Battlefield

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Uno de ellos habló con potencia. Era un hombre joven, estaba segura de que tenía treinta y cinco años o menos. Llevaba el cabello largo y vestía un traje completo. Su voz era relajada, pero a la vez pastosa, estaba segura de que estaba cansado de ver a tantas personas hacer una audición no estando a la altura. La pregunta era: ¿estaba yo a la altura?

—¿Aria Bennett?

—Sí, señor. —Mi voz había creado un gran eco en aquel vacío lugar.

—¿Audicionas para entrar a la carrera de Danza?

—Sí, señor —respondí con firmeza.

—Bien. —El silencio se extendió por unos segundos, que parecieron años para mí.

Tragué saliva. Los otros dos personajes, otro señor mayor y una señora con grandes lentes ―que me hizo recordar a la profesora de Danza de la preparatoria―, habían cambiado de hoja y tenían un lapicero en la mano. ¿Qué apuntarían en aquellas libretas? ¿Qué falló? ¿Qué no les gustó? ¿Qué tipo de cabello tenía? ¿De qué altura era? Tan solo pensarlo me producía escalofríos.

Finalmente, la música empezó a sonar.

Siempre tuve una adicción por la música clásica, y poder expresarla con mi cuerpo era más que solo un sueño, era una pasión. Mi obsesión siempre fue danzar una fracción de Invierno, de Vivaldi, y nunca dudé que de hacerlo crearía una de las más grandes actuaciones de mi vida.

Era importante para mí recordarme lo dramática que era la pieza. Debía mostrar la tragedia, porque de eso se trata danzar: mostrar a los demás lo que quieres que ellos vean, que sientan y que puedan sentirse a cada paso más y más atrapados por el mundo del Ballet Clásico.

Escuché esa melodía dramática detrás de mí, susurrándome con fuerza al oído. Era como escucharla decir: «Los dominarás». Sonaba algo insistente, pero era lo que quería, lo que anhelaba.

Cuando entré en mis primeros pasos, me esforcé por hacerlo lo mejor posible, tratando de no acelerarme, ni atrasarme, sino ir al tiempo adecuado, con lo pasos correctos. En mi primera fracción de minutos, conseguí lograrlo. Conseguí mi mayor puntuación. El drama me sobrealzaba, podía sentirlo, y de alguna manera sabía que ellos lo sentían. Los nervios habían desaparecido, mis pies buscaban la fortaleza, y yo dejaba mi alma en el escenario. Me pregunté, ¿en qué momento de mi vida, había llegado a tal punto con todo esto? Era lo que amaba, lo que anhelaba, cada vez que me acostaba en mi cama, soñaba con las audiciones, las luces, el escenario, los aplausos de la gente, su atención, la música e inclusive con él. Liam. Mirándome desde un punto lejano. Con una sonrisa en el rostro y su voz diciéndome: «Lo has logrado». «¿Lo he logrado?», me preguntaba a la mañana siguiente, cuando el sol entraba por la ventana y me obligaba a levantarme.

Esa fracción en la que el mundo se detiene y miras a tu alrededor. Todos en silencio y observando cada uno de tus movimientos; es satisfactorio, inigualable, perfecto. Vuelves a escuchar los pies chocar contra el suelo mientras das vueltas y te imaginas lo mejor.

«¡Lo he logrado!».

Hasta que abres los ojos y piensas que nunca pudo haber sido peor.

Cada vez que abría los ojos, después del gran sueño que tenía, me levantaba molesta y me preguntaba por qué no había sido real. Siempre me sentía aterrada al pensar que las oportunidades llegaban solo para los que realmente las necesitaban. ¿Acaso no podía tener esa oportunidad de hacer las cosas bien? ¿De no permitir que algo fallara?

Abrí los ojos.

Juré que era un sueño, una de esas pesadillas de las que quieres despertar lo más antes posible, que la audición sería en pocas horas, que había tropezado contra algo y hasta ese momento me despertaba…, pero no fue así. Vi el rostro preocupado y pálido de Liam.

—¿Aria? —Traté de tragar saliva, pero me fue difícil. Miré a mí alrededor, miré mis manos y me aterré—. El doctor dice que te darán de alta esta tarde —dijo él.

