Beautiful

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6. Jensen

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Jensen

El lunes desperté antes del amanecer.

Aún bajo las mantas, miré parpadeando el techo en penumbra mientras la niebla del sueño se desvanecía. La confesión que le había hecho a Pippa seguía resonando en mi cabeza.

«A estas alturas podríamos tener hijos.

»Ya irían al colegio. Jugarían al fútbol y montarían en bicicleta».

Ignoraba por completo de dónde había salido todo aquello. Eran cosas que pensaba muy pocas veces, solo en momentos de debilidad o después de algún día especialmente malo, cuando al llegar a casa no encontraba un hogar, sino una vivienda vacía.

O, al parecer, después de un día dedicado a beber y a correr por un viñedo lleno de aspersores.

Desde mi divorcio había salido con muchas mujeres sin pensar demasiado en Becky. Sin embargo, cuando conocí a Emily, pasé mucho tiempo reflexionando acerca de mi matrimonio. Nuestra amistad tranquila y predecible había acabado en la cama, y me llamaba la atención comprobar que resultaba mucho más fácil mantener una relación así, sin ningún significado especial, que una en la que tuviera que poner el corazón.

Habíamos jugado un partido de

softball, y, como muchas otras veces, Emily y yo quedamos después para tomar una cerveza. Pero ese jueves en concreto, después de pagar la cuenta y acompañarla hasta su coche, resulta que me preguntó si quería seguirla hasta su casa. Y lo hice. Esa noche hicimos el amor dos veces, y me marché antes de que sonara su despertador a la mañana siguiente.

Emily, una neuróloga pediátrica que trabajaba en el hospital infantil de Boston, era atractiva e inteligente. Sin embargo, ambos sabíamos que la relación no iría más allá de la que mantienen dos amigos que se acuestan juntos cuando les apetece. Hacíamos el amor un par de veces al mes. Siempre estaba bien. Nunca era increíble. Y no lo era, en parte, porque ninguno de los dos nos implicábamos emocionalmente.

Y, francamente, no era consciente de que mi propia vacilación a la hora de buscar una relación más profunda se debiese en gran medida al desconcierto en que me había sumido lo de Becky y a la voluntad de no volver a pasar por eso. Pippa tenía razón: el dolor se hacía más discreto con el tiempo, pero no desaparecía por completo; alteraba mi forma de ver las cosas y el modo en que la gente me veía a mí. Había expirado el período de duelo aceptable por el fracaso de mi matrimonio y por la pérdida de todo aquello que significaba para mí. El resto del mundo había seguido adelante. Y se suponía que yo también debía hacerlo.

Entonces ¿por qué no lo había hecho?

«Me da rabia que no fuera capaz de decirme antes que no era eso lo que quería.

»Me da mucha rabia que me hiciera perder el tiempo. Pienso… ¿para qué molestarme en conocer a alguien? ¿Es demasiado tarde? ¿Soy demasiado estirado, o poco interesante, o…?».

No quería acabar de formular ese pensamiento.

Ignoraba por qué Pippa había logrado que reconociera cosas que nunca había dicho en voz alta, pero no me gustaba. Se suponía que las próximas dos semanas consistirían en alejarse de todo y beber demasiado, no en dedicarse a la introspección y al examen de conciencia.

Aparté las mantas de una patada, me incorporé en la cama y alargué el brazo hasta mi móvil, que se estaba cargando en la mesilla de noche. Me salté los

emails, un acto muy poco propio de mí, y abrí el último mensaje que había recibido de Will, en el que me preguntaba si me apetecía salir a correr por la mañana.

«Ya me he levantado. ¿Estás listo?», envié, y arrojé mi móvil sobre la cama.

Revisé el programa que Ziggy nos había imprimido a cada uno:

brunch, algo de tiempo libre para explorar la zona, una posible excursión a unas bodegas y cena en el hotel.

La respuesta de Will llegó mientras estaba en el baño, un simple «No» seguido de un silencio.

Marqué su número y, después de cuatro timbrazos y del ruido del teléfono cayéndose en dos ocasiones, contestó.

—Eres igual que tu hermana —dijo, y sus palabras sonaron ahogadas como si las pronunciara con la boca contra la almohada.

—Fuiste tú el que me invitó a salir a correr esta mañana, ¿te acuerdas?

