Bambi

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Estaban todos reunidos en mitad del bosque, en un pequeño claro. Gobo contaba cosas.

También la amiga liebre estaba allí. Levantaba las orejas llena de asombro, escuchaba con atención y las bajaba otra vez rendida ante lo que oía, para volverlas a levantar inmediatamente.

La urraca estaba acurrucada en la rama más baja de una joven haya y escuchaba estupefacta. El grajo se había posado en el fresno de enfrente; estaba inquieto y de vez en cuando lanzaba un grito de asombro.

También se habían presentado unos cuantos faisanes conocidos con sus mujeres y sus hijos; estiraban el cuello maravillados mientras escuchaban, los volvían a encoger, giraban la cabeza a un lado y a otro y permanecían sin habla.

La ardilla se había acercado de un salto y su comportamiento era muy alterado. Tan pronto se deslizaba hasta el suelo, como trepaba por uno u otro árbol, o se apoyaba en su enarbolada cola mostrando su pecho blanco. Todo el rato quería interrumpir a Gobo, quería decir algo, pero cada vez que lo intentaba, todos la mandaban callar severamente.

Gobo contaba cómo había estado tumbado en la nieve esperando la muerte.

—Me encontraron los perros —dijo—. Los perros son terribles. Son lo más terrible que hay en el mundo. Tienen las fauces llenas de sangre y su voz es colérica y despiadada.

Miró en círculo a su alrededor y continuó:

—Pues bien, desde entonces he jugado con ellos como con cualquiera de los míos —se le veía orgulloso—. Ya no me dan ningún miedo, pues ahora soy muy amigo de ellos. De todas formas, cuando se ponen rabiosos, me zumba la cabeza y se me paraliza el corazón. Sin embargo, no siempre lo hacen porque estén enfadados y, además, como acabo de deciros, yo soy amigo suyo. Pero su voz tiene una fuerza terrible.

Se calló.

—¡Sigue! —le apremió Falina.

Gobo la miró.

—En fin, aquel día estuvieron a punto de despedazarme, pero en esto llegó «él».

Gobo hizo una pausa. Los otros apenas respiraban.

—Sí —dijo Gobo—, entonces llegó «él». Llamó a los perros y se callaron inmediatamente. Los volvió a llamar y se le tumbaron inmóviles a sus pies. Luego me levantó del suelo. Yo chillé. Pero «él» me acarició. Me sostuvo apretándome cariñosamente contra su cuerpo. No me hizo ningún daño. Y luego me llevó consigo.

Falina le interrumpió:

—¿Qué es eso de «llevar»?

Gobo comenzó a explicárselo con todo detalle y dándose importancia.

—Es muy sencillo, Falina —le interrumpió Bambi—. Fíjate en lo que hace la ardilla cuando sostiene una nuez y se la lleva.

La ardilla quería hablar de una vez:

—Un primo mío… —comenzó entusiasmada.

Pero en seguida dijeron los demás:

—¡Silencio! ¡Silencio! ¡Que siga contando Gobo!

La ardilla tuvo que callarse. Estaba desesperada. Se apretó su blanco pecho con las patas delanteras y se dispuso a conversar con la urraca:

—Pues un primo mío…

Pero la urraca le volvió la espalda sin más.

Gobo contaba verdaderas maravillas:

—Fuera hace frío y se oyen los silbidos de la tormenta. En cambio, dentro, donde «él» vive, no sopla el viento y hace tanto calor como en verano.

—¡Aajj! —graznó el grajo.

—Fuera llueve a cántaros, pero dentro no cae ni una gota y uno permanece seco.

Los faisanes contraían convulsivamente el cuello y giraban la cabeza.

—Fuera todo está cubierto por una capa alta de nieve, pero dentro tenía calor; me sentía muy calentito, y «él» me daba heno, castañas, patatas, nabos y todo lo que quisiera para comer.

—¿Heno? —preguntaron todos a la vez perplejos, incrédulos y alborotados.

—Sí, heno fresco y fragante —repitió Gobo pacientemente, mirando victorioso a su alrededor.

La ardilla intervino:

—Un primo mío…

—¡Cállate! —le dijeron los otros.

Y Falina preguntó a Gobo en tono arrebatado:

—¿De dónde saca «él» el heno y todo lo demás en invierno?

—Lo cultiva —respondió Gobo—. Cultiva lo que quiere y así lo tiene en el momento que quiere.

Falina siguió preguntándole:

—Gobo, ¿no te daba todo el rato miedo estar allí con «él»?

Gobo sonrió con aires de superioridad.

—No, querida Falina. Para entonces ya no. Yo sabía que no quería hacerme daño. ¿Por qué iba a tener miedo? Todos vosotros creéis que «él» es malo, pero no lo es. Cuando «él» quiere a alguien o cuando se le sirve, es bueno. Muy bueno. Nadie en el mundo puede ser tan bueno como «él».

De repente, mientras estaba hablando Gobo, el viejo príncipe salió silenciosamente de entre los arbustos.

Gobo no se dio cuenta y siguió hablando. Pero todos los demás vieron al viejo y contuvieron la respiración por el profundo respeto que les inspiraba.

El viejo se quedó quieto observando a Gobo con una mirada seria y profunda.

Gobo dijo:

—No sólo me quería «él», sino también sus hijos, su mujer y todos. Me acariciaban, me daban de comer, jugaban conmigo…

Se interrumpió. Había visto al viejo.

Se hizo un silencio.

Entonces el viejo le preguntó con su voz serena y autoritaria:

—¿Qué es esa raya que tienes en el cuello?

Todos le miraron y se percataron por primera vez de que Gobo tenía en el cuello una raya formada por pelos aplastados y rozados.

Gobo respondió inseguro:

—¿Esta? Es del collar que he llevado. Es el collar de «él»… y es un honor muy grande llevar su collar. Es…

Estaba confuso y tartamudeaba.

Todos guardaron silencio. El viejo miró largamente a Gobo con una mirada triste y penetrante.

—Pobre desgraciado —dijo en voz baja, se dio la vuelta y se fue.

La ardilla aprovechó el silencio y la confusión ahora reinantes para ponerse a charlar:

—Pues un primo mío también estuvo con «él»; lo capturó y lo encerró durante mucho tiempo, hasta que un día mi primo…

Pero nadie escuchaba a la ardilla.

Se fueron retirando cada uno por su lado.

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