Barcelona

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BARCELONA

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A dos amigos barcelonís (*): Gustavo Camps, mi cicerone, y Joaquim Vellvé, mi boticario. Por aquello de que més val un bon amic que cent parents.

 

(*) Sé bien que

barceloní, plural

barcelonís, es voz castellana no recogida por los diccionarios; todo es cuestión de paciencia, ya lo harán. No es la primera vez que la escribo o la digo, y pienso que su formación, quizá arabizante, sobre eufónica es correcta y, en todo caso, castellanización del catalán

barceloní, barcelonins. (N. del A.)

 

 

Ahora toca pasearse Barcelona, la próvida y rica — mesa de Barcelona, pan por persona—, la de la mar alegre, la tierra jocunda, el aire claro... Sí, Don Quijote supo que las señas propicias se criaban por esta linde archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades y, en sitio y en belleza, única. Cervantes afinó su diagnóstico de Barcelona. El Petrarca, en trance de cantar el armonioso, el bello pecho de Laura, no llegó a tanto y suspiró en galante verso de soneto:

Ove alberga onestate e cortesia.

Tampoco falta quien piense que en aquellas palabras hay reminiscencias de este endecasílabo, lo que no es infeliz muestra, de cierto, del amor que sintiera Cervantes por la ciudad.

Pinta hoy el recuento de los oros de Barcelona, entre la mar de Ulises y el monte que dicen Tibidabo —esport i çiutadania —, la ventana de Europa, el troquel del modernismo, la saludable espiga democrática —Barcelona, cap i casal de Catalunya— donde los hijos del señor Esteve se hacen melómanos y coleccionistas de arte, y para caminarla, un pie tras el otro pie y los ojos de par en par abiertos y avisados para la sorpresa, nuestro hombre se lava los ojos y los pies del alma en las limpias aguas de su errabundo corazón que, a veces, quisiera ver tan elemental y diáfano como una gota de rocío.

Por el mundo adelante hay muchas Barcelonas: una en el Valle de Oro, en tierras de Lugo; otra a la sombra de Bunyola, en la isla de Mallorca; cuatro en Francia; la séptima en Inglaterra; la octava en Sicilia de Pozzo di Gotto; aún otras dos en las islas Filipinas; dos más en Colombia y otras tantas en Bolivia y en el Brasil; diez más en Venezuela y una en el Ecuador y otra en Puerto Rico. Total, veintiocho y, probablemente, alguna más trasconejada por los recovecos de la geografía, esa ciencia confusa.

La Barcelona de la que, en este trance, se ha de hablar es la del Principado, la cantada por los bucólicos poetas del industrialismo: Quan a la falda et miro, de Montjuic seguda, / m’apar veure’t als braços d’Alcides gegantí, / qui per guardar sa filla, del seu costat nascuda, / en serra transformant-se, s’hagués quedat ací.

No se sabe bien que Mosén Cinto, pese a ser duro de tobillo, escalara el Montjuic, pero, en todo caso, ahí quedaron sus versos cantando, heroicos y elegíacos, a la gran Barcelona, la famosa entrada de España de Lope de Vega.

El librillo que sigue aspira a ser, según costumbre, un florilegio honesto, sentimental y callejero, escrito —al menos en el propósito — con la palabra a bote pronto y la memoria un sí es no es entornada sobre los vuelos y los cueros del alma. En castellano, a quien escribe al dictado se le dice amanuense. Pues bien: al amanuense que escribió estas páginas al dictado de su corazón, no le ha venido mal el ser gallego y periférico para mejor entender los nada misteriosos esguinces de este caserío abigarrado, tumultuario y prepotente, pero también sencillo, luminoso y con la clave a flor de su rosada piel tradicional. Que lo haya podido conseguir, o no, ya no es cosa de su intención, sino de la suerte en el lance y del talento que Dios haya podido darle o quitarle. Y el talento y la suerte, si preconizables y deseables, en ningún caso pueden ser exigibles. ¡Ojalá lo fueran!

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