—Ni siquiera son —volvió a caérsele el teléfono— las siete de la mañana.

—¿Y qué? Siempre salimos a esta hora.

—Jensen, ¿te has fijado en la habitación en la que estás?

Recorrí la habitación con la mirada: paredes revestidas de madera blanca, cama grande con colcha hecha a mano, chimenea de ladrillos.

—Sí.

—¡Estamos de vacaciones, hombre! El

brunch no empieza hasta las diez. Podemos dormir un rato más.

—Podías habérmelo aclarado anoche —le dije, abriendo ya la carta del servicio de habitaciones.

—Ayer me puse ciego de beber y traté de convencer al camarero para que plantara un viñedo conmigo —me explicó—. No creo que nadie pueda fiarse de nada de lo que dije anoche.

—Está bien —acepté con un suspiro—. De todos modos, tengo que trabajar un poco. Llámame cuando te levantes y saldremos entonces.

—¡Ah, no! ¡Ni hablar! —Se oyó el inconfundible crujido de las sábanas y el sonido del colchón al moverse—. ¡Maldita sea! ¡De eso nada! De ningún modo vas a sentarte a trabajar en el portátil. Tu hermana me matará.

Así que Will también estaba encargado de vigilar a Jensen.

Rechiné los dientes.

—De acuerdo —dije—. Nada de trabajo. Saldré ahora, y luego me reuniré con vosotros.

—No, tienes razón. Quedamos en recepción dentro de un cuarto de hora, ¿te parece bien?

—Estupendo.

Mi habitación, en un extremo del edificio, daba al césped y al corredor techado que separaba la construcción principal de una gran estructura en forma de granero, en la parte de atrás. El cielo seguía oscuro, pero se había aclarado lo suficiente para permitirme ver a lo lejos un quiosco con tejado de cobre y un patio en el que, según el folleto que Ziggs había incluido en nuestro itinerario, servían la cena casi todas las noches junto a una hoguera.

Abajo el ambiente era mucho más ajetreado, con un fuego ardiendo en la chimenea de recepción y los sonidos y aromas propios de la preparación del desayuno deslizándose a través de las puertas cerradas de la cocina.

Will hablaba con el director del hotel junto a la puerta principal.

Al verme, me saludó alzando la mano y se despidió del director.

—Buenos días —dijo.

—Buenos días. ¿Ziggs sigue dormida?

—Como un tronco —dijo, con una sonrisa divertida que no quise traducir. Empezó a ponerse un par de guantes y soltó un suave bufido—. Veo que has recuperado tu sudadera.

Bajé la vista hasta mi sudadera de la universidad Johns Hopkins, que mi hermana usaba más que yo. Estaba un poco descolorida, un poco desgastada en algunas zonas. Los puños estaban deshilachados y una de las mangas empezaba a descoserse, pero era una de mis favoritas. Ziggy se pasaba la vida entrando y saliendo de mi casa, y adquirió la costumbre de robarme la ropa el día que alcanzó la estatura suficiente para llegar a la puerta de mi armario. Si yo había podido ponérmela, debía de ser porque se habría cambiado en mi casa y la habría dejado en el suelo.

—Noto que juzgas mi sudadera, William. Pues que sepas que es un clásico. Tu mujer lo entiende; casi no se la quita.

—Es que Hanna, como tú, es sentimental de una forma extraña. Vosotros dos sois las únicas personas que conozco capaces de tirar a la basura un táper viejo porque no queréis lavarlo y, en cambio, conservar una sudadera durante dos décadas.

No le faltaba razón.

Cruzamos el vestíbulo y salimos por la puerta trasera antes de que el olor a panceta y café recién hecho nos obligara a renunciar al ejercicio.

El frío nos asaltó de inmediato. Will se caló un poco más el gorro para taparse las orejas y paseó la vista por el jardín.

—Este sitio es realmente precioso —dijo.

Seguí su mirada. A lo lejos, la neblina se aferraba a la cerca, y los árboles daban la impresión de componer un fuego de otoño contra un cielo sin color. El hotel se hallaba a nuestra espalda, con su revestimiento de blancos tablones de madera y sus molduras azul claro; la torrecilla con tejado de cobre relucía como el sol.

Asentí con la cabeza.

Le sonó el móvil en el bolsillo de la chaqueta. Lo sacó y soltó una seca carcajada.

