Bambi

Bambi


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Era verano y hacía un calor abrasador. A Bambi se le despertó de nuevo la ansiedad que sintiera ya en otras ocasiones, sólo que ahora era mucho mayor que antes. Le hervía la sangre de ansiedad; no le dejaba en paz.

Andaba errante de un lado a otro.

Un día se encontró con Falina. Fue algo tan inesperado que en ese momento sintió una gran confusión de ideas. Tanto se le ofuscaron los sentidos por el inquietante deseo que le acuciaba que ni vio a Falina, sino que de pronto se la encontró delante. Bambi la observó un rato sin habla y luego dijo conmovido:

—Falina, ¡qué guapa te has vuelto!

Falina respondió:

—¿Me conoces?

—¡Cómo no te iba a reconocer! —exclamó Bambi—. ¿Acaso no nos hemos criado juntos?

Falina suspiró:

—Hacía tanto tiempo que no nos veíamos…

Luego añadió:

—Con el tiempo, nos hacemos extraños los unos a los otros.

Pero esto ya lo dijo con su acostumbrado tono jovial.

Los dos se quedaron juntos.

—Este camino —dijo Bambi al cabo de un rato—, este camino lo recorría yo de pequeño con mi madre.

—Es el que va a dar al prado —dijo Falina.

—En el prado fue donde te vi por primera vez —dijo Bambi en tono un poco ceremonioso—. ¿Te acuerdas?

—Sí —contestó Falina—. A mí y a Gobo.

Luego suspiró un poco:

—Pobre Gobo.

Bambi repitió:

—Pobre Gobo.

Luego hablaron de aquellos tiempos y a cada rato se preguntaban el uno al otro:

—¿Te acuerdas?

Pronto se vio que se acordaban de todo, y los dos estaban encantados.

—En el prado —recordó Bambi— jugábamos a pillarnos, ¿te acuerdas?

—Sí, creo que era así —dijo Falina, y salió disparada como una flecha.

Bambi al principio se quedó atrás desconcertado, pero luego salió corriendo tras ella a toda velocidad.

—¡Espera, espera! —gritó, feliz.

—No espero —bromeó Falina—. Tengo mucha prisa.

Y saltando con ligereza, trazó una curva allá a lo lejos, entre hierbas y arbustos. Por fin, la alcanzó Bambi y le cerró el paso. Los dos se quedaron quietos, riendo divertidos.

De repente, Falina dio un salto, como si la hubieran pinchado, y echó a correr otra vez. Bambi se precipitó tras ella. Falina corría describiendo curvas, se revolcaba y siempre conseguía escurrirse.

—¡Detente! —jadeó Bambi—. ¡Párate, que tengo que preguntarte una cosa!

Falina se detuvo.

—¿Qué me tienes que preguntar? —inquirió con curiosidad.

Bambi permaneció callado.

—¡Ah, o sea que era mentira! —dijo Falina dispuesta a darse media vuelta.

—¡No! —dijo Bambi apresuradamente—. Detente, que quiero… quiero preguntarte una cosa. ¿Me quieres, Falina?

Ella lo miró con más curiosidad todavía y un poco al acecho.

—No lo sé —dijo.

—¡Pero lo tienes que saber! —le apremió Bambi—. Yo sí lo sé, yo noto claramente que te quiero. Te quiero con locura, Falina. Venga, dime si me quieres.

—Puede que te tenga cariño —respondió Falina como sin darle importancia.

—¿Y te quedarías conmigo? —trató de averiguar Bambi emocionado.

—Si me lo pides delicadamente… —dijo Falina contenta.

—¡Te lo ruego, Falina! ¡Mi amada y hermosa Falina! —exclamó Bambi fuera de sí—. ¿Me oyes? Te lo pido de todo corazón.

—En ese caso me quedaré contigo —dijo Falina con dulzura, y desapareció.

Bambi, arrebatado, salió como una flecha otra vez tras ella. Falina atravesó la pradera, se escabulló y desapareció en la espesura. Cuando también Bambi viró para seguirla, se oyó un fuerte crujido en los arbustos, y salió Karus de un salto.

—¡Alto! —gritó.

Bambi no le entendió. Estaba demasiado ocupado con Falina.

—Déjame pasar —dijo con prisa—. No tengo tiempo para ti.

—¡Vete! —le dijo Karus en tono imperioso—. ¡Vete inmediatamente! De lo contrario, te perseguiré hasta que te quedes sin resuello. ¡Te prohíbo que corras detrás de Falina!

Poco a poco se le fue despertando a Bambi el recuerdo del verano anterior, cuando le perseguían y le acosaban tan a menudo. Inmediatamente se puso furioso. No dijo ni una palabra, sino que bajó las astas y se abalanzó sin más contra Karus.

El choque fue irresistible, y Karus yacía sobre la hierba antes de saber lo que había pasado.

Se incorporó con la velocidad del rayo, pero nada más ponerse sobre las cuatro patas, le alcanzó otro golpe que le hizo tambalearse.

