Beautiful

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2. Jensen

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Bennett y Max se habían hecho amigos siendo estudiantes en Europa. Max era todo sonrisas amables y encanto, mientras que Bennett era la frialdad personificada. Sonreía poco y, puesto que rara vez bromeaba, cuando lo hacía te dabas cuenta: su boca se ladeaba levemente, y la línea de sus hombros se suavizaba. Algo que también le ocurría cuando miraba a su mujer.

En ese momento sonreía de oreja a oreja.

Resultaba… desconcertante.

—¡Jensen!

El sonido de mi nombre me obligó a volverme otra vez. Chloe cruzó el patio y me estrechó en un abrazo.

Parpadeé un instante y miré a Will lleno de curiosidad antes de rodearla con los brazos. Sin duda alguna, nunca había abrazado a Chloe hasta ese momento.

—¡Hola! ¿Cómo estás? —dije, apartándome un poco para mirarla.

Las dos embarazadas eran menudas. Sin embargo, mientras que Sara era esbelta y delicada, Chloe poseía una agresividad indiscutible. La Chloe que yo conocía no era exactamente la típica persona cálida que no deja de toquetearte, y me quedé sin saber qué decir.

—Pareces…

—¡Feliz! —Acabó por mí, y se apoyó una mano sobre el vientre redondeado—. ¿Contentísima y… de puta madre?

Me eché a reír.

—Pues… ¿sí?

Hizo una mueca de pesar y miró a los niños sentados en el césped.

—Joder, más vale que deje de soltar tacos. —Cayendo en la cuenta de lo que acababa de decir, gimió entre risas—: ¡No tengo remedio!

En un gesto lleno de ternura, Bennett le pasó una mano por los hombros. Chloe se apoyó en él… y luego se rio tontamente.

Todos la miramos pasmados en medio de un silencio sobrecogido.

Max fue el primero en hablar:

—Llevan al menos cuatro meses sin pelearse. Nos tienen a todos hechos un lío.

—Todo el mundo se preocupa al verme tan simpática —dijo Chloe, asintiendo con la cabeza—. Entretanto, la dulce Sara no pudo abrir un frasco de mantequilla de cacahuete la semana pasada y perdió los nervios hasta el punto de arrojarlo por la ventana, sobre la acera de Madison Avenue.

Sara se echó a reír.

—Nadie resultó herido. Solo mi orgullo y mi larga racha de buen comportamiento.

—George ha amenazado a Sara con dejar de trabajar para ella y ponerse al servicio de Chloe —dijo Bennett—. Está claro que se avecina el fin del mundo.

George era el asistente de Sara y mantenía con Chloe una relación notoriamente mala, plagada de comentarios sarcásticos por ambas partes.

—Bueno, bueno, deja de acaparar a mi hermano. —Ziggy pasó junto a Chloe y me echó los brazos al cuello—. Pero ¡si sigues aquí!

Confuso, me volví a mirar a Will.

—Claro que sigo aquí. Aún no me han dado tarta.

Como si hubiese pronunciado la palabra mágica, en ese instante unos cuantos niños aparecieron de repente, saltando entusiasmados y preguntando si era ya la hora de soplar las velas. Ziggy se disculpó y los llevó junto a otro grupo que jugaba a cierta distancia.

—¿Cuándo salís de cuentas? —pregunté.

—Sara cumple a finales de diciembre —dijo Chloe—, y yo, a primeros.

Al oír sus palabras, todos fingimos tomarnos unos momentos para mirar a nuestro alrededor y observar el jardín a mediados de octubre, con los árboles que empezaban a perder sus hojas.

—No os preocupéis, estoy perfectamente —añadió, al observar la expresión de gallina clueca de todos los presentes—. Este es mi último viaje, y luego me quedaré en Nueva York hasta que llegue esta criatura.

—¿Ya sabéis si es niño o niña? —pregunté.

Bennett negó con la cabeza.

—Está claro que Chloe le ha transmitido al bebé el gen de la testarudez, porque no ha permitido que el técnico lo viera bien.

Max soltó un bufido y miró a Chloe expectante, en espera de una réplica mordaz. Sin embargo, Chloe se limitó a encogerse de hombros, sonriente.

—¡Desde luego! —exclamó, y se estiró para besar a Bennett en la mandíbula.

