Barcelona

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LA RAMBLA

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Pitarra fue un golfo en verso, con evidente gracia de escritor, que dijo las mayores procacidades sin darle la menor importancia y que de paso —y como quien no quiere la cosa — fundó el teatro catalán. Ahora ve al mundo desde su sillón encaramado en un 2 de piedra y tiene todo el aspecto de encontrarlo muy natural y normal. Pitarra fue inmortalizado por el escultor Agustín Querol sobre la historiada peana que le inventó el arquitecto Falqués. Pitarra se enseña en la plaza del Teatro; los castizos hablan aún del teatro Gínjol, que quiere decir azufaifa: val més un gínjol a la mà que una poma a l'arbre. Atrás quedó la rambla de Santa Mónica, con olor a pastís, y de aquí sale la rambla de Capuchinos, que habrá de morir en el llano de la Boquería, a quien también dicen el pla de l'Os. Para que nadie pueda llamarse a engaño, hay un refrán que reza: el pla de l'Os, si busques un gandul en trobes dos. Según lenguas, l'os bertran —o simplemente l'os, antonomasia bastante — es un hueso que les madura en la espalda a los gandules y que, claro es, les impide trabajar; tan esto es cierto que la gente disculpa a los haraganes diciendo de ellos que fer-li mal l'os bertran. En Ibiza al os bertran le llaman os guillem; se conoce que hubo un Beltrán barcelonés y un Guillermo ibicenco con tan pasmosa facilidad para la holganza que con su mismo nombre se llegó a bautizar al hueso insignia de la zanganería. En el pla de l'Os toman el sol los desocupados y esperan órdenes — que ya no esperan porque es oficio muerto— los faquines con su blusa azul, su barretina roja y su larga soga profesional enrollada alrededor del cuello, igual que una siniestra corbata.

La rambla de Santa Mónica es casi un patio marinero, el empedrado por el que inician sus singladuras por tierra firme las gentes de la mar. Por allí quedan, no poco desvirtuadas y desmanteladas, la casa del fotógrafo Napoleón, el palacio de los March de Reus y la antigua fundición, primero de cañones —herramienta que Felipe V prohibió fabricar en Barcelona — y después de campanas; aquí nació la Tomasa, la más grande campana de la catedral, vieja ya de más de doscientos años.

La rambla del Centro o de Capuchinos es escenario popular de día y aristocrático de noche, mejor dicho, de noche cuando hay función en el Liceo. Este teatro, que es un poco el eje de la vida social de los barceloneses ricos, se alza sobre el solar del convento de la Bonanova, de los trinitarios descalzos, exclaustrados a raíz de la desamortización de Mendizábal; doce años más tarde se inauguró el teatro, construido con arreglo a los planos del arquitecto Garriga. El 1847 y el 1848, aquél con el primer aplauso en el Liceo y éste con el pitido del más anciano —y entonces mozo — ferrocarril de España, el de Barcelona a Mataró, fueron dos buenos años para la ciudad que ahora camina el amanuense.

El Liceo no nació donde hoy está su teatro, sino en el convento de las monjas de Montesión, en la plaza de Santa Ana. También cuando Mendizábal, la tropa sentó sus reales en el convento de las monjas en el que, poco más tarde, un grupo de tenientes melómanos fundó la Sociedad Filarmónica de Montesión, con teatro propio por el que pagaron cuarenta duros. Cuando se disolvió el batallón de milicianos, en octubre de 1837, los tenientes aficionados a la solfa crearon el Liceo Filodramático de Montesión, que, un año más tarde, se convirtió en Liceo Filarmónico Dramático de Barcelona. Lo hicieron, por lo visto, tan bien y aplicadamente que Isabel II les cedió el local de Montesión por real decreto; la sociedad, en reconocimiento al favor real, añadió el nombre de la reina a su denominación oficial. El Liceo fue creciendo en importancia y en 1844, también por real decreto, se autorizó su traslado al convento de la Bonanova; se puso su primera piedra en abril de 1845, el año que se casó la reina, y se levantó el telón dos años más tarde, al tiempo de emplearse por vez primera el cloroformo como anestesia. El 4 de abril de 1847, día de pascua, se inauguró el Liceo con el drama de Ventura de la Vega,

Don Fernando de Antequera; con el baile

La rondeña, y con el himno del maestro Obiols,

Il reggio himene. Del himeneo regio quizá sea más prudente no hablar por respeto a don Francisco de Asís, quien empleó de Rasputín para sus desvelos a sor Patrocinio, la monja de las llagas.

El Liceo por fuera no pasa de discreto, pero por dentro es de los más fastuosos y capaces de Europa; omisión hecha de algún teatro para multitudes, que quizás haya en Rusia o Checoslovaquia, vamos, considerando tan sólo los teatros clásicos del occidente, el Liceo no es superado, en cabida, más que por la Scala de Milán. En 1861, mientras sonaba la ópera

Hernani, ardió el teatro, y en el 1893, durante la representación de

Guillermo Tell, un insensato tiró una bomba al patio de butacas y organizó un desaguisado siniestro. El Liceo es el único teatro de ópera que funciona en España; el teatro Real de Madrid, enfermo durante tan tos años, arrastra ahora su remozada convalecencia como sala de conciertos. ¡Menos da una piedra! La rambla de las Flores o de San José termina en la calle del Carmen, donde empieza la rambla de los Pájaros o de los Estudios que va hasta la calle de la Canuda y que, ya transformada en Canaletas, rinde viaje junto al cine Capitol, al que la gente llama Can Pistoles por su afición a las películas de cow-boys. El agua de la fuente de Canaletas tiene la virtud, según aseguran quienes lo saben bien sabido, de hacer quedar en Barcelona al forastero que la prueba, y así son muchos los nativos de otros lugares que deben a tales poderes mágicos su afincamiento en la ciudad.

La rambla de las Flores es una pura delicia a la que adornan las cuatro estaciones del año, una detrás de la otra y según pinten las botánicas. Para mayor goce de viandantes, esta rambla ofrece, amén de flores, libros. Y la ciudad que dé más y mejor, que avise.

La Virreina (no es preciso llamarle el palacio porque ya se sabe) es una edificación florida, ¡cómo no!, y placentera que mandó levantar el marqués de Castelbell, virrey del Perú, en el último tercio del siglo XVIII. Este Castelbell, don Manuel de Amat y Junyent, fue hombre de gustos exquisitos; quien lo dude que se lo pregunte a la mestiza María Vázquez, hembra de tronío a la que llamaban la Perrichola. La Virreina es una de las más nobles y bien trazadas casas de Barcelona.

Una filla bonica, el dilluns a la Rambla... No debe seguirse: la Rambla es buena medicina para cualquiera de los siete días de la semana.

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