Barcelona

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LA PLAZA DE CATALUÑA

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Es grande, muy grande; confusa, muy confusa, y bancaria, muy bancaria: el banco de España y el Español de Crédito, el de Aragón y el de Bilbao, el Central, el de Vizcaya y el Comercial Trasatlántico, el Bank of London and South America y la Société Générale de Banque (a lo mejor se escapa alguno) abren sus puertas y cierran sus arcas en la plaza de Cataluña; con los cuartos almacenados tras estos muros podría comprarse medio país. En la plaza de Cataluña toman el sol los jubilados, los desocupados y los forasteros entre una nube de niños y de palomas mansas que se dejan retratar y comen en la mano. En la plaza de Cataluña florecen los bien cuidados jardines, manan las fuentes copiosas y se enseñan las esculturas del opulento mármol — la

Diosa, de José Clará — y el bronce sólido y bien fundido — la

Alegoría de la Ciudad, quizá de los hermanos Oslé — y la artesana piedra del Montjuic — el

Pastor, de Pablo Gargallo. Lo único que le falta a la plaza de Cataluña es arquitectura y a esto el amanuense le ve mala solución. La plaza, pese a todo, es un poco el centro sentimental de la ciudad y también el paso obligado, vayan a donde vayan, de la mayoría de los hombres y las mujeres que la pueblan. La plaza de Cataluña es obra reciente y quizás algo destartalada; los barceloneses no se pusieron de acuerdo, desde que se derribaron las murallas hasta que llegó un alcalde que cortó por lo sano, y ahora les toca pagar las consecuencias.

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