Bambi

Bambi


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Cesó el frío, y en mitad del invierno se produjo un alto. El terreno bebía la nieve derretida a grandes tragos; de esta manera aparecieron grandes superficies de tierra. Aún no cantaban los mirlos, pero cuando alzaban el vuelo desde el suelo, a donde iban en busca de gusanos, o cuando revoloteaban de árbol en árbol, lanzaban un pitido alegre y sostenido que ya era casi un canto. El pájaro carpintero reía de nuevo, las urracas y las cornejas se habían vuelto más parlanchinas y los herrerillos charlaban alegres entre sí. Y ahora los faisanes, cuando bajaban de los árboles en los que habían dormido, se quedaban quietos en el mismo sitio casi tanto tiempo como cuando hacía bueno; allí se sacudían las plumas al sol de la mañana y lanzaban una y otra vez su cacareo metálico y quebrado.

Una de aquellas mañanas Bambi se dio un paseo más largo que de costumbre. Con el alba llegó al borde de la hondonada. Al otro lado, donde vivía antes, se movió algo. Bambi se escondió entre los árboles y se puso a mirar. En efecto, por allá iba alguien de su especie paseándose de un lado a otro. Bambi vio cómo buscaba un trozo sin nieve y probaba la hierba que había brotado tempranamente.

En el momento en que Bambi iba a darse la vuelta con indiferencia para marcharse, reconoció a Falina. Su primer impulso fue saltar hacia adelante y llamarla. Pero se quedó quieto, como clavado a la tierra. ¡Hacía tanto que no la veía! El corazón empezó a latirle muy deprisa. Falina caminaba despacio, como si estuviera cansada o triste. Se parecía a su madre, la tía Ena; Bambi reparó en ello con sorpresa y con dolor.

Falina levantó la cabeza y miró en la dirección de Bambi, como si hubiera notado su proximidad.

De nuevo se sintió Bambi impulsado a avanzar, pero se quedó quieto, paralizado por una impotencia que le impedía moverse.

Vio que Falina tenía el pelo gris; se había vuelto vieja.

«La alegre y atrevida Falina —pensó—. Qué hermosa y ágil era.»

De pronto le pareció ver toda su juventud: el prado, los caminos por los que le llevaba su madre, los alegres juegos con Gobo y Falina, al bueno del saltamontes y a la mariposa, la pelea con Karus y Rono, en la que conquistó para sí a Falina. De repente, se sintió otra vez feliz, aunque muy agitado.

Al otro lado, Falina se alejaba despacio, triste, cansada, con la cabeza agachada. Bambi en ese momento la amó con una gran ternura y melancolía. Quería cruzar la hondonada que durante tanto tiempo le había separado de ella y de los demás, quería ir en su busca y hablar con ella de su juventud y de todo lo que había pasado.

La siguió con la mirada y la vio meterse por los desnudos arbustos, hasta que por fin desapareció.

Bambi permaneció mucho tiempo mirando en esa dirección.

De pronto se oyó un estampido. Bambi se estremeció.

Había sonado en el lado de Bambi; no muy cerca, pero en su lado.

Sonó otro trueno y, a continuación, otro más.

Bambi retrocedió unos pasos hacia la espesura; allí se detuvo y escuchó. Todo estaba en silencio. Cautelosamente se deslizó hacia su escondrijo.

El viejo ya estaba allí, pero aún no se había metido, sino que se hallaba de pie, como si le estuviera esperando.

—¿Dónde has estado tanto tiempo? —le preguntó con tal severidad que Bambi permaneció callado.

—¿Has oído eso? —dijo el viejo al cabo de un rato.

—Sí —respondió Bambi—. Tres veces. «El» está en el bosque.

—Seguro —asintió el viejo.

Luego repitió con una entonación especial:

—«El» está en el bosque. Tenemos que ir hacia allí.

—¿Hacia dónde? —se le escapó a Bambi.

—Hacia allí —dijo el viejo con voz grave—. Hacia donde está «él».

Bambi se asustó.

