Bambi

Bambi


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Vino al mundo en medio de la espesura, en uno de esos pequeños y escondidos rincones del bosque aparentemente abiertos hacia todos los lados, pero en realidad bien resguardados.

A decir verdad, había muy poco sitio, el justo para él y para su madre.

Allí estaba al fin, tambaleándose inseguro sobre sus delgadas patitas, mirando vagamente a su alrededor con ojos turbios que nada veían. Tenía la cabeza caída, temblaba mucho y aún estaba muy aturdido.

—¡Qué hermosa criatura! —exclamó la urraca.

Se había acercado volando atraída por los roncos gemidos que los dolores de parto arrancaran a la madre. Ahora se hallaba en una rama cercana.

—¡Qué hermosa criatura! —exclamó de nuevo.

Aunque no obtuvo respuesta alguna, siguió hablando con entusiasmo:

—¡Es asombroso que pueda sostenerse de pie y andar tan pronto! ¡Qué interesante! ¡No he visto cosa igual en mi vida! Claro que en realidad todavía soy joven; ahora hace un año que salí del nido, como usted probablemente sepa. Pero me parece maravilloso que una criatura semejante pueda sostenerse sobre las patas nada más venir al mundo. Lo encuentro distinguido. A decir verdad, encuentro que todo lo de los corzos es muy distinguido. ¿Sabe también correr tan pronto?

—Claro que sí —respondió la madre en voz baja—. Perdóneme, pero no estoy en condiciones de mantener una conversación. Ahora tengo mucho que hacer. Además, aún me siento un poco desfallecida.

—Por mí no se moleste —dijo la urraca—. Tampoco yo tengo mucho tiempo. Pero es que una cosa así no se ve todos los días. No sabe lo penosas y complicadas que son estas cosas entre nosotros. Cuando salen los pequeños del huevo, no pueden ni moverse; permanecen desvalidos en el nido y necesitan cuidados, muchos cuidados, se lo aseguro, pero usted no puede hacerse una idea. No sabe el trabajo que cuesta alimentarlos, ni el miedo que se pasa vigilándolos. Le ruego que piense por un momento en lo fatigoso que resulta tener que ir a buscar comida para los pequeños y al mismo tiempo cuidar de que no les pase nada; no saben valerse por sí mismos si no se está con ellos. ¿A que me da usted la razón? ¡Y la cantidad de tiempo que pasa hasta que les salen las plumas y adquieren un aspecto decente!

—Disculpe —dijo la madre—, no la estaba escuchando.

La urraca se fue volando.

«¡Qué tonta! —pensó para sus adentros—. Distinguida, pero tonta.»

La madre apenas reparó en ello, sino que continuó lavando afanosamente al recién nacido con la lengua, proporcionándole al mismo tiempo aseo, masaje para entrar en calor y caricias.

El pequeño se tambaleaba un poco. De tantas suaves caricias y empujoncitos como recibía por todo el cuerpo, se le doblaban un poco las rodillas y luego recuperaba el equilibrio. Su rojizo pelaje, aún un poco desaliñado, tenía finas motas blancas, y su aletargado rostro infantil todavía conservaba la expresión del sueño profundo.

En torno a ellos crecían por doquier avellanos, alheñas*, endrinos* y saúcos* jóvenes. Altos arces*, hayas y robles formaban una techumbre verde por encima del espeso y joven bosque de coníferas*, y de la tierra firme y de color castaño oscuro brotaban helechos*, arvejas* y salvia*. Las hojas de las violetas que ya habían florecido y las de las fresas que comenzaban a florecer se extendían a ras de tierra. La luz del sol