—Bennett acaba de enviar esto por el grupo: «Chloe me ha traído el desayuno a la cama. Han pasado dos horas y aún no me ha pedido que arregle el triturador de basura. ¿Es posible que las esposas hagan esa clase de cosas por… amabilidad? Ruego aclaración».

Me eché a reír y sacudí la cabeza.

—¿Crees que se siente confuso de verdad o que lo dice en broma?

Volvió a meterse el móvil en el bolsillo y cerró la cremallera.

—Creo que es muy sincero, aunque añade un poco de humor. Chloe ha cambiado por completo. Esos dos tenían una dinámica particular, y ahora que ella está embarazada ya no siguen el mismo patrón.

—¿Te gustaría estar en Nueva York para verlos más?

—La verdad es que sí —contestó mientras se inclinaba hacia un lado para estirar la espalda—. Es muy muy raro. Aunque hace gracia.

Realizamos estiramientos en silencio como habíamos hecho cientos de veces: cuádriceps, pantorrillas, tendones de la corva, glúteos… A nuestro alrededor resonaban los sonidos de la mañana. Unos caballos masticaban hierba en un campo cercano, y un martillo clavaba clavos en algún punto de la finca, pero, por lo demás, todo estaba tranquilo y silencioso cuando echamos a andar hacia el inicio del recorrido.

Puse en marcha el cronómetro de mi reloj y empezamos. Pasamos de la pista de tierra a la acera, y luego a la carretera. Nuestros pies aterrizaban rítmicamente sobre el pavimento. Yo respiraba con regularidad sin apartar los ojos del camino.

—¿Qué tal el trabajo? —pregunté.

Will y Max eran inversores y copropietarios de Stella & Sumner, una sociedad de capital riesgo que Max gestionaba desde Nueva York y Will, ahora, desde Boston.

—Muy bien —dijo—. Hay una pequeña compañía farmacéutica australiana que investiga sobre el cáncer. El mes que viene iré a hablar con ellos. Ah, y Max convirtió mi antiguo despacho en un aula de manualidades para los días en que se lleva a Annabel al trabajo, así que pienso redecorar el suyo la próxima vez que salga del país.

—¿Redecorar? —repetí.

—Eso mismo. Colgaré una bola de discoteca, tapizaré su sofá con piel sintética de leopardo de color rosa… Puede que hasta instale una barra de estríper justo en el centro.

—A vosotros os falta un tornillo.

Se echó a reír.

—La última vez que estuve en Nueva York me pasé una semana en el mostrador de recepción, compartiendo un ordenador con su madre. Creo que eso nos dejaría empatados.

—¿Ya le han crecido a Bennett las cejas desde la última vez que trataste de «empatar»? —le pregunté—. Recuérdame que no vaya a Nueva York.

—Perdió una ceja, no las dos —me aclaró—. ¿Y tú? ¿Te alegras de haber venido?

—Sí y no —reconocí—. Me doy cuenta de cuánto lo necesitaba, pero eso no impide que me preocupe constantemente por lo que estará pasando en mi ausencia.

—Porque eres un obseso del control —dijo con una sonrisa de superioridad—. Es un rasgo de la familia Bergstrom. Estoy pensando en pedir que os hagan un análisis a todos para encontrar el locus genético.

—En realidad es porque soy bueno en mi trabajo —lo corregí, y luego añadí en voz baja—: Y puede que un poquito de lo otro.

Will se rio. Giramos a mano izquierda para entrar en la avenida South Jamesport, una carretera rural de dos carriles flanqueada por árboles y con alguna que otra casa.

Corrimos en silencio, uno junto a otro, a un ritmo uniforme. Sin embargo, la calma familiar que siempre alcanzaba corriendo parecía rehuirme. Mi mente seguía dispersa, y una sensación de ansiedad se retorcía en mis tripas.

—¿Qué opinas de Niall y Ruby? —preguntó Will al cabo de unos minutos.

—Parecen muy majos —dije, contento de tener ocasión de conversar y salir así de mis propios pensamientos—. Niall me recuerda mucho a Max, aunque en algunos aspectos es muy distinto, ¿no?