—No te asustes —continuó diciendo el viejo—. Ven y no tengas miedo. Me alegro de poder llevarte y enseñarte algo… —vaciló y añadió en voz baja—: antes de morir…

Bambi miró consternado al viejo y de pronto se dio cuenta de que estaba muy decrépito. Tenía la cabeza completamente blanca y la cara muy demacrada; había desaparecido de sus ojos aquel intenso brillo y ahora tenían un color verdoso opaco y una expresión apagada.

No habían andado mucho, cuando les llegó la primera ráfaga de ese olor penetrante que tanto les intimidaba y aterrorizaba.

Bambi se detuvo. Pero el viejo continuó andando derecho hacia ese olor. Bambi le siguió vacilante.

Poco a poco se iba aproximando aquel olor perturbador en oleadas cada vez más intensas. Sin embargo, el viejo seguía andando sin detenerse. A Bambi le asaltó la idea de huir, se le agolpó en el pecho, le hirvió en la cabeza y en todos los miembros, y parecía arrastrarle consigo. Pero logró dominarse con gran esfuerzo y siguió andando tras el viejo.

Entonces aumentó de tal manera el hostil olor, que ya no se sentía ningún otro y apenas se podía respirar.

—Ahí está —dijo el viejo haciéndose a un lado.

A dos pasos de ellos y sobre unas matas aplastadas yacía «él» en la nieve revuelta.

A Bambi se le escapó un grito de terror sofocado. De repente dio un salto y, obedeciendo a sus deseos, se dio a la fuga. Estaba enloquecido por el miedo.

—¡Alto! —le oyó gritar al viejo.

Bambi se volvió para mirar y vio que el viejo permanecía tranquilo junto a donde yacía «él». Fuera de sí de asombro e impulsado por la obediencia y por una inmensa curiosidad que le hacía estremecerse, se acercó.

—Acércate más. Sin miedo —dijo el viejo.

Allí estaba «él», con su pálida y desnuda cara vuelta hacia arriba y el sombrero un poco ladeado sobre la nieve. Bambi, que no sabía nada de sombreros, pensó que aquella horrible cabeza estaba partida en dos.

El cuello desnudo del cazador furtivo estaba agujereado por una herida abierta como una pequeña boca de color rojo, de la que aún manaba sangre. Tenía el pelo y la nariz llenos de sangre ya seca. A su lado, la nieve se derretía al calor de un charco grande de sangre.

—Aquí estamos —comenzó a decir el viejo en voz baja—; muy cerca de «él» y, sin embargo, ¿dónde está el peligro?

Bambi miró el cuerpo yacente; aquella figura, aquellos miembros, aquella piel le parecieron misteriosos y horribles. Al ver sus ojos ciegos sin vida, mirándole fijamente, no entendió nada.

—Bambi —continuó diciendo el viejo—, ¿te acuerdas de lo que dijo Gobo, de lo que dijo el perro y de lo que creen todos? ¿Te acuerdas?

Bambi no podía responder.

—¿Lo ves, Bambi? —siguió diciendo el viejo—. ¿Ves cómo «él» yace ahí como uno de nosotros? Escúchame, Bambi. «El» no es todopoderoso como dicen. No proviene de «él» todo lo que crece y vive. «El» no está por encima de nosotros. Está a nuestra altura y es igual que nosotros, pues también «él» conoce el miedo, la penuria y el sufrimiento. Puede ser vencido como nosotros, y entonces yace indefenso en el suelo, igual que nosotros, tal y como lo ves ante ti.

Se hizo un silencio.

—¿Me entiendes, Bambi? —preguntó el viejo.

Bambi contestó con un susurro:

—Creo que sí.

El viejo le ordenó:

—Pues habla.

Bambi se sonrojó y dijo con voz trémula:

—Hay otro por encima de todos, de nosotros y de «él».

—Entonces ya me puedo ir —dijo el viejo.

Se dio la vuelta y aún caminaron un trecho juntos.

El viejo se detuvo al pie de un alto fresno.

—No me sigas más, Bambi —comenzó a decir con voz serena—. Me ha llegado la hora. Ahora tengo que buscarme un lugar para terminar mis días.

Bambi iba a hablar.

—No… —dijo el viejo cortándole la palabra—, no. En la hora que se me acerca estamos solos. Adiós, hijo mío. Te he querido mucho.

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