. ¿Cuándo la dejaste?

Un poco intimidada, reconoció:

—Hace una semana, más o menos.

—Pero en la última semana lo hemos hecho. —Parpadeé, haciendo memoria—. Varias veces.

—Ya lo sé, pero no creo que vaya a ser, no sé, inmediatamente fértil o algo así.

A pesar de su ilógica confianza, me invadió una sensación de calidez. Sé que debería haber estado un poco cabreado. Al fin y al cabo, Hanna había tomado aquella decisión por su cuenta, sin hablarlo antes conmigo. Sin embargo, no lo estaba. De repente, la posibilidad parecía verdaderamente real. Íbamos a tener críos algún día. Quizá incluso muy pronto.

La hostia.

Todo se volvió borroso entre risas, choques de dientes y extremidades atrapadas por la ropa. Sin embargo, cuando la tuve lo bastante libre para situarme entre sus rodillas y penetrarla, el resto del mundo quedó muy lejos. Después de todo, en realidad no era sexo con un fin específico; era simplemente… estar con Hanna. Igual que había estado mil veces, con un leve eco de expectación y emoción que nada tenía que ver con los sonidos que hacía ni con la sensación que me producía notarla a mi alrededor. Cuando me incliné para besarla en el cuello, su pelo me rozó la cara. Sus manos descendieron por mi espalda, suaves y seguras, hasta agarrarme el culo. Había asistido a la transformación de Hanna, que había pasado de ser una joven entusiasta e inocente a convertirse en toda una fuerza motriz, enérgica y segura de sí. Y, conmigo, seguía siendo la criatura dulce, abierta y sonriente de la que me había enamorado hacía más de tres años.

Hanna se dejó caer de espaldas sobre la isla y se me quedó mirando, borracha de sexo.

—Bien hecho, William.

Le besé el pecho y farfullé alguna incoherencia.

Ella alargó el brazo hacia atrás, a ciegas, cuando mi móvil volvió a sonar.

—¿Qué puñetas pasa con tu móvil? ¿Tenían que llamarte antes de lo que tú creías?

Lo cogió y se lo acercó a la cara para mirar la pantalla, manteniendo una mano enterrada en mi pelo.

Noté que se inmovilizaba debajo de mí y contenía el aliento.

—Will.

La besé sobre el corazón palpitante.

—¿Mmm?

—Tienes unos… cuantos mensajes de Bennett, y otro de Max.

Me eché a reír.

—Léemelos.

Hanna rechazó mi sugerencia con un leve sonido y me puso el móvil en la mano.

—Me parece que estos querrás leerlos tú mismo.

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