Barcelona

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LA GENERALIDAD

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El noble y bien trazado Palau de la Generalitat de Catalunya, ahora sede de la diputación provincial, está en la plaza de San Jaime, entre las calles del Obispo y de San Honorato. La fachada principal, renacentista y de severo buen gusto, es obra del maestro Pere Blai; San Jorge, a caballo y en su hornacina, se pelea con el dragón sobre la puerta y a la vista del público. La primitiva fachada gótica, historiada y primorosa, es la que da a la calle del Obispo; fue construida por Marc Çafont, arquitecto, y Pere Johan, escultor, y también luce su San Jorge. Por encima de la calle y sirviendo de pasadizo a las antiguas casas de los Canónigos, salta un puente gótico (y erudito) que se levantó durante la dictadura del general Primo de Rivera.

La institución de la Generalitat data de tiempos de Pedro el Ceremonioso, en el siglo XIV, y en sus orígenes estuvo formada por un consejo de tres diputados, representantes de las Cortes y pertenecientes, cada uno de ellos, a cada uno de los tres brazos o estamentos: el eclesiástico, el militar y el ciudadano.

El edificio es de gran mérito artístico y encierra no pocas bellezas y curiosidades. Algunas de estas bellezas y curiosidades estuvieron tan encerradas durante algún tiempo, que ni se veían siquiera. En el salón de San Jorge durmió durante años un misterio que algún día dejará de serlo del todo. La historia es fácil y cominera. A principios de siglo, don Enrique Prat de la Riba, presidente de la diputación, encargó al pintor uruguayo Joaquín Torres García — hijo de catalán de Mataró — un gran panel al fresco y, pocos años más tarde, otros dos o tres más. El pintor le dio a la paletilla e hizo lo que se le encargaba, y su obra quedó conclusa, en lo que pintado quedó, pero inconclusa en el conjunto que se había proyectado porque, en 1917, a la muerte de Prat de la Riba, su sucesor, don José Puig y Cadafalch — a quien, por lo visto, no le gustaba como iban las cosas — ordenó la suspensión de la obra. En 1924, siendo presidente el señor Milá y Camps, se pensó en destruir por las buenas las pinturas de Torres García, aunque a la postre se arbitró una solución no poco pintoresca y bizantina: conservarlas, sí, pero no visibles, sino ocultas bajo unos plafones de tela representando escenas de la historia de Cataluña. Los pintores más importantes del momento se negaron a colaborar — Ricardo Canals, entre otros — y la mediocridad ganó la batalla, que ahora, ¡menos mal!, empieza a perder. Según síntomas, el presidente de la diputación parece decidido a desfacer el entuerto — cosa bien fácil — y, cuando llegue al final, el buen gusto artístico habrá ganado una batalla memorable: la del redescubrimiento de una obra maestra —y rara, en el estilo de su autor — de uno de los pintores más representativos de los últimos años.

San Jorge, según es bien sabido, es el patrón de Cataluña; algunos especialistas en la arcana ciencia del martirologio aseguran que San Jorge no existió siquiera, pero esto, a los efectos del amanuense, no importa demasiado. Tampoco existió San Roque, según dicen, y sin embargo sus milagros son de mucho fundamento y bien conocidos. El día de San Jorge, la diputación es invadida por el jolgorioso y luminoso ejército de las floristas. Ni un solo barcelonés que se precie de serlo deja de comer —el 23 de abril — el pastel de Sant Jordi, a base de mantequilla y chocolate, ni tampoco de llevar una rosa roja a una dama: la novia, la amante (los catalanes son muy tradicionales), la esposa, la madre, una vecina o quien fuere.

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