Beautiful

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14. Pippa

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—Aunque puede que mejoren las cosas ahora que lo de Becky ha quedado atrás, ¿no? —pregunté—. Aunque él no dijo gran cosa, tengo la sensación de que darse cuenta de que no necesitaba nada de ella tuvo un efecto catártico para él.

—Estoy de acuerdo —dijo Hanna—. Me pareció que fue muy bueno para él. Yo estaba dispuesta a aplastarla como si fuera Hulk, pero él lo llevó mucho mejor. Estoy segura de que en gran parte tuvo que ver contigo.

—Coincido en eso —intervino Will.

—¿Es extraño que vea a Pippa y piense enseguida en Jensen? —Hanna miró a su marido y, cuando él negó con la cabeza, se volvió de nuevo hacia mí—. Hacíais muy buena pareja. Francamente, nunca lo he visto tan feliz.

Me limpié la boca con la servilleta antes de hablar:

—No creo que sea extraño, pero me parece que lo de «Jensen y Pippa» fue solo una aventura de vacaciones. Si él estaba feliz, se debía en gran medida al viaje.

Ella se me quedó mirando con incredulidad y vi que no estaba de acuerdo.

—Entonces ¿no te importa si se acaba?

Pensarlo me produjo una punzada de dolor.

—Claro que me importa. No quiero que se acabe. —Las palabras sonaron tan descarnadas que me hicieron daño en el pecho—. Pero ¿qué vamos a hacer? Yo vivo en Londres.

Will lanzó un gruñido compasivo.

—Lo siento, Pippa.

—Me gusta mucho —admití, deseando de pronto haber aceptado el vino que me ofrecía Hanna—. Yo… quería mantener el contacto. Pero, aparte de la distancia, no quiero que él necesite que lo convenzan de nada. No me sentiría bien si me llamase solo porque alguien le hubiese exigido a gritos que lo hiciera.

Hanna hizo una leve mueca al comprenderlo.

—¿Te plantearías trasladarte aquí?

Reflexioné unos instantes, aunque mi reacción inmediata fuese un «sí» entusiasta. Me encantaba la zona de Boston, me encantaba la idea de vivir en otra parte durante algún tiempo, aunque echase de menos a mis madres, a Ruby y a mis otros amigos de Londres. Sin embargo, anhelaba un cambio. Ya tenía amigos aquí, personas que antes aspiraba a conocer, cuyo aprecio me parecía un objetivo, y que ahora también parecían deseosas de estar conmigo.

Asentí despacio con la cabeza y dije:

—Me trasladaría aquí por un buen empleo, o incluso un empleo que me permitiera trasladarme y estar cómoda. —La miré a los ojos y vi el minúsculo destello que había en ellos—. No me trasladaría aquí por Jensen. Así no.

Sonrió con aire de culpabilidad.

—Pues tengo unos cuantos contactos que esperan recibir noticias tuyas cuando vuelvas a Londres. Un par de ellos están en Harvard, pero hay varios en empresas de la zona de Boston.

Se levantó, fue hasta el aparador que estaba cerca de las ventanas y cogió un papel doblado.

—Ten —dijo, regresando para dármelo—. Si te interesa alguna de estas oportunidades, aquí están.

Tras despedirme de Hanna y Will, permanecí sentada en el coche de mi abuelo unos instantes antes de salir de su propiedad. Habíamos hecho planes tímidos para vernos el sábado, pero Hanna estaba casi segura de que en algún momento debería acudir al laboratorio para ayudar a uno de sus estudiantes de posgrado, así que tuve la sensación de que acabábamos de despedirnos por tiempo indefinido. Ruby y Niall habían regresado a Londres un par de días antes y nos veríamos muy pronto, pero sentía algo más que la tristeza momentánea del final de unas vacaciones. Sentía un vínculo con el lugar y con la gente que vivía en él, y la idea de volver a la lluviosa ciudad de Londres, a un trabajo chungo y a un jefe más chungo todavía me volvía… gruñona.

Fui a sacar las llaves del bolso y encontré el papel que Hanna me había dado en la cena. Lo saqué y vi que en realidad eran dos páginas, a un solo espacio y repletas de nombres. Profesores universitarios en busca de alguien que dirigiera su laboratorio, instituciones universitarias privadas, empresas de ingeniería que querían contratar a alguien para un puesto muy parecido al que ya ocupaba yo… Todos los empleos descritos parecían realistas, y Hanna había dedicado mucho tiempo y reflexión a confeccionar aquella lista. Si quería venir a Boston o a Nueva York, tenía al menos doce oportunidades de hacerlo.

Pero entonces vi el resto de la información que me facilitaba.

Estaba escrita a máquina, como todo lo demás, lo cual indicaba muy a las claras que Hanna pretendía incluirla desde el principio. Como si supiera que yo no tendría su dirección.