¿De alta? ¿Qué significaba eso? Intenté hablar, pero me pesaba la voz. Me desesperé; pocos segundos después conseguí hablar. No parecía ser mi voz, era ronca y lejana.

—¿Qué ha sucedido? —Liam depositó su mano con delicadeza sobre mi cabeza, deslizando los dedos con suavidad sobre mi cabello.

Antes de que pudiera hablar, mi madre atravesó la puerta, con una sonrisa en el rostro. Tenía un vaso con café en la mano. Intenté sentarme, pero fue un mal intento.

—¡Has despertado! —dijo, como si hubiesen pasado mil años.

—¿Qué sucedió? —pregunté de nuevo.

La última vez que tenía los ojos abiertos, recordaba haber hecho un grand-jeté; todo estaba borroso, no podía recordar. ¿Había terminado mi presentación? ¿Por qué no recordaba nada? ¿Acaso había algo que debía saber?

—No creo que… —empezó a decir Liam. Lo interrumpí.

—¿Qué…?

 

 

 

Cuando tenía once años de edad, anhelaba estar en recitales tan importantes como los recitales de los que eran parte las bailarinas profesionales. Me obsesioné tanto con mi peso que había caído en la bulimia; no había pasado mucho tiempo antes de que mi madre se enterara. Ella me había explicado que ese tipo de cosas no eran buenas para el cuerpo, que solo lo debilitarían. Yo lo entendí perfecto cuando insistió en que eso no me permitiría bailar nunca más si seguía haciéndolo.

Nunca quise que mi sueño se sacrificara por algo que no tenía sentido. Era posible que me volviera menos inocente, pero la danza me hacía crecer de una forma madura. Entendí el concepto de bailar porque te apasiona. Lo entendí y supuse que sobreviviría a todos los cambios que se aproximaban en mi familia. Admito que estaba aterrada, sin amigos, sin una academia a la cual pertenecer, sin alguien a quien amar y sin una preparatoria fija. ¿Lo lograría? Al pasar los años, supuse que era importante recordar cuál era el verdadero significado de luchar; luchar por amor, luchar por necesidad, luchar por pasión, luchar por mí.

Mi madre se había acercado a paso lento, con el rostro lleno de duda. ¿Se supone que algo bueno debería ocurrir en ese momento? Pues las posibilidades estaban en un menos diez por ciento. Ella tomó mi mano; podía ver sus ojos llenos de lágrimas. Suspiró y habló.

—Aria, te desmayaste al final de la presentación. —Miré a Liam, quien se encontraba con los brazos cruzados y recostado en la pared, con la mirada perdida en el suelo.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿No terminé mi presentación? —No recordaba ni siquiera el comienzo. Mi madre negó con la cabeza.

Llegué a ese momento de desesperación donde deseaba saltar de esa cama e irme de nuevo al escenario y hacer mi trabajo. Sin embargo, la aguja que estaba en mi mano me aterrorizaba de tal manera que ni siquiera quería moverme.

—Hay algo más —agregó mi madre, que aún tenía los ojos húmedos.

—¿Qué sucede? —Me detalló con la misma mirada con la que me había visto hace algunos años en una cama de hospital. Pensé que no volvería a ver ese rostro suplicante, esos ojos desesperados y humedecidos.

—Tienes anemia hemolítica. —Respiró hondo. Yo no podía creerlo—. El doctor dice que es posible que todos los síntomas que tenías hayan sido por estrés, pero que ya padecías de esta enfermedad desde mucho tiempo atrás.

—¿Cuánto es mucho tiempo atrás? —Mi madre se encogió los hombros—. Pero, no es posible, si yo me he sentido…

—¿Bien? —preguntó Liam—. Aria, has estado cansada y si te fuerzas desde hace mucho tiempo. No comes, se te nota el cansancio en el rostro. Debes admitirlo, esto era lo que te ponía inestable, aparte del estrés. —Y, por primera vez, creo que Liam tenía razón.

No me sentía bien; cuanto más lo pensaba, más posible era que estuviera enferma. Pero, ¿por qué estaba enferma? Era una gran pregunta, con una posible respuesta. Desórdenes alimenticios, suponía.

Mi madre se puso en pie y salió de la habitación; supuse que no quería que la viera llorar. Entonces, Liam caminó hacia mí y me miró a los ojos.

