Bambi

Bambi


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Transcurrió otra noche, y la mañana trajo un nuevo acontecimiento.

Era una mañana sin nubes, fresca, llena de rocío. Las hojas de los árboles y arbustos comenzaron de pronto a despedir un olor más fuerte. El aroma del prado ascendía en grandes oleadas hacia las copas de los árboles.

Los herrerillos piaron al despertar. Hicieron «piiip» muy bajito. Pero al ver que el cielo aún estaba gris y oscuro, no dijeron nada más. Hubo un momento de completo silencio. Luego, muy arriba, sonó el grito ronco y desgarrado de la corneja. Se habían despertado las cornejas y se visitaban las unas a las otras en las copas de los árboles. Inmediatamente contestó la urraca:

—¡Shakerashak! ¿Creían que estaba dormida?

Aquí y allá comenzaron entonces a oírse toda clase de voces suaves:

—Piiip, piiip, tuuu…

Aún había sueño e indecisión en aquellos sonidos. Todavía eran voces aisladas.

De repente, un mirlo voló hacia la cima de un abeto. Voló hasta la punta más alta, finamente recortada en el aire, se posó allí arriba y se quedó mirando por encima de los árboles cómo allá lejos, por el Este, el cielo adormecido y pardusco comenzaba a resplandecer lleno de vida. Entonces se puso a cantar. Visto desde abajo, el mirlo era tan sólo una manchita diminuta de color oscuro. De lejos su pequeño cuerpo negro parecía una hoja mustia. Pero su canto recorrió el bosque y lo inundó de júbilo. De repente todo despertó.

Trinaron los pinzones, cantaron los petirrojos* y el jilguero. Las palomas iban de un lado a otro batiendo las alas con gran alboroto. Los faisanes comenzaron a gritar; sonaba como si les fuera a estallar la garganta. Al descender a tierra desde los árboles donde habían dormido, batían las alas con suavidad y potencia a la vez. En el suelo aún seguían lanzando sin cesar su grito metálico y quebrado; luego arrullaron suavemente. Arriba del todo, los halcones chillaban con voz alegre y estridente.

—¡Ya…, ya…, ya!

Había salido el sol.

—Diú-diyú —gritó la oropéndola jubilosa.

Volaba de rama en rama, y su rollizo cuerpo dorado brillaba a la luz de la mañana como una hermosa bola de oro.

Bambi salió al prado por el roble grande. El prado lanzaba destellos de rocío; olía a hierba, a flores, a tierra mojada; miles de voces lo animaban con su susurro. Allí estaba sentada la amiga liebre, que parecía reflexionar sobre algo importante. Allá se paseaba lentamente un presumido faisán; probaba de vez en cuando la hierba y miraba con precaución hacia todos los lados. Los adornos de color azul oscuro de su cuello brillaban a la luz del sol.

Cerca de Bambi se hallaba uno de los príncipes, muy cerca. Bambi no le había visto jamás. Nunca había contemplado tan de cerca a ninguno de los padres. Estaba delante de él, junto al avellano, medio oculto por sus ramas. Bambi no se movía. Tenía la esperanza de que el príncipe saliera del todo, y reflexionaba sobre si podría o no dirigirle la palabra. Quería preguntárselo a su madre y la buscó con la mirada. Pero la madre había seguido andando y ya se hallaba bastante lejos, con la tía Ena. En ese momento Gobo y Falina salieron de la espesura a la pradera. Bambi no se movió, sino que siguió pensando. Si iba ahora donde su madre y los demás, tendría que pasar por delante del príncipe. Le pareció poco correcto.

«Qué tontería —pensó—. No hace falta que pregunte antes a mamá. Al fin y al cabo, el viejo príncipe ya habló conmigo y no se lo he contado a mamá. Hablaré con el príncipe; lo intentaré. Que ésos de ahí vean cómo hablo con él. Le diré: “Buenos días, príncipe mío.” Por eso no se puede enfadar. Y si se enfada, echo a correr.»

Bambi luchó con su resolución, que flaqueaba una y otra vez. El príncipe salió de detrás del avellano y fue hacia el prado.

«Ahora», pensó Bambi.

En esto se oyó un ruido parecido al de un trueno.

Bambi se sobresaltó; no sabía qué había sucedido.

Ante él, el príncipe dio un gran salto en el aire; luego pasó muy cerca y se metió a toda velocidad en el bosque.

