Bambi

Bambi


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Bambi buscaba al viejo. Noches y noches estuvo vagando de un lado a otro. Caminaba a la hora de la salida del sol y con el alba por caminos no allanados, y sin Falina.

A veces todavía experimentaba impulsos de ir a ver a Falina. Unas veces se sentía con ella tan a gusto como antes, le gustaba ir con ella de un lado a otro, oír su conversación o comer con ella en el prado o en la linde de los bosques. Pero eso ya no le bastaba.

Antes, estando con Falina, rara vez pensaba en sus encuentros con el viejo. Pero ahora le buscaba, sentía un deseo urgente e inexplicable de verle y sólo se acordaba de Falina de vez en cuando. A ella podía verla siempre que quisiera. En cambio, le atraía bien poco estar con Gobo y con la tía Ena. Siempre que podía, lo evitaba.

Aún resonaban en sus oídos las palabras que había dicho el viejo refiriéndose a Gobo. Le impresionaron mucho. Desde el primer día de su regreso, Gobo le había producido una extraña sensación. Bambi no sabía bien por qué, pero desde un principio la contemplación de Gobo le resultó penosa. Bambi se avergonzaba de Gobo sin saber por qué, y tenía miedo por él sin saber por qué. Ahora, cuando estaba con el ingenuo, presumido, satisfecho y arrogante Gobo, le venía todo el rato a la memoria aquello de «pobre desgraciado»; no se lo podía quitar de la cabeza.

Una oscura noche en que Bambi volvió a complacer al autillo, una vez más, asegurándole que se había asustado muchísimo, se le ocurrió preguntarle de repente:

—¿Sabe usted por casualidad dónde puede estar ahora el viejo príncipe?

El autillo le contestó con un arrullo que no tenía ni la más remota idea. Pero Bambi se dio cuenta de que no quería hablar.

—No lo creo —dijo Bambi—. Usted es muy listo; sabe todo lo que pasa en el bosque. Seguro que también sabe dónde se ha metido el viejo.

El autillo, que tenía las plumas ahuecadas, las pegó contra el cuerpo y se quedó muy estrechito.

—Claro que lo sé —dijo con un arrullo más suave aún—, pero no debo decirlo; no, no debo decirlo.

Bambi comenzó a rogarle:

—No le delataré. ¿Cómo iba a hacerlo con el respeto que le tengo?

El autillo se convirtió otra vez en una hermosa bolita blanda de color gris castaño, giró un poco sus grandes ojos inteligentes, como siempre que se sentía bien, y preguntó:

—Vaya, vaya, así es que me tiene respeto, ¿y por qué?

Bambi no vaciló en la respuesta.

—Por lo sabio que es usted —dijo con toda franqueza—, y al mismo tiempo, alegre y simpático. Y por ser capaz de asustar a los demás. Hace falta ser muy listo para asustar a los demás; sí, muy listo. ¡Ojalá supiera hacerlo yo también! Me resultaría de una gran utilidad.

El autillo metió el pico entre las plumas del pecho; se sentía feliz.

—En fin —dijo—, yo sé que el viejo siente simpatía por usted…

—¿De veras lo cree? —le interrumpió Bambi, y su corazón empezó a latir de alegría.

—Sí, estoy seguro de que le tiene simpatía —respondió el autillo—. Por eso creo que puedo atreverme a decirle dónde está ahora.

Pegó las plumas al cuerpo y se quedó otra vez muy delgado.

—¿Conoce la profunda hondonada donde están los sauces?

—Sí —asintió Bambi.

—¿Conoce el bosquecillo de robles que hay al otro lado?

—No —confesó Bambi—, nunca he estado en el otro lado.

—Pues présteme atención —susurró el autillo—. Al otro lado hay un bosquecillo de robles. Tiene que atravesarlo. Luego vienen unos arbustos, muchos arbustos, avellanos, álamos blancos, espinos y aligustres. En mitad de todo hay una haya partida por el viento. Búsquela bien, pues desde ahí abajo, desde el suelo, no se verá tan fácilmente como desde arriba, desde el aire. Allí vive el viejo. Debajo del tronco. Pero… no me delate.

—¿Debajo del tronco?

—Sí —dijo el autillo riendo—. El tronco está hueco y cubre una parte de tierra hundida, que es donde vive él.

—Gracias —dijo Bambi efusivamente—. No sé si lo encontraré, pero le doy mil gracias.

Y salió corriendo.

El autillo voló tras él sin hacer ruido y se puso a ulular muy cerca de él.

—¡Uj! ¡Uij!

Bambi se estremeció.

—¿Se ha asustado? —preguntó el autillo.

—Sí —balbuceó Bambi, y esta vez decía la verdad.

El autillo arrulló muy satisfecho y dijo:

—Sólo quería recordarle de nuevo que no me delate.

—Claro que no —le aseguró Bambi, y se fue corriendo.

Cuando llegó a la hondonada, surgió ante él el viejo entre las profundidades de la noche; lo hizo de forma tan silenciosa y repentina que Bambi volvió a estremecerse asustado.

—Ya no estoy donde me buscas —dijo el viejo.

Bambi permaneció en silencio.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó el viejo.

—Nada —tartamudeó Bambi—, ¡oh, nada, perdóneme!

Al cabo de un rato dijo el viejo con voz dulce:

—No es hoy el primer día que me buscas.

Luego esperó. Pero Bambi permanecía silencioso. De modo que continuó diciendo:

—Ayer pasaste dos veces muy cerca de mí y hoy por la mañana otras dos.

—¿Por qué…? —dijo Bambi armándose de valor—. ¿Por qué le dijo eso a Gobo?

—¿Crees que no tengo razón?

—No —dijo Bambi—, al contrario. Yo siento que es verdad.

El viejo asintió de forma apenas perceptible y sus ojos miraron a Bambi con más bondad que nunca.

Bambi dijo mirando esos ojos:

—Pero… ¿por qué? No lo entiendo.

—Es suficiente con que lo sientas. Ya lo entenderás más adelante. Adiós.

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