Dado que el estilo de flirteo propio de Bennett y Chloe recordaba en gran medida a un combate de boxeo verbal, verla hacer caso omiso de aquel intento de irritarla resultaba… asombroso. Por muy normal que fuese, en cierto modo era como contemplar un ritual de cortejo entre dos extraterrestres.

Ziggy regresó del jardín con la homenajeada.

—Los críos se están poniendo nerviosos —dijo, y todo el mundo interpretó sus palabras como una señal de que había llegado el momento de empezar la fiesta.

Estuve charlando con Sara, Will, Bennett y Chloe mientras Max, mi hermana y algunos padres más repartían ingredientes para elaborar unos vasitos dulces con galletas Oreo,

mousse de chocolate y gominolas de gusanos.

El hermano de Max, Niall, y su mujer, Ruby, fueron los últimos en llegar, pero me lo perdí en mitad del caos que organizaban los chavales atiborrados de azúcar.

Conocer a Niall Stella resultó un tanto impactante. Me había acostumbrado a la presencia de Max, cuya estatura era fácil de olvidar porque parecía sentirse muy cómodo y estar a la misma altura emocional que el resto de la gente. Sin embargo, la postura de Niall era perfecta, modélica, casi rígida y, aunque yo mismo poseía una respetable estatura de uno ochenta y ocho, Niall me sacaba varios centímetros. Me levanté para saludar a ambos.

—Jensen —dijo él—. Me alegro de conocerte por fin.

Hasta su acento era diferente. Recordé que Max me había contado que había pasado varios años en Leeds y que aquella estancia cambió su forma de hablar; ahora empleaba palabras mucho más relajadas y comunes. No obstante, como todos los demás rasgos de Niall, sus expresiones eran muy correctas.

—Es una lástima que no pudiéramos vernos mientras estábamos todos en Londres.

—En el próximo viaje —dije, e hice un gesto con la mano para restar importancia a su decepción—. Esta vez he estado muy liado. No habría sido buena compañía. Pero es estupendo que hayamos podido conocernos ahora.

Ruby se me acercó y optó por darme un abrazo. La mujer temblaba sin parar y daba saltitos; parecía un cachorrillo indefenso entre mis brazos.

—Tengo la sensación de conocerte ya —dijo, apartándose para dedicarme una amplia sonrisa—. Toda la gente que vino a nuestra boda en Londres el año pasado tenía anécdotas que contar sobre «el escurridizo Jensen». ¡Por fin nos conocemos!

«¿Anécdotas? ¿Escurridizo?».

Asombrado, me senté junto a los demás. Últimamente no me sentía demasiado interesante. ¿Eficiente? Sí. ¿Hábil? Desde luego. Pero la palabra «escurridizo» poseía un misterio que yo no sentía. A los treinta y cuatro años, se me hacía raro sentir que mi vida empezaba a declinar y que mis mejores días habían quedado atrás, sobre todo porque, al parecer, era el único que lo creía.

—Después de la boda, Ziggy no paró de hablar de vosotros durante un mes —le dije a Ruby—. Creo que organizasteis una fiesta fantástica.

Niall le sonrió.

—En efecto.

—¿Y qué os trae a Estados Unidos? —pregunté.

Sabía que Ruby se había trasladado a Londres para hacer unas prácticas que acabaron desembocando en un programa de posgrado, y que la pareja tenía ahora su hogar en aquella ciudad.

—Estamos de viaje para celebrar nuestro primer aniversario, aunque sea con algo de retraso —explicó él—. Hemos empezado por aquí para recoger a Will y Hanna.

Ruby se puso en pie de un salto.

—¡Recorreremos las cervecerías y bodegas de la costa!

Su entusiasmo resultaba contagioso.

—¿Qué lugares visitaréis? —pregunté.

—Hanna ha alquilado un monovolumen —dijo Niall—. Empezaremos en Long Island y, a lo largo de dos semanas, visitaremos Connecticut y después Vermont. Tu hermana lo ha organizado todo.

—Yo estuve trabajando algún tiempo en unas bodegas de North Fork. Trabajé los veranos en los viñedos Laurel Lake mientras estudiaba en la universidad —les conté.

Ruby me dio una alegre palmada en el hombro.

—¡Calla! ¡Entonces serás todo un experto!