Me quedé mirando el papel. La simple visión de su nombre mecanografiado me produjo tensión e inquietud. Quise ir hasta él y sentir cómo me rodeaban sus brazos. Quise recibir un adiós que sonara a un «hasta pronto» y no al «hasta la vista» que había recibido el domingo y que, hasta el momento, no se había cumplido.

Sentí que invadía mis venas un impulso de tipo «ahora o nunca». Metí la llave en el contacto y salí de la propiedad, pero en lugar de girar a mano izquierda giré a mano derecha.

Jensen vivía en una imponente casa de piedra rojiza, situada en una calle ancha y arbolada. El estrecho edificio, de dos plantas, exhibía una impecable fachada de ladrillo y una puerta verde bien pintada. Una planta de hiedra recién podada ascendía por un lado, aferrando con sus dedos delicados la amplia ventana de marco blanco que daba a Matilda Court.

Había una luz encendida en la habitación delantera y otra en el interior de la vivienda; la cocina, quizá, o el estudio. En cualquier caso, conocía a Jensen lo suficiente para saber que no las habría dejado encendidas si no estuviera en casa. Una lámpara encendida en una casa vacía: preocupación por la seguridad. Dos lámparas encendidas en una casa vacía: derroche.

El viento gélido empujó las hojas secas calle abajo. Varias de ellas pasaron por encima de mis pies, atrayendo mi atención hacia el suelo. Estaba oscuro. Era tan tarde que no había nadie paseando ni circulaba ningún coche.

¿Qué puñetas estaba haciendo? ¿Buscar otra dosis de rechazo? No era cierto del todo que no tuviese nada que perder: todavía me quedaba mi orgullo. Mi presencia allí después de que Jensen pasara de mí con un mensaje de texto poseía cierta aura de desesperación. ¿Así había acabado todo? ¿No me habían enseñado nada Mark y sus vigorosas nalgas? Volví a alzar la vista hacia la ventana, gruñendo por dentro. ¿Salgo de Londres para olvidar a un hombre y abro enseguida mi corazón para que lo pisotee otro?

«Pippa Bay Cox, eres tonta del culo».

Dios, menuda pesadilla. Hacía frío en la calle y calor dentro del coche. Quizá hiciera más calor todavía en la tienda de rosquillas de la esquina, donde podría comerme mis sentimientos con un poco de azúcar glas. Detrás de mí, un coche aparcó junto a la acera. Comprendí la pinta que debía de tener: parada delante de una casa, mirando fijamente a la ventana. Me enderecé cuando sonó el chasquido del cierre automático, me volví y me estampé contra un cuerpo duro.

—Lo siento mu… —empecé.

Se me cayó el bolso al suelo. Nerviosa, me agaché a cogerlo.

—¿Pippa?

Me quedé mirando los brillantes zapatos marrones que descansaban en el suelo, delante de mí, y analicé la voz melosa y dulce que había pronunciado mi nombre.

—Hola —dije, sin acabar de decidirme a levantarme.

—Hola.

Estoy segura de que, si alguien hubiese presenciado la escena, habría pensado que me estaba arrodillando a los pies de un hombre de negocios. Sin embargo, si hubiera existido algún código secreto que pudiera hacer sonar contra el asfalto para conseguir que la acera se abriera y me tragase, lo habría hecho sin dudarlo un instante. Aquello era… espantoso. Muy despacio, volví a guardar el contenido del bolso, que se había desparramado por el suelo.

Él se agachó.

—¿Qué haces aquí?

«Oh, Dios».

—Hanna… —dije, sacando las llaves del coche—. Bueno, me ha dado tu dirección. He pensado que… —Sacudí la cabeza—. Por favor, no te enfades con ella. Saber que no estarías con ninguna amante aficionada a la lencería me ha infundido valor para pasarme por aquí. Supongo que quería verte. —Al ver que no contestaba me entraron ganas de arder en llamas y añadí—: Lo siento. Ya me dijiste que estabas ocupado.

Una mano grande vino hacia mí, envolvió mi codo y me ayudó a incorporarme. Cuando lo miré a la cara, vi que sonreía levemente.

—No tienes que disculparte —dijo en voz baja—. Simplemente me ha sorprendido verte. Ha sido una sorpresa agradable.

Miré su traje y luego me volví hacia su coche.

—¿Llegas ahora?

Asintió con la cabeza y eché un vistazo a mi reloj. Eran más de las once.

—No hablabas en broma cuando decías que tenías trabajo —murmuré, y luego alcé la vista hasta su casa—. Tienes las luces encendidas.

Asintió con la cabeza.

—Funcionan con un temporizador.

«Por supuesto. Cómo no».