Detesté ese momento, el momento en el que todo el mundo se pone dramático y no sabe qué hacer. Debía ser yo quien debía ponerme dramática, llorar y resignarme a pensar que la vida se me había acabado si no entraba a la universidad; por lo contrario, no había pensado en las verdaderas consecuencias que eso traía consigo.

—¿Cómo te sientes? —preguntó

—Yo… —¿Qué podía decir, Liam? Perdí la única posibilidad de entrar a la universidad y también me acababa de enterar que tenía una enfermedad ¿Cómo creía que debía sentirme?

Guardé silencio.

—Aria, ¿recuerdas la frase que inventé anoche? —Asentí—. Este es ahora nuestro campo de batalla, lucharemos contra esto. Lo… —Antes de que pudiera terminar, le sostuve la mano con fuerza.

—No, no lo prometas, por favor.

—Aria, debes estar segura de que lo lograrás, que saldremos de esto.

—Liam, soy yo quien está pasando por esto. No debes cargar tú mis penas. Debes concentrarte en el contrato, en conseguir realizar tu sueño. No digas que saldremos de esto.

—Aria…

—¡No! —negué impaciente.

¿Cómo podría negarle eso; cómo podría atarlo para siempre? Lo admito, era egoísta, quizá pensaba solo en mí, pero no esa vez. ¿Cómo podría amarrar a alguien que amaba a mis sufrimientos? Sabía que Liam estaba sujeto a mí, que haría cualquier cosa por mi causa, pero ¿qué haría yo por él? Nunca me había puesto a pensar en eso, hasta esa situación.

Me sentí culpable, porque los últimos días era yo quien solo hablaba de los recitales, de los ensayos, de mi mundo, pero nunca me detuve a pensar en su mundo. Toda su atención estaba en mí, mi salud y mi sueño; era posible que nunca me hubiera detenido a pensar en él, en cómo se sentía con respecto al fútbol.

Fui egoísta y nunca me había dado cuenta.

—Liam, acércate. —Él se sentó a mi lado y tomó mi mano con firmeza—. Sé que es muy ridículo todo esto, pero realmente lo siento.

—¿Lo sientes? —Me miró confuso

—Sí, quiero decir, siento hacerte pasar por esto.

—Aria. —Antes de que pudiera decir algo, entró una enfermera. Liam la miró cansado, luego se puso en pie—. Te veré luego, linda. —Me dio un beso en la frente y se retiró.

La enfermera me miró con una sonrisa en el rostro. Era una mujer joven, piel morena, igual que la mía, ojos color miel y cabello rizado hasta los hombros. Me hizo recordar a Kaya, nada más que sin tanto brillo y mayor.

—¿Es tu novio? —Me preguntó, mientras revisaba algunos aparatos. Parecía que me quitaría el suero.

—Sí —respondí. Ella me miró con esa ternura que jamás pensé ver en una persona desconocida.

—Eres muy afortunada de tener a un novio como él. —Sonrió—. La noche anterior, se quedó dormido aquí, junto a ti. Le supliqué que se fuese a casa, pero dijo: «Mi casa es donde ella esté». Tu madre lo miró, impresionada, supongo que nunca se imaginó cuánto amor sentía por ti.

—¿Él ha dicho eso? —Asintió. La miré, imaginándome a Liam diciéndole eso, sus ojos azules iluminados y su rostro persistente y suplicante a su vez—. ¿Cómo te llamas? ―pregunté.

—Nadia —dijo ella, quitándome la aguja de la mano.

—Nadia, ¿qué harías si te enteras que tienes una enfermedad? —Ella me miró a los ojos con compasión.

—¿Sabes algo? Llevo trabajando en este hospital unos tres años. Mi primer año fue el más difícil. Cuando miré la realidad de las personas que sufrían aquí, supuse que no era un trabajo fácil, que me sentiría incómoda escuchando los gritos de las personas por haber perdido a un familiar, o el llanto de otras porque se enteraron de que alguien padecía una enfermedad irreversible; quizá por el silencio aturdidor de las salas de espera, en las cuales solo ansían que su ser querido mejore. Lo único que puedo decirte si me entero que tengo una enfermedad es que lucharía. —Colocó su mano sobre mi cabeza—. Aún estás viva, linda, y lo bueno de la vida es que, a pesar de ser un campo de batalla, puedes luchar contra ello y levantarte en victoria, cada vez que logres el progreso. Sin embargo, si no haces nada por esa victoria, ¿para qué vives?