—¡Bambi! —gritó—. Bam…

Un tercer golpe en la paletilla estuvo a punto de ahogarle de dolor.

Karus saltó a un lado para esquivar a Bambi, que embestía de nuevo. De pronto se sintió muy débil. Al mismo tiempo reconocía con temor que se jugaba la vida. Una angustia sobrecogedora se apoderó de él. Se dio a la fuga, y por lo callado que iba Bambi, corriendo tras él a poca distancia, Karus reconoció que Bambi, loco y furioso, estaba implacablemente decidido a matarle. Eso fue lo que le hizo perder la calma por completo. Se salió del camino e irrumpió con sus últimas fuerzas en mitad de unos arbustos. Ya no quería nada, ya no pensaba nada; tan sólo esperaba compasión o ponerse a salvo.

De repente Bambi dejó de perseguirle y se detuvo. Karus, en su angustia, no lo notó y siguió corriendo cuanto podía a través de los arbustos.

Bambi se había parado porque había oído el agudo grito de Falina. Escuchó y ella volvió a gritar angustiada, apurada. Al momento, Bambi se dio la vuelta y echó a correr en sentido contrario.

Al llegar al prado, aún le dio tiempo a ver cómo Falina, perseguida por Rono, huía hacia la espesura.

—¡Rono! —gritó Bambi sin darse cuenta.

Rono, que no podía correr mucho por la cojera, se detuvo.

—¡Míralo! —dijo dándose importancia—. ¡Pero si es el pequeño Bambi! ¿Deseas algo de mí?

—Quiero —dijo Bambi con tranquilidad, aunque con la voz alterada por la fuerza contenida y la cólera reprimida—, quiero que dejes a Falina en paz y que te vayas inmediatamente.

—¿Nada más? —se burló Rono—. ¡Vaya un tipo más descarado que te has vuelto! Nunca lo hubiera esperado de ti.

—Rono —dijo Bambi en voz aún más baja—, lo deseo por tu propio bien. Si no te vas ahora mismo, luego tendrás ganas de correr, pero ya no podrás.

—¿De veras? —dijo Rono irritado—. ¿Cómo te atreves a hablarme así? ¿Es porque cojeo? ¡Si apenas se me nota! ¿O crees acaso que te temo porque Karus haya sido tan cobarde? Te aconsejo que…

—No, Rono —le interrumpió Bambi—. Soy yo quien te da un consejo. ¡Vete! —le temblaba la voz—. Siempre te he querido, Rono. Siempre te he considerado muy inteligente y te respetaba por ser mucho mayor que yo. Te lo digo por última vez: vete. Ya no me queda paciencia.

—Es una lástima que tengas tan poca paciencia —dijo Rono en tono despectivo—. Una verdadera lástima para ti, pequeño. Pero tranquilízate, que contigo acabaré pronto. No tendrás que esperar mucho. ¿O has olvidado quizá la cantidad de veces que te he hecho huir?

Al evocarle ese recuerdo, Bambi no dijo nada más; ya no pudo contenerse. Se abalanzó como un loco sobre Rono, que le recibió con la cabeza agachada. Chocaron estrepitosamente. Rono se mantenía firme sobre los pies y se extrañaba de que Bambi no retrocediera. También le había desconcertado la repentina embestida, pues no esperaba que Bambi fuera el primero en atacar. Notó con desagrado la enorme fuerza de Bambi y se dio cuenta de que debía tener cuidado. Estando los dos frente contra frente, quiso tenderle una trampa. Repentinamente dejó de hacer fuerza para que Bambi perdiese el equilibrio y se cayera hacia adelante.

Pero Bambi se levantó sobre las patas traseras y al momento se lanzó contra Rono con redoblada furia, antes de que a éste le hubiera dado tiempo a adoptar una postura firme. Se oyó un fuerte chasquido, ya que a Rono se le astilló la punta de un asta. Rono creyó que se le había roto la frente. Los ojos le hacían chiribitas y le zumbaban los oídos. Al momento siguiente un golpe fuerte le rasgó el hombro. Se quedó sin respiración y cayó al suelo. Bambi se erguía sobre él lleno de ira.

—Déjame ir —gimió Rono.

Bambi cargó ciegamente sobre él. Echaba chispas por los ojos. No parecía pensar en apiadarse.

—Te lo ruego… Déjame ya —imploró Rono lastimeramente—. Tú sabes que cojeo… Sólo estaba bromeando. Perdóname. ¿No sabes aceptar una broma?

Bambi lo dejó libre sin decir una palabra. Rono se levantó penosamente. Sangraba y se tambaleaba. Se marchó sin decir nada.

Bambi se disponía a ir al bosque en busca de Falina, pero ésta salió en ese momento. Había estado junto a la linde del bosque mirándolo todo.

—Has estado formidable —dijo riéndose.

Luego añadió, seria y en voz baja:

—Te quiero.

Y se alejaron juntos y felices.

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