Barcelona

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EL PUERTO

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EL PUERTO

El amanuense tiene para sí que no hay un único ambiente marinero, sino muchos y muy diversos y variados. Hay ciudades metidas en la mar —Cádiz o La Coruña, por ejemplo — y en las que el agua aparece por todas partes, pero hay también ciudades, no por eso menos marineras, en las que la mar se está quieta y en su sitio y hay que ir a buscarlas si quiere verse; Bilbao y Valencia pudieran ser ejemplo de lo que aquí se dice.

El amanuense sospecha que, bien mirado, no es el mismo aire el de Berbés de Vigo que el de la Carraca de Cádiz, el del Puerto de la Luz grancanario que el de la soleada y eutrapélica Torremolinos: en el primero reluce la pesca y rebullen los patrones de altura; en el segundo se hace la instrucción y se carenan navíos; en el tercero se dan órdenes en pikinglich a las tripulaciones griegas o chinas que navegan, con flete holandés y consignatario noruego, bajo pabellón liberiano o panameño; en el cuarto se cuecen las suecas, en lugar del pulpo, y se navega a vela y con mucho esmero y distinción o con motor fuera de borda y entre estampidos. El puerto de Barcelona más tiene de comercial que de militar y tampoco le faltan sus gotas de pesquero y deportivo. La ciudad de Barcelona está más cerca del agua que Bilbao o Valencia y más lejos que Cádiz o La Coruña. La ciudad de Barcelona ha ido perdiendo afición a la marinería y su puerto no creció, ni con mucho, con la pujanza que creció ella misma y su comercio y su industria. El puerto de Barcelona es el primero de España por su tráfico (cuando está cerrado el canal de Suez, lo que ya empieza a ser un hábito en las tundas entre moros y judíos, le gana por la mano el de Las Palmas), pero para bailar al son que le marca la ciudad, tendría que ser aún mucho mayor.

El puerto de Barcelona es muy honesto y mirado en sus costumbres; la gente de mar del país vive y se divierte en la Barceloneta, y la gente de mar foránea vive donde puede y la corre en el zurrado barrio chino, que es como una heroica Numancia del amor barato y del coñac de barril. Los catalanes se empeñaron en tener un puerto donde el sentido común no lo aconsejaba y, a fuerza de paciencia y cuartos, acabaron por conseguirlo; levantar todo un mundo marinero entre las desembocaduras de los ríos Besós, por arriba, y Llobregat, por abajo, es despropósito sólo comparable al de los yanquis cuando se empeñaron en construir Nueva York en un solar —la isla de Manhattan — en el que no cabía; a veces, los clementes dioses protegen al insensato, ya lo decía el poeta Heine.

De las andanzas y mudanzas de los iberos, cartagineses, romanos, visigodos, árabes y judíos por estas orillas, no quedan más que piedras y más o menos científicos calandrajos. De los condes ya se sabe un poco más, aunque también se inventa mucho; los historiadores suelen tener bastante de inventores. El conde Mir mandó trazar una acequia para recoger las aguas del Besós; la gente llamó al regato el rec d’en Mir, nombre que, andando el tiempo, dio en Regomir y aún se conserva en el callejero barcelonés. Las puertas romanas fueron rebautizadas por los condes, esto de andar mudando la nomenclatura urbana es ya costumbre muy antigua: porta Major, la que salía a la calzada de los Pirineos; porta Bisbal, la que quedaba al lado del palacio del obispo; porta del Castell Nou, la del sur, y porta de Regomir, la que daba a la mar; quizás hubiera otra salida por el Call, el barrio de los judíos.