—No puedo callarme —dije, con una amplia sonrisa—. Es verdad.

—Deberías venir —dijo, asintiendo con la cabeza como si ya estuviese decidido. Miró a Niall y le dedicó una sonrisa encantadora. Él se rio en voz baja. Ruby se volvió hacia Bennett, Chloe y Will—. Decidle que debería venir.

—Yo solo pasaba por aquí —dijo Will, levantando las manos—. No me metáis en esto. —Hizo una pausa que aprovechó para dar un trago de su botella—. Aunque me parece una idea estupenda…

Lo miré inexpresivamente.

—Piénsalo, Jensen —continuó Ruby—. Vienen Will, Hanna y otra amiga, y, gracias a Dios, Hanna no bebe mucho, porque así al menos uno de nosotros podrá conducir. Formaremos un grupo fantástico.

Hube de reconocer que un viaje corto sería perfecto. Aunque tenía la sensación de haber recorrido un millón de millas aéreas, la idea de volar a donde fuese por vacaciones me parecía horrible. En cambio, un viaje por carretera…

Sin embargo, no podía. Ya llevaba lejos del bufete más de una semana, y no me imaginaba cómo podría resolverlo todo a tiempo.

—Lo pensaré —les dije.

—¿Qué pensarás? —dijo Ziggy, reuniéndose con nosotros.

—Tratamos de convencer a tu hermano para que viaje con vosotros —le explicó Bennett.

Ziggy miró a Ruby y asintió despacio con la cabeza, como si asimilara lo que acababa de oír.

—Ya. Jensen, ¿me ayudas a prepararlo todo para la tarta?

—Claro.

Seguí a mi hermana hasta la cocina y me acerqué a la alacena para coger un montón de platos.

—¿Recuerdas lo que me dijiste en aquella fiesta hace años? —preguntó.

Intenté hacerme el tonto por si funcionaba.

—Vagamente —mentí.

—Pues deja que te lo aclare. —Abrió una caja y sacó un puñado de tenedores de plástico—. Estábamos mirando un montón de cuadros repugnantes y tú decidiste soltarme un sermón sobre el equilibrio.

—Yo no te solté ningún sermón —dije con un suspiro. Su única respuesta fue una carcajada estridente—. No lo hice. Solo quería que salieras más, que vivieses más. Tenías veinticuatro años y apenas abandonabas tu laboratorio.

—Y tú tienes treinta y cuatro y apenas abandonas tu bufete o tu casa.

—Es muy distinto, Ziggs. Tú eras muy joven. No quería que la vida pasara de largo mientras tenías la nariz metida en un tubo de ensayo.

—Vale. En primer lugar, nunca llegué a meter la nariz en un tubo de ensayo…

—¡Venga ya!

—En segundo lugar —dijo, forzándome con su mirada fija a apartar la mía—, puede que yo fuese muy joven, pero eres tú el que deja que todo pase de largo. Tienes treinta y cuatro años, Jens, no ochenta. Cuando voy a tu casa, siempre espero encontrar un carnet de la tercera edad sobre la mesita baja del salón o esa especie de ligas para calcetines en el lavadero.

La miré parpadeando.

—Estoy hablando en serio.

—Y yo también. Nunca sales…

—Salgo cada semana.

—¿Con quién? ¿Con tus socios? ¿Con tu amiga del

softball?

—Ziggs, sabes muy bien que se llama Emily.

—Emily no cuenta —dijo.

—¿Qué problema tienes con Emily? —pregunté, frustrado—. ¡Me cago en la puta!

Emily y yo éramos amigos… con derecho a roce. El sexo estaba bien; muy bien, la verdad. Sin embargo, nunca fue otra cosa para ninguno de los dos. Llevábamos tres años así, y la relación no iba a más.

—Es que ella no es un paso adelante para ti, es un paso hacia a un lado. O quizá incluso hacia atrás, porque, mientras tengas sexo accesible, nunca te molestarás en buscar algo más satisfactorio.

—Entonces ¿crees que estoy metido hasta el cuello?

Haciendo caso omiso de mis palabras, mi hermana siguió hablando:

—Estuviste en Londres una semana y no hiciste más que trabajar. La última vez pasaste un fin de semana en Las Vegas y ni siquiera viste el Strip. Llevas un jersey de cachemir, Jensen, cuando deberías lucir los músculos con una camiseta ajustada.