Bambi miró a su alrededor; aún le retumbaba el estruendo en los oídos. Vio cómo su madre, la tía Ena, Gobo y Falina huían hacia el bosque. Vio cómo la liebre salía disparada, fuera de sí. Vio correr al faisán con el cuello estirado hacia adelante. Notó que de repente todo el bosque se quedaba en silencio. Entonces reaccionó y saltó hacia la espesura.

Apenas había dado unos pasos, cuando vio al príncipe en el suelo. Inmóvil. Bambi se detuvo aterrorizado; no comprendía lo que podía ser aquello. Allí estaba el príncipe, con el hombro desgarrado por una gran herida, lleno de sangre, muerto.

—¡No te quedes parado! —le ordenó a su lado una voz.

Era su madre, que pasó junto a él a galope tendido.

—¡Corre! —gritó—. ¡Corre todo lo que puedas!

Y continuó corriendo sin pararse. Bambi la siguió arrastrado por la orden. Corrió con todas sus energías.

—¿Qué era eso, mamá? —preguntó—. ¿Qué ha sido eso, mamá?

La madre le respondió jadeante:

—Era…, era… «él».

Bambi se estremeció y siguieron corriendo.

Por fin se detuvieron sin aliento.

—¿Qué me dice, eh? ¿Qué me dice? —dijo una vocecita por encima de ellos.

Bambi miró hacia arriba y apareció la ardilla corriendo por entre las ramas.

—He venido todo el rato con ustedes —dijo—. ¡Ha sido horrible!

—¿Acaso estaba usted presente? —preguntó la madre.

—Claro que estaba presente —contestó la ardilla—. Todavía me tiembla todo el cuerpo.

Sentada muy erguida y apoyada en su vistosa cola, mostraba su estrecho pecho blanco y se apretaba ceremoniosamente el cuerpo con las patas delanteras.

—Estoy nerviosísima.

—Yo también estoy agotada del susto —dijo la madre—. Es incomprensible. Ninguno de nosotros ha visto nada.

—¿Eso cree? —dijo la ardilla—. Pues se equivoca. Yo le había visto hacía tiempo.

—Yo también —gritó otra voz.

Era la urraca, que se había acercado volando y se había posado en una rama.

—Yo también —dijo alguien desde más arriba con un graznido.

Era el grajo, que estaba en un fresno.

Y desde las copas de los árboles unas cornejas gruñonas intercalaron sus chillidos:

—Nosotras también le habíamos visto.

Sentados todos en torno a Bambi y a su madre, hablaban con gravedad. Estaban particularmente excitados, y, según parecía, llenos de ira y de temor.

«¿A quién? —pensaba Bambi—. ¿A quién han visto?»

—He hecho todo lo posible —gritaba la ardilla apretándose ceremoniosamente el corazón con las patas delanteras—. He hecho todo lo posible por avisar al pobre príncipe.

—Y yo —graznó el grajo—. ¡Cuántas veces he gritado! Pero no ha querido oírme.

—A mí tampoco me ha oído —dijo la urraca con coquetería—. Le he llamado diez veces. Iba a acercarme volando, pues pensaba: «Si así no me oye, volaré hasta el avellano, junto al que se encuentra. Allí me tiene que oír.» Pero en ese momento sucedió la desgracia.

—Mi voz es más potente que la vuestra y le previne todo lo que he podido —dijo la corneja con tono enconado—. Pero los señoritos prestan poca atención a la gente de nuestra clase.

—Es verdad, muy poca atención —convino la ardilla.

—Se hace lo que se puede —opinó la urraca—, pero lo cierto es que nosotros no tenemos la culpa, si luego ocurre una desgracia.

—¡Un príncipe tan hermoso! —se lamentó la ardilla—. ¡Y en la mejor edad!

—¡Aaj! —graznó el grajo—. ¡Si no hubiera sido tan orgulloso y nos hubiera prestado atención…!

—Seguro que no era orgulloso —le contradijo la ardilla.

La urraca añadió:

—O al menos, no más orgulloso que los otros príncipes de su especie.

—Entonces es que era tonto —rió el grajo.

—Usted sí que es tonto —gritó la corneja desde arriba—. No hable de tontería. Todo el bosque sabe lo tonto que es usted.

—¿Yo? —replicó el grajo pasmado de asombro—. De mí nadie puede decir que sea tonto. Si acaso olvidadizo, pero tonto desde luego que no.