El rey Jaime I de Aragón y de Mallorca, a quien decían el Conquistador porque no se le ponía nada por delante, levantó nuevas murallas y empezó a quererse sacar un puerto de la manga; las murallas del rey Jaime dejaron al descubierto el trecho que va desde Santa María hasta la torre de las Pulgas, en la Rambla. Dos siglos más tarde, Alfonso V el Magnánimo empujó al Consejo de Ciento a que construyera el moll de la Creu; Alfonso V era hombre decidido que conquistó y perdió Nápoles dos o tres veces, saqueó Marsella, riñó e hizo las paces con el papa Eugenio, le sacudió la badana al sultán de Egipto y cohabitó con la hermosa Lucrecia de Alagno (como éste es un libro fino, el amanuense escribe cohabitó, en vez de lo otro, ¡y que Dios se lo perdone!). El puerto de Barcelona tardó muchos años en ser puerto; antes de que cobrara consideración de tal, los barcos se las arreglaban como mejor podían en la Farga, al otro lado de Montjuic. En el siglo XVI, Carlos V mandó anclar ante la playa la escuadra que tenía dispuesta para la conquista de Túnez; éste fue el instante, quizás, en que nació el actual puerto de Barcelona. Los siglos XVI, XVII y XVIII aristocratizaron el barrio del puerto, que albergó emperadores y emperatrices, reyes y reinas, príncipes y princesas, duques y duquesas, virreyes y virreinas, y de ahí para abajo. En el XIX, el puerto no se dio descanso y durante cincuenta años fue continuo el tejer y destejer de los alarifes: siendo presidente del consejo de ministros el poeta Martínez de la Rosa —que aprovechó para estrenar su drama romántico La conjuración de Venecia— se tiraron al suelo los baluartes que quedaban por la Lonja y se construyó el paseo, de muy amenas vistas sosegadoras; mientras Aribau y Rivadeneyra inician la edición de su monumental Biblioteca de Autores Españoles, los capitanes generales se instalan en el viejo convento de la Merced; al tiempo que Marx y Engels publican su Manifiesto comunista, se abre el portal del Mar y poco más tarde la puerta de la Paz; en el año en que don Alfonso XII se casa con doña María de las Mercedes —que tan poco tiempo había de durarle — se empiezan a derribar la muralla y sus puertas, y cuando se funda la U.G.T. y se inaugura la Exposición, el arquitecto Doménech y Montaner levanta su neogótico y bien cumplido hotel Internacional, que es derruido cuando el certamen concluye.

El puerto de Barcelona es un mosaico de atuendos, de rostros y de conciencias; hablando de él, mejor sería parcelarlo y nombrar los puertos de Barcelona. El marinero de largas singladuras y el de cabotaje, más contenido y humilde; el descargador de carbón y el estibador de maquinaria, más descarado y vanidoso; el recluta de secano que asoma los hocicos a lo desconocido, siempre por la puerta de la Paz, y el deportista del club de natación, más seguro de sí y mejor vestido; el murciano que va a probar fortuna a Mallorca y el portugués a quien amputaron una pierna — ¡también es mala suerte! — y descarga su infinita nostalgia apretando el acordeón, todos son fauna del puerto y todos se entremezclan y también se ignoran. Si en este país hubiera negros y chinos, es probable que no camparan por sus respetos con mayor precisión ni naturalidad.

Por el lado de la escollera que da a la mar abierta, los pescadores de caña amansan sus nervios esperando a que el pez pique; por la escollera, en cuanto el sol se pone, pasean — entre achuchón y sobo — las parejas de novios, ¡que Dios las bendiga!, y por la banda de la escollera que se mira en las embalsadas aguas del puerto, los pontones marisqueros — con su perrillo guardián a bordo — crían sus cautelosas delicias del paladar.

Las Atarazanas fueron astillero en la Edad Media, y son hoy museo de la mar. Al amanuense, que tiene algo de aprensión a los museos y así lo declara, le gustan más las Atarazanas por fuera que por dentro, aunque sabe bien sabido — y no se lo calla— que estas Atarazanas guardan muy preciosas reliquias y muy concretos y evidentes recuerdos de grandezas pasadas.

Frente a la carabela de Colón —que no fue de Colón, pero pudo serlo— unos turistas con cara de pardillo se sacan fotografías, en negro y en color, para presumir después ante sus paisanos.

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