Me eché a reír.

—Ya.

Sin decir nada más, se inclinó, me rodeó con los brazos y posó sus labios sobre los míos.

Qué alivio, qué calidez. No hubo vacilación en el beso, solo el roce familiar de sus labios contra los míos, el reflejo de abrir la boca al mismo tiempo, el contacto anhelante de su lengua. Sus besos se acortaron, se abreviaron hasta convertirse en minúsculos piquitos sobre mi boca, mis mejillas, mi mandíbula.

—Te he echado de menos —dijo, y me besó el cuello.

El agotamiento resultaba evidente en la curva de sus hombros, en la pesadez de sus párpados.

—Y yo a ti —dije, echándole los brazos al cuello—. Solo quería saludarte, pero ya veo que te caes de cansancio.

Jensen se echó atrás, me miró y luego se volvió hacia la puerta de su casa.

—Me caigo de cansancio, es verdad, pero no hace falta que te vayas. Pasa. Quédate aquí esta noche.

Cruzamos el piso de abajo sin hablar. Jensen me cogió de la mano y tiró de mí con determinación hasta el cuarto de baño de la habitación principal, donde me dio un cepillo de dientes sin estrenar. Tras cepillarnos los dientes en un silencio risueño, cruzamos las puertas dobles para entrar en el dormitorio.

Su habitación estaba decorada con colores suaves: cremas y azules, madera de un suntuoso marrón. En el suelo, mi falda roja y mi blusa de color zafiro parecían joyas dentro de un río.

Jensen no pareció percatarse. Dejó caer su ropa junto a la mía y se metió conmigo entre las sábanas. Su boca se movió cálida y algo húmeda sobre mi cuello, mis hombros; sus labios chuparon mis pechos.

Nunca habíamos hecho el amor así, sin aquella vigilancia que parecía intensificarlo todo en el viaje. Aquí solo estábamos nosotros en su cama, en su dormitorio oscuro. Nuestras manos tocaban una piel ahora familiar; nos reíamos entre besos. Se instaló en mi vientre un pesado anhelo que se irradió hasta mi entrepierna. Su cuerpo ansioso se endureció sobre el mío hasta estar allí, abriéndose paso, moviéndose en mi interior con el mismo gesto perfecto de las caderas, el mismo afianzamiento de sus brazos a mi alrededor, la misma presión de su boca en mi cuello.

Era el paraíso y era el infierno. El alivio era una droga; estar allí con él era como siempre: perfecto. Bajo su boca y sus manos posesivas, resultaba imposible no sentir que yo era la única persona en el mundo que importaba. Pero esta vigilancia suponía una tortura, la de aceptar por primera vez lo absolutamente temporal que era todo. La de saber ahora que, si yo no hubiese venido, él no habría hecho el esfuerzo.

—Es fantástico —dijo con voz entrecortada, contra mi cuello—. ¡Madre mía, siempre lo es!

Lo rodeé con los brazos, las piernas y el corazón, realmente, sintiendo una vez más lo que tuvimos en Vermont. Lo que reverberaba entre nosotros no era una respetuosa admiración, sino algo con fuego y profundidad, algo que sería difícil dejar a un lado. Mientras se movía sobre mí, colocándose justo donde yo lo necesitaba, sentí que la pregunta de si podría enamorarme de Jensen era irrelevante.

Lo había hecho.

Al comprenderlo, lancé un gritito ahogado. Él aminoró el ritmo sin parar del todo y cambió de postura para poder verme la cara.

—¿Estás bien? —preguntó, y me besó.

Encima, sus hombros subían y bajaban, subían y bajaban. Me quedé mirando la curva musculosa de su cuello, la definición de su pecho.

—¿Me llamarás cuando vengas a Londres? —pregunté, con la voz más absolutamente patética del mundo.

Al parecer, estaba dispuesta a conformarme con eso.

Su mano bajó por mi costado hasta llegar a la pierna, que levantó aún más sobre su cadera. Con el movimiento, me penetró más hondo. Ambos nos estremecimos de alivio, de enloquecedor anhelo. Intentó sonreírme, pero la sonrisa se convirtió en una mueca tensa.

—No volveré hasta marzo. Te llamaré, si es que no tienes un novio para entonces.

Creo que fue una broma.

O un recordatorio.

Cerré los ojos, estrechándolo contra mí. Él se movió a conciencia, activando ese cable en mi interior que convertía el placer en lo único importante.

Estuvo bien que la noción «un novio» se desvaneciera de mi mente sin permitir la entrada de aquella otra noción, «una novia», que solo pudiéramos movernos así, subir cada vez más y corrernos al unísono, temblorosos y jadeantes, y que no tuviéramos que arriesgar nuestros corazones intentando hacer de aquello algo más.

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