—Como quiera —dijo la corneja seriamente—. Olvide lo que le he dicho, pero tenga en cuenta que el príncipe no ha muerto por ser orgulloso o tonto, sino porque nadie puede escapar a «él».

—¡Aaj! —graznó el grajo—. No me gustan estas conversaciones —y echó a volar.

La corneja continuó hablando:

—Incluso a muchos de mi familia les ha vencido «él» en astucia. «El» mata a quien quiere. No podemos hacer nada.

—Sin embargo, hay que andar prevenido —observó la urraca.

—Sí, eso es cierto —dijo la corneja con voz triste—. Adiós.

Echó a volar y sus parientes la acompañaron.

Bambi miró a su alrededor. La madre ya no estaba.

«¿De quién hablarán? —pensó Bambi—. No entiendo todo lo que dicen. ¿Quién será ese “él” del que hablan? El que vi una vez entre los arbustos también era “él”, pero aquél no me mató.»

Bambi pensó en el príncipe, al que había visto en el suelo con el hombro sangrando y desgarrado. Ahora estaba muerto. Bambi continuó andando. El bosque entonaba de nuevo su canto de miles de voces, los rayos del sol se filtraban a través de las copas de los árboles. Había luz por doquier, el follaje comenzaba a exhalar vapores. En lo alto chillaban los halcones y cerca, muy cerca, un pájaro carpintero reía a carcajadas, como si nada hubiese ocurrido. Bambi no se alegró al oírle. Se sentía amenazado por algo siniestro; no comprendía cómo los demás podían estar tan contentos y despreocupados, cuando en realidad la vida era tan difícil y peligrosa. En esos momentos sentía un gran deseo de ir muy lejos, de adentrarse más y más en el bosque. Le apetecía encaminarse hacia lo más espeso y buscar un rincón en que refugiarse donde, rodeado por todos los lados de arbustos impenetrables, no pudiera ser visto por nadie. No quería volver jamás al prado.

A su lado, algo se movió un poco entre los arbustos. Bambi se estremeció. Ante él apareció el viejo corzo.

Bambi dio un respingo; quería echar a correr, pero se contuvo y se quedó. El corzo le miró con sus grandes ojos profundos.

—¿Estabas antes allí, cuando ocurrió la desgracia?

—Sí —dijo Bambi en voz baja.

El corazón le latía tanto que le parecía que se le iba a salir por la boca.

—¿Dónde está tu madre? —preguntó el corzo.

Bambi respondió todavía en voz baja:

—No lo sé.

El viejo no dejaba de mirarle.

—¿Y no la llamas?

Bambi miró aquel respetable rostro de color gris, alzó la vista para ver la hermosa cornamenta del corzo y se sintió de pronto lleno de coraje.

—Sé estar también solo —dijo.

El corzo le observó un rato; luego dijo con ternura:

—¿No eres tú el pequeño que hace poco lloraba llamando a su madre?

Bambi se avergonzó un poco, pero permaneció animoso.

—Sí, soy yo —reconoció.

El corzo lo miró en silencio, y a Bambi le pareció que aquellos ojos profundos tenían ahora una mirada más tierna.

—En aquella ocasión me regañaste, viejo príncipe —dijo arrebatado—, porque no sabía estar solo. Desde entonces ya sé.

El corzo miró a Bambi como examinándolo y sonrió. Sonrió muy poco; apenas se le notaba, pero Bambi lo notó.

—Viejo príncipe —dijo entonces en tono de confianza—, ¿qué ha pasado? No lo entiendo. ¿Quién es ese «él» del que todos hablan…?

Se interrumpió asustado por la severa mirada que le mandaba callar.

Transcurrió un rato. El corzo miraba en lontananza, por encima de Bambi. Luego dijo pausadamente:

—Tienes que oír, ventear y ver por ti mismo. Tienes que aprender por ti mismo.

Irguió aún más su cabeza coronada por las astas y dijo:

—Hasta la vista.

Y nada más. Después desapareció.

Bambi se quedó confuso, a punto de desanimarse. Pero el «hasta la vista» todavía vibraba en sus oídos y le consolaba.

«Hasta la vista, ha dicho el corzo; luego no estaba enfadado», pensó.

Bambi se sentía impregnado de orgullo; al mismo tiempo estaba afectado por la solemne gravedad de la situación. En efecto, la vida era difícil y estaba llena de peligros. Pero le trajera lo que le trajera, él aprendería a soportarlo todo.

Lentamente se internó en el bosque.

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