—Eso es exactamente lo que pensé cuando estuve con los dos en Nueva York —dijo Will—. Ruby debe de hacerle mucho bien, porque ahora lo veo más relajado. Más feliz. Aunque he de reconocer que me hace gracia imaginar al estirado de Niall trabajando junto a Pippa y Ruby, nada menos. Esas dos son las gemelas entusiastas. Debió de ser para verlo.

—Es un milagro que hicieran algo.

—Por cierto —dijo en tono malicioso—, me alegra ver que Pippa y tú os lleváis bien.

La mención del nombre de Pippa me provocó un nudo en el estómago.

—Es que es muy simpática. Está claro que la pillé en un mal momento durante el vuelo —dije—. Aunque no sé si alguna vez podré remediar mi pifia. Todavía me parece oír el sonido de su carcajada resonando en tu cocina.

—Me sabe fatal habérmelo perdido —dijo Will.

—Espera y verás. Seguro que encuentro otra forma de hacer algo igual de horroroso.

—No eres el primero que dice alguna estupidez delante de alguien que le gusta, Jens. Las gilipolleces que decía yo delante de Hanna eran casi surrealistas.

Aminoré el ritmo mientras pasábamos junto a una extensa finca rodeada de una valla de madera. Vimos en ella varios caballos. Sentí en el pecho la necesidad de hablar de aquello y las palabras me salieron casi sin querer:

—Esta situación con Pippa…

Will aminoró también la velocidad y me lanzó una ojeada.

—¿Sí…?

Las calles estaban casi vacías a aquellas horas, pero pasó un coche y nos metimos en el arcén.

—Mira. Tienes razón. Me gusta de verdad —dije—, pero la situación me resulta incómoda. Me siento como si estuviéramos en una pecera.

—¿Qué más da? Hanna se mete mucho, sí, pero eso es típico de las hermanas. No le hagas caso. Pippa es exactamente lo que yo habría considerado tu tipo cuando íbamos a la universidad. Es divertida y una matemática de puta madre, por no hablar de lo buena que está. Y si la cosa no cuaja, solo estará aquí unas semanas y luego vivirá al otro lado del océano. ¿Me he perdido algo?

—No lo sé —reconocí—. Está claro que pienso demasiado.

Con las manos en la cintura, mi amigo se paró y se apoyó contra una cerca para recuperar el aliento.

—Escucha, le dije a Hanna que no pensaba meterme en esto, pero en la universidad habrías visto la situación tal como es: unas vacaciones fantásticas con la familia y con amigos nuevos, entre ellos una tía que está soltera y más buena que el pan.

Volví la vista hacia la carretera, entornando los ojos.

—Sí. Supongo. De todos modos, quiero pensar que soy mucho más listo ahora que entonces.

—Eso no lo sé —dijo, antes de bajar la vista al suelo y darle una patada a una piedra—. ¿Qué es lo que te preocupa?

Me eché a reír.

—Es una pregunta muy grande para hacerla a las siete y media de la mañana.

Will me miró.

—¿En serio? Nunca te he visto tener una crisis existencial. Ni siquiera cuando Becks se marchó. Pasaste un par de fines de semana borracho y luego volviste al trabajo y ya no paraste. ¿Eso es todo? ¿Has decidido que no quieres nada más?

Oír mencionar a Becky fue como si me clavaran en el pecho un hierro candente. Últimamente aquello sucedía con demasiada frecuencia.

—Pues…

—No dejo de esperar que traigas a alguien a cenar a casa —dijo, interrumpiéndome—. Cuando vivía en Nueva York, pensaba que no conocía a tus novias por la lejanía. Pero ahora que llevamos aquí… ¿cuánto?, ¿dos años?, solo conozco a tu follamiga platónica, y voy a serte sincero, Jens: en este caso estoy de parte de Hanna: es menos interesante que una cuchara.

Oírle decir aquello me produjo una carcajada incrédula.

—Y eres tú el que me habla de follamigas.

Acogió mis palabras asintiendo con la cabeza.

—Vale, tienes razón. Lo pillo. Y si eso es lo que quieres hacer durante toda tu vida, por mí vale. Pero entonces ¿qué paranoia tienes con este viaje? No pueden ser las dos cosas. No puedes decirme que no quieres ataduras y luego ponerte neurótico por la «situación con Pippa».

