Barcelona

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LA CALLE DE PETRITXOL

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Es un poco el alcaloide de la Barcelona más catalana, más íntima y civil. La calle de Petritxol es como la salita de un hogar de buen cuido, en la que todo está bien y oportunamente colocado y en la que cada objeto tiene su función y su razón de ser. En la calle de Petritxol se respira un hálito culto y sosegado, comercial y sereno, gremial y corporativo, heredado y no improvisado. Si a la Edad Media se le quita el aparato militar, lo que queda es, probablemente, el mismo aire que envuelve la calle de Petritxol. Y la Edad Media —quizá convenga recordarlo— fue algo más que andar a golpes con el prójimo y sin descanso. La calle de Petritxol es limpia (no aséptica), cortés (no remilgada), recoleta (y también contenidamente bulliciosa), conservadora (y liberal), próspera (y pudorosa). La calle de Petritxol es el bastión de los buenos principios que se mantienen —a veces al aire y en equilibrio y, a veces, capeando el temporal contra viento y marea — porque se saben justos y convenientes y suficientes.

La calle de Petritxol fue abierta en la segunda mitad del siglo xv, pero su ambiente —pese a sus casas del XVII y del XVIII — es muy decimonónico y modernista; las chocolaterías, las librerías, las ópticas, las joyerías y, sobre todo, la sala Parés — decana de las galerías, aún vivas, de arte barcelonesas— ayudan al mejor decorado del conjunto. En la sala Parés se celebraron muy memorables exposiciones de Rusiñol, de Casas, de Nonell, de Mir y del primer Picasso; hoy se quedó un poco atrás, cosa que nada importa porque es algo así como una institución fuera del tiempo; la historia se queda atrás cada mañana y, sin embargo, a nadie, como no esté loco de remate, se le ocurre exigirle actualidad. En la acera contraria, en el número 4, vivió el poeta Ángel Guimerá, cantor de Barcelona.

Los vecinos de la calle de Petritxol se sienten solidarios — los unos con los otros y todos con el breve trozo de ciudad que habitan — y guardan su tesoro muy celosamente.

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