La miré inexpresivamente. No sabía si era peor que mi hermana dijese aquello o que lo dijese en la fiesta de cumpleaños de una niña de tres años.

—Vale, me he pasado, tienes razón. —Fingió que temblaba—. Borremos lo que acabo de decir.

—Ve al grano, Ziggs. Esto se está poniendo aburrido.

Ella suspiró.

—No eres un anciano. ¿Por qué insistes en comportarte como si lo fueras?

—Pues…

Mis pensamientos pisaron el freno.

—Haz algo divertido con nosotros. Relájate, emborráchate. Si puedes, búscate a una buena chica y tíratela…

—Madre mía.

—Vale, borra eso también.

—No pinto nada en su viaje de aniversario. Paso de hacer de aguantavelas. Eso no va a impulsar para nada mi vida social.

—No harías de aguantavelas. Ya lo has oído, viene otra amiga. Vamos, Jens. Es un grupo de buena gente. Podría ser muy divertido.

Me eché a reír. «Divertido». Detestaba tener que admitirlo, pero mi hermana tenía razón. Había vuelto a casa directamente desde Londres después de trabajar sin parar durante una semana entera, tras muchas semanas de trabajo ininterrumpido, decidido a volver al trabajo el lunes. No había previsto ningún descanso.

No me vendrían mal un par de semanas de fiesta, ¿verdad? Había dejado el bufete de Londres en buenas condiciones para el próximo juicio, y mi colega Natalie podía ocuparse de todo lo demás durante algún tiempo. Tenía más de seis semanas de vacaciones acumuladas, y el único motivo por el que no tenía más era que había cobrado diez semanas cuatro meses atrás, a sabiendas de que nunca las utilizaría.

Intenté imaginar dos semanas en compañía de Will y Ziggy, dos semanas de bodegas, cervecerías, de dormir hasta tarde… Sonaba tan bien que me entraron ganas de llorar.

—Muy bien —dije, confiando en no lamentarlo.

Ziggy abrió mucho los ojos.

—Muy bien… ¿qué?

—Iré.

Lanzó un grito ahogado, sinceramente conmocionada, y luego me echó los brazos al cuello.

—¿En serio? —vociferó.

Me aparté y me tapé la oreja con la mano.

—¡Perdona! —chilló, tan cerca de mi oreja como la vez anterior—. ¡Es que me hace mucha ilusión!

Una bolita de inquietud se abrió paso hasta mi pecho.

—¿Adónde habéis dicho que vamos? —pregunté.

Su expresión se animó todavía más.

—He preparado un itinerario fantástico. Visitaremos cervecerías y bodegas, nos alojaremos en varios hoteles impresionantes y pasaremos la última semana en una cabaña increíble de Vermont.

Exhalé y asentí con la cabeza.

—Vale, vale.

Sin embargo, Ziggy captó mi vacilación.

—No estarás pensando ya en cambiar de idea, ¿verdad? Jensen, como no vengas, te juro por…

—No —la interrumpí entre risas—. Es que ayer me senté en el avión junto a una tía chiflada y dijo que iba a visitar unas bodegas. He tenido un momento de pánico al pensar en lo que ocurriría si el universo me gastase una de sus bromas caprichosas y fuese ella la amiga que va a venir. Si te soy sincero, preferiría pillarme la mano con una puerta o comerme un ladrillo.

Ziggy soltó una carcajada.

—¿Vino contigo desde Londres?

—Al principio se portó bien, pero después se emborrachó y no paró de hablar —dije—. Habría tenido un vuelo más agradable si hubiese ocupado un asiento central en clase turista. Dios, imagínate lo que sería pasar una semana con semejante mujer.

Mi hermana hizo una mueca compasiva.

—Me pasé cuatro horas haciéndome el dormido —reconocí—. ¿Tienes idea de lo duro que resulta eso?

—Lamento interrumpir —dijo una voz delicada detrás de mí—, pero, mira, Hanna: ¡mi Pippa está aquí!

Me volví y me quedé de una pieza.

Unos pícaros ojos azules se clavaron en los míos. Su sonrisa era encantadora… y, esta vez, sobria.

Un momento.

¿Cuánto tiempo llevaban allí?

No.

Mierda.

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