—Es que soy un neurótico, Will —dije, alzando un poco la voz entre la niebla húmeda de la mañana—. Ayer miré a Ziggs y comprendí que le encantaría que tuviese un rollo de verano, y pensé: «Claro, por qué no, puedo hacerlo». Pero Pippa tiene algo que…

—¿Te hace sentir incómodo? —preguntó, mirándome imperturbable.

—Sí, y la verdad es que no entiendo por qué.

—¿Porque es sincera y pasa de gilipolleces? —Al ver que yo no respondía, continuó—: ¿Porque te hace preguntas de verdad sobre quién eres y qué opinas? ¿Y porque no crees poder evadir esas preguntas durante las dos semanas?

—Vale, me parece que has pensado mucho en esto.

—Por desgracia, sí. Ahora mismo podría estar en esa cama gigante durmiendo con mi preciosa mujer, pero en lugar de eso estoy aquí fuera, hablando de sentimientos contigo. Así que háblame, Jens. Dime qué tienes en esa cabezota tuya o déjame volver y…

—Vale, vale. —Me reí sin ganas y alcé la cara hacia el cielo—. Ostras, ni siquiera lo sé. Anoche se las arregló para hacerme hablar de Becks, y no es que siga enamorado de ella, al contrario, es que me jode un montón pensar en eso. ¿Por qué les interesa tanto a las mujeres? A mí no me interesa nada.

—Llevas seis años haciendo lo mismo —dijo Will—. Conoces mujeres, salís un par de veces, quizá te acuestas con ellas y luego no vuelves a llamarlas. Es más o menos así, ¿no?

Sacudí la cabeza, aunque no negaba del todo lo que decía.

—Eres un desastre, macho. —Se enderezó y se sacudió los pantalones cortos para quitarse las pocas astillas que se le habían pegado—. Seguro que hasta lo racionalizas diciéndote a ti mismo que les ahorras una relación con un hombre que no podrá prestarles atención por culpa del trabajo.

—Pues sí —dije, encogiéndome de hombros—. No he conocido a nadie con quien tenga ganas de pasar más tiempo del que dedico al trabajo.

—¿No te das cuenta de lo patético que suena eso? —preguntó, y su risa suavizó esas palabras—. Creo que en realidad te aterra comprometerte y que la relación vuelva a acabar de forma inexplicable. Es el mismo motivo por el que no soportas hablar de Becky. Simplemente, no lo entiendes. Pues tengo noticias para ti: nadie lo entiende. Nunca lo entendimos. Nos hizo daño a todos. Y ya sé que es peor para ti, mucho peor, pero todos la perdimos. Ahora tienes tanto miedo de volver a intentarlo que prefieres no molestarte.

—¡Venga ya! No dices más que gilipolleces.

Will sacudió la cabeza.

—Esto es miedo al fracaso, y eres tú el que dice gilipolleces.

Madre mía. ¿Por qué iba a tener que ver todo con Becky?

—No creo que la cosa sea tan profunda, Will.

Me volví y eché a andar, con la suficiente lentitud para que supiera que no me alejaba de él.

—No digo que sea profunda —dijo—. Digo que es evidente. Obedeces a todos los tópicos. Te aprecio mucho, tío, pero eres tan fácil de interpretar como un sueño sobre acudir a clase desnudo.

Sus palabras me hicieron reír.

—Vale. Entonces dices que soy un tío muy tópico, que me obsesiona la posibilidad de que me abandonen y que pienso demasiado.

—Eso mismo, en pocas palabras. —Me sonrió—. ¿De verdad me has sacado de la cama para hablar de esto?

Tras otro día catando vinos y una noche en la que disfrutamos de una abundante cena y, por fortuna, nos acostamos un poco antes, el martes salimos nada más desayunar. El segundo tramo de nuestro viaje nos llevaría desde Jamesport hasta Windham, Connecticut. Solo eran un par de horas de coche. Sin embargo, al hacer las maletas para irnos después de pasar las dos últimas noches en el mismo hotel, sentimos que el viaje empezaba a parecer real. A continuación vendrían cuatro días visitando cervecerías y pequeñas bodegas, y luego llegaríamos hasta Vermont para pasar una semana tranquila en una cabaña.

Sin embargo, antes de la calma vendría el desmadre. Al menos fue esa la intención con la que Ziggy montó la siguiente parada.