En gran parte tenía razón. Aquella mujer sabía lo que decía. Sabía que no había cosa peor en el mundo que morir. Porque, mientras estuviera viva, todo sería una constante lucha, lucha que sería recompensada. Entonces, ¿cuál era el dilema?

 

Esa tarde salí del hospital, con una nueva noticia. Necesitaba tomar un descanso de dos meses.

—¿Un descanso de dos meses? Eso es casi un delito para mí —le había dicho al doctor, casi gritando.

—Solo queremos asegurarnos de que estarás bien. Debes comer, no estresarte, realizar lo que más te gusta, hacer cosas que te ayuden, tanto psicológica como físicamente —dijo. Yo lo miré cansada. Sentí que estaba hablando con mi padre, con su ridícula teoría de haz lo que te gusta.

Debíamos tomar el próximo avión de vuelta a casa; estaba tan cansada que a punta de arrastres apenas podía caminar. Liam estaba siempre a mi lado, tomado de mi mano, como un niño asustado. Mi madre iba detrás, hablando por teléfono con mi padre, que seguro estaba como loco, haciéndole preguntas por las dos. Me lo imaginé haciendo una pequeña sesión de psicología a mi madre, mientras se calmaba los nervios. Mi madre, que por cierto había dejado la paranoia de lado, estaba riendo. Liam solo caminaba con la mirada perdida en los edificios. El día anterior todo estaba bien, sin ningún signo de desesperación por hacerme entender algo, pero hoy, tan solo hoy… estaba relajado.

—Bueno, al menos no ha sido tan grave —dije, buscando disminuir esa leve tensión que sentía sobre nosotros.

—Bueno, esa es la suerte. Supongo.

—¿Sabes algo? Estaba pensado que, tal vez cuando volvamos a casa, podríamos ir a la cancha y que me enseñaras una de esas cosas que haces con el balón. —El mostró una risa forzada.

—Aria, necesitas descanso.

—¡Liam, no estoy paralitica! —dije, riendo—. Además, el doctor dijo que tenía que hacer algo que no me estresara y esas cosas.

—En realidad, el doctor dijo descanso de dos meses. Te exaltaste y luego él se retractó. Juré por un momento que lo habías amenazado con esa «mirada zombi», como le llamaba tu hermano.

—¡Liam! —Ambos reímos—. Bueno, ¿pero me enseñarás?

—No te gusta el futbol.

—¿Quién ha dicho eso? Ya sé qué es un gol olímpico.

—¿Ah, sí? Sorpréndeme —propuso con esa mirada que tanto anhelaba ver, enarcando una ceja.

—Es cuando… —dudé por un segundo. No tenía ni idea de qué era un gol olímpico, solo escuchaba a mi hermano decir que era una de las cosas más difíciles y sorprendentes que un jugador podía hacer.

—¡No lo sabes! —dijo él.

—Bueno, no lo sé, pregúntale a mi hermano, él te responderá por mí. —Rio—. Eso no importa, ¿me enseñarás? Solo quiero conocer tu mundo. —Él abrió los ojos como dos grandes platos.

—Eso es una novedad.

—Ni que fuera inservible, es decir, en el fútbol. —Rio de nuevo.

—Aria, ni siquiera sabes escalar un árbol.

—Liam Forest, eso fue porque estaba con el chico más popular y pues, tenía vergüenza. No lo sé.

—Bien, dijiste que eras bailarina, no escaladora de árboles.

—¡Rayos! —dije, frunciendo el ceño—. Me has descubierto. —El soltó otra carcajada—. ¿Entonces? 

—¿Realmente me lo estás pidiendo?

—Realmente te lo estoy pidiendo, quiero aprender algo nuevo. Eso de lanzarme los balones y esquivarlos fue demasiado emocionante, pienso que jugar o aprender más será fascinante. —Sonrió.

—Bueno, lo intentaremos.

