Barcelona

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LA CATEDRAL

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Según los sabios, la primera catedral de Barcelona se levantó en el siglo IV, en tiempos del obispo San Paciano y de las murallas romanas; algunos —se conoce que más sabios todavía — la sitúan aún antes. En el siglo VI fue escenario de dos concilios y en el IX, los árabes, por eso de la propagación de la fe, la echaron abajo. Empezaron a reconstruirla los obispos Adaúlfo y Frodoíno, que tampoco eran godos, y la volvió a tirar al suelo el moro Almanzor, que era un cachondo que no dejó títere con cabeza. El obispo Guislaberto, en el siglo XI, consagró la segunda catedral barcelonesa, puesta, como la primera, bajo la advocación de la Santa Cruz y Santa Eulalia. Esta catedral románica duró hasta finales del siglo XIII, tiempo en el que, siendo obispo Bernat Pelegrí, se iniciaron las obras de la que, con sus quitados y sus añadidos, puede hoy verse y tocarse. A la tercera, va la vencida.

Antes de que, aún no hace tantos años, se metiera la piqueta en las calles de la Corribia y del Bou de la plaça Nova, la catedral no podía verse desde ningún lado; ahora, con la avenida de la Catedral en los terrenos de aquellas calles y de las casas gremiales de los zapateros y de los mesoneros — en buena hora derribadas —, puede contemplarse ya con la necesaria perspectiva.

La catedral de Barcelona se empezó por la puerta de Sant Iu, al que los murcianos dicen San Ivo, que da al brazo de levante del crucero; el ábside lo levantó Jaume Febrer y cubrió aguas mientras el antipapa de Avignon, que se llamaba don Roberto, impacientaba a la cristiandad; dos años más tarde se dio fin al crucero, pero también a la bolsa.

La catedral de Barcelona llegó hasta donde pudo en tiempos del obispo Climent (Çapera, en el siglo XV; entonces se acabaron los cuartos, se archivó el proyecto del francés Carlí y se cerró la iglesia, por este lado, con un paredón de mampostería. Esta situación precaria y su consiguiente aspecto miserable duró más de cuatrocientos años, hasta que el banquero don Manuel Girona, en un gesto prócer, se rascó el bolsillo y arrimó el dinero necesario para rematarla. Don Manuel fundó el banco de Barcelona el año que nació Verlaine; fue alcalde de la ciudad al tiempo de venir al mundo Manuel de Falla; decidió terminar la catedral mientras Menéndez Pelayo publicaba su

Historia de los heterodoxos españoles, y administró la Exposición Universal coincidiendo con el estreno de

Scherezade, de Rimski-Korsakov. El benemérito señor Girona fue también impulsor (y gran pagano) del Liceo y de la Universidad Literaria; don Manuel fue un curioso y ejemplar tipo de su época, muy semejante al marqués de Salamanca. Cuando el cabildo se encontró con el mirlo blanco que se mostraba dispuesto a correr con los gastos —que no eran pocos —, convocó un concurso para llevar las obras a buen fin e impuso tres condiciones: que el estilo de la fachada fuera gótico del siglo XIV (made in siglo XIX); que tuviera cimborio y que — a gusto de los arquitectos — luciera o no luciera rosetón y torres. La gente se pronunció por el proyecto de Joan Martorell, que tenía muy ambiciosa majestad, pero el cabildo optó por una mezcla de otros proyectos, el de Josep Oriol Mestres y el de Augusto Font, cuyas obra salían más baratas; este proyecto Mestres-Font estaba calcado, más o menos (más bien más que menos), del del francés Carlí, fechado en el 1408. El cimborio se levantó más tarde a expensas de la familia Sanllehy, herederos del señor Girona. Los Girona y los Sanllehy están enterrados en la catedral; la sepultura les salió por un ojo de la cara, pero, en todo caso, bien ganado se lo tienen. San Raimundo de Peñafort, Ramón Berenguer conde de Barcelona y mosén Borra, con su cinturón de cascabeles y su gozquecillo, también están enterrados en la catedral. Y Santa Eulalia, como se dirá cuando le toque.

Por Santa Lucía — la navidad ya en puertas — los alrededores de la catedral se tornan alegres y bulliciosos, con la feria de los belenes ofreciendo la ilusión al alcance de todas las fortunas. El 13 de diciembre — Santa Lucía — los ciegos y las modistillas van a rezar a su patrona, en cuyo pórtico lucen, esculpidas en piedra, las yerbas de medicina que sirven para dar fuerza a la vista. Por el Corpus, mientras redoblan las trampas — los tambores a caballo — y la Custodia marcha bajo una lluvia de claveles rojos y amarillas florecicas de retama, la fuente del claustro de la catedral — también la de la casa del Arcediano — se adorna con flores y con cerezas y, en el chorrito del surtidor, l’ou com balla, el huevo que baila, danza su acrobática pirueta incansable, monótona y tradicional.

En la escalinata de la fachada noble, los domingos y fiestas de guardar, por la mañana, con permiso de la autoridad competente y si el tiempo no lo impide, las mozas y los mozos —y quienes ya hace tiempo que no lo son — bailan sardanas al buen son de las coblas; ahora, la autoridad competente parece como haberse amansado y el tiempo, salvo que ya no sea ni tiempo, no suele echar a perder el baile ritual.

La catedral, por fuera y por dentro, tiene mucho mérito e historia y aparece, en general, bien aseada; si el amanuense no se cuela en su interior para contarlo por lo menudo y con palabras de fundamento (archivolta, tímpano, ojiva, arcuación, etc.), acháquese a que es más bien de inclinaciones errabundas, que el cariño a la silueta de la catedral lo tiene bien acreditado: cuando va a Barcelona se instala en el hotel Colón. También influye —que todo hay que decirlo — el hecho de que el maître, el señor Permanyer, cuida su paladar y su bandujo con tanto mimo como sabiduría y eficacia: que nunca as mañas perda —dicen el amanuense y sus paisanos gallegos— y que Dios se lo pague —susurran los estómagos agradecidos.

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