Formaba parte de un itinerario organizado de actividades en el que seríamos diez personas. Eso significaba que se nos añadirían otras cuatro por el camino. En broma y mirando sobre todo a Pippa, Niall nos soltó un sermón sobre lo que podíamos y no podíamos contar.

—Por ejemplo —dijo, sentado en el asiento del copiloto junto a Ruby, que iba al volante—, no podemos contar cuánto nos pica el sujetador al final del día.

—¿En serio? —preguntó Ziggy, haciendo pucheros.

—Tampoco podemos hablar de «los capullos de nuestros exnovios» ni de sus «nalgas vigorosas» —dijo, y Pippa lanzó un gemido.

—¡Papaaá! —lloriqueó.

—No olvidemos que habrá otras personas. —Se volvió de nuevo hacia delante y Ruby le echó una breve mirada, sacudiendo la cabeza—. Tratemos de portarnos bien, aunque sea borrachos.

—¿Cuál era el itinerario, Hanna? —preguntó Ruby.

—A las tres visitaremos una cervecería de Willimantic. Mañana está previsto que visitemos unas bodegas, y el jueves tenemos un maridaje de vino y chocolate, seguido de un pícnic de almejas en la playa.

Will me miró por encima del hombro desde la segunda fila de asientos y supe exactamente lo que estaba pensando: «Menudas vacaciones». Sonaba genial, desde luego, pero, para un grupo de gente superambiciosa, aquello no era leer en la playa o flotar perezosamente en un río con una cerveza en un vaso de espuma. Aquello era la interpretación de mi hermana del tiempo libre.

Sin embargo, entonces dijo:

—Confiesa que te sientes aliviado. No tendrás que quedarte quieto, ¿eh?

Y me di cuenta de que… vale, esa era también mi interpretación del tiempo libre.

La Willimantic Brewing Company ocupaba un edificio de estilo colonial que no podía ser más típico de Nueva Inglaterra. Y crecí en Boston, así que sé muy bien de qué hablo. Willimantic, Connecticut, muy cerca de Windham, donde nos alojaríamos, se hallaba a poca distancia de varias ciudades importantes, pero resultaba extrañamente rural y pintoresca.

Las palabras de Pippa reflejaron mis pensamientos:

—Me parece que aún no hemos visto una sola ciudad —susurró, mirando por la ventanilla mientras aparcábamos—. ¿Por qué había dado por sentado que vuestra costa Este estaba plagada de edificios y ciudades?

En su calidad de experto en planificación urbana del mundo entero, Niall abrió la boca para contestar, pero Ruby apagó el motor y se apresuró a decir:

—No, cariño, ahora no tenemos tiempo de oír tu disertación. —Señaló la ventanilla con una sonrisa y añadió—: Creo que ahí está el representante de Tropezón del Este.

—¿«Tropezón del Este»? —repetimos Will y yo al unísono.

Mi hermana agitó su carpeta por encima de la cabeza mientras abría la puerta corredera.

—El nombre del grupo que organiza esto. Saben muy bien para qué estamos aquí: beber, comer y volver tropezando.

Alargué el brazo hacia el asiento de atrás para coger la bolsa del portátil y las gafas de sol mientras Ziggy y Will saltaban del vehículo para ir a hablar con nuestro contacto. Niall y Ruby, por su parte, bajaron a estirar las piernas. Pippa los siguió hasta la acera.

Sonó mi móvil y me lo saqué del bolsillo. Tenía un

email de Natalie.

—¿Vienes? —preguntó Pippa, metiendo la cabeza por la ventanilla.

—No te chives —dije, tecleando una respuesta rápida—. Solo tengo que enviar esto en un momento.

Se marchó riendo mientras yo terminaba mi

email y pulsaba «enviar». Al ir a bajar del coche, estuve a punto de tropezar con mi hermana, que me bloqueaba la salida.

—Creo que hay cambio de planes. Will quiere improvisar e ir un poco más hacia el norte.

La miré. Tenía la cara colorada y los ojos un poco desorbitados.

—¿Estáis seguros? —Traté de ver más allá—. ¿Es un sitio siniestro o algo así? Eso de beber, comer y tropezar suena fantástico.

Ella negó con la cabeza.

—Simplemente nos da mal rollo.

Me volví para mirar por la ventanilla.

—¡Jensen! —chilló Ziggy, atrayendo de nuevo mi atención.

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