 

 

 

De vuelta a mi hogar, me sentí aliviada, al menos hasta que esa tarde, Kenna llegó a mi casa. Tenía una gran sonrisa en el rostro, parecía que todo el enojo que sentía antes de que viajara, se había esfumado. Liam estaba en mi casa igualmente, mi padre estaba trabajando, DJ en la escuela y mi madre haciendo unas compras. Así que solo estábamos nosotros tres.

Kenna había decidido que quería hacer un pastel. Me pregunté si sabía hacerlos, pero, como lo sospechaba, no tenía idea, y quemó los ingredientes. Liam soltó una carcajada. Habíamos sacado la torta del horno, estaba por completo quemada, no había ni una sola parte que se pudiera comer. Yo miré a Kenna, que quería echarse a morir.

—Juré que lo lograría —dijo ella muy emotiva, hasta que un segundo después, cambió repentinamente de humor—. Bueno, ya que. A botarlo. —Y lo tiró al basurero.

—Era preferible que lo compraras —dije.

—Bueno, si es que no lo deja olvidado en el autobús —dijo Liam carcajeándose.

—¿Qué tipo de persona crees que soy? —preguntó Kenna, frunciendo el ceño.

—No eres una persona, ¿sabes a quién pareces? A este pececito azul, animado, que siempre olvidaba las cosas —dijo él; yo intenté recordar su nombre.

—¡Oh! ¡Oh! Dori, la de Buscando a Nemo.

—¡Esa misma! Te pareces a Dori. —Kenna hizo mala cara.

—¡No tengo cara de pez!

—Bueno… —dije sonriendo también.

Después de las risas y el pastel quemado de Kenna, ella se precipitó por saber cómo me había ido en la audición. Yo me encontraba haciendo mis famosas galletas de avena, chispas de chocolate y limón. Liam me ayudaba rayando limón y Kenna revolviendo la mezcla. Sin embargo, cada vez que trataba de evadir esa parte en la que me preguntaba por la audición, ella ponía un rostro enfadado. Podía conocer esa cara de «estoy cansada de que me ignores». Así que, miré a Liam, que enseguida me evadió.

—Me desmayé pocos segundos antes de terminar la audición —dije. Ella dejó de hacer lo que estaba haciendo.

—¿Es en serio? —preguntó entre molesta e impresionada. Yo asentí con la cabeza, Kenna miró a Liam.

—Aria, sabía que no estabas... —Antes de que pudiera terminar la frase, Liam la detuvo.

—¡Déjala que termine! —dijo Liam, con un tono de voz obstinado.

—¿Qué sucede? —preguntó Kenna, con los ojos abiertos como dos platos. Odiaba cuando ponía esa cara de loca esquizofrénica, realmente me daba miedo.

—Pues… me dijeron que tengo Anemia hemolítica.

—¿A... qué?

—Anemia hemolítica. Es un tipo de afección en la cual el cuerpo no tiene suficientes glóbulos rojos sanos. Es decir, mi médula ósea es incapaz de reponer los glóbulos rojos que se están destruyendo.

—¡Oh! Aria… —empezó a decir Kenna

—No —agregué antes de que pudiera decir algo más—. Sé que pensaste que estaba volviendo a caer en la anorexia o la bulimia, pero nunca fue así. El doctor aseguró que era más que todo estrés. Es posible que siempre haya tenido la enfermedad, pero que nunca presentara síntomas, sino hasta ahora.

—Lo siento, por haber…

—Kenna, está bien, sé que lo hiciste todo por miedo a que me sucediera algo, pero estoy bien.

—¿Y qué se supone que debe pasar? —Tragué saliva.

—Pues, ahora tendré que ir con el doctor y que me dé los medicamentos necesarios, además de estar en control, para que no pase a peores. Estoy en «descanso absoluto».

—¿Y el recital de Milasborn?

Entonces, sentí que moría por un segundo. Había olvidado por completo el recital de Milasborn, el cual sería dentro de cinco meses. Debía descansar dos meses, ¿cómo se suponía que me repondría en tres meses o menos? Las bailarinas duraban más de seis meses preparándose para presentaciones importantes, yo tenía menos de tres. Por un momento, sentí que una parte de mí se derrumbaría por completo.

―Yo…

—¡Oh! Aria, había olvidado decirte algo más —dijo Liam carraspeando—. Han pasado el recital para octubre.

«¡Perfecto!», pensé por un instante.

—Bien, supongo que lucharé —dije, algo sarcástica, pero seria.

Ambos me miraron y luego se miraron entre sí. Lo más curioso de su nueva amistad, era que ambos fueron grandes amigos al principio, en el primer año de la preparatoria, sin embargo, las cosas cambiaban y los había vuelto a reunir. Supuse que era algo bueno.

 

Una de las cuestiones más incomodas que habían ocurrido en esa semana, después de enterarme que tenía anemia hemolítica, era llegar a la academia Milasborn y ver a la señora Baruch. Mi madre iba conmigo esa tarde, estaba ahí para tener una reunión con ella; yo estaba experimentando un ataque de nervios.

Tenía mi ropa normal y supongo que eso fue lo que más le molestó a la señora Baruch, cuando entré a su clase. Tenía esa mirada suspicaz, que supuse no volvería a ver por ser como su «nieta», pero una cosa era ser su alumna, y otra, ser la novia de su nieto. Eran posiciones muy diferentes y, créanme, incomodas para mí. Ella se acercó a nosotras con el rostro serio y ninguna señal de una posible sonrisa; por inercia, yo sonreí.

Enseguida tragué saliva.

—¿Cuál es el problema? —La miré estupefacta.

—¿Cómo sabe que hay un problema? —pregunté.

—Linda, tengo más de cuarenta años trabajando en esto, ¿crees realmente que no sabría que hay un problema? —Mi madre me miró algo cansada.

—Es la experiencia, Aria —dijo.

Enseguida, corregí mi postura.

—Señora Baruch, ¿podemos hablar? —Ella asintió. Yo respiré profundo y, por un segundo, solo deseé que todo fuera un sueño.

Le seguimos el paso. Nos dirigió hacia su oficina, que era grande y moderna; tenía una hermosa biblioteca, que se extendía de pared a pared. Cada uno de los libros estaba ordenado por orden alfabético. Detrás de su escritorio había una ventana que daba vista a un parque, a pocos metros del edificio. Ella se sentó y nos hizo una seña para que la imitáramos y así lo hicimos.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó. Me interesó saber cómo reaccionaría.

—Bien —empezó mi madre, pero la tensión era tanta que la interrumpí y hablé lo más rápido que pude para soltarlo de una vez.

—Tengo anemia hemolítica. —La señora Baruch abrió los ojos con lentitud. Me pregunté si había escuchado lo que había dicho.

«¿Hola? Disculpe. ¡Tengo anemia hemolítica!», quise decir, pero me quedé callada.

—¡Oh! —dijo ella, volviendo a la realidad—. ¿Esa es la razón por la que te desmayaste?

—Pues, aparte de eso, fue más por estrés que por la enfermedad. Dicen que es curable, pero que debo cuidarme y descansar. Y supongo que quiere saber por la audición de la universidad. —suspiré—. No creo que entre, me desmaye en plena actuación. —La señora Baruch se mantuvo quieta unos segundos. Empezó a hacer un ruido con las uñas, en la superficie de la mesa—. ¿No dirá nada? —dije alterada. Ella me miró con firmeza.

—Aria, te eligieron para que fueras Odette en el recital. —El corazón se me detuvo por un instante. La voz se me empezó a quebrar.

—¿En serio? —Tragué saliva.

—¡Ellos exigen que seas tú Odette!

—No… —dije impactada.

Tener el papel principal en la obra sería el mejor avance de toda mi vida. Me abrirían puertas en cualquier lugar, era posible que pudiese arreglar el desastre que cometí en la audición de la universidad.

Aún no podía creerlo, había conseguido el papel y tenía una enfermedad que me limitaba casi por completo. ¿Qué se suponía que debía hacer?

—¡Espere! ¿No era El cascanueces? —pregunté curiosa.

—Ellos han elegido El lago de los cisnes, creen que hace mucho tiempo no ha habido nadie que pueda llevar ese papel, no hasta ahora, contigo.

—¡Oh! —dije impresionada. Nunca antes alguien había dicho algo similar y eso había aumentado mi felicidad en un doscientos por ciento.

—¿Hace cuánto tienes esta enfermedad?

—No lo sabemos, es posible que la acabe de desarrollar —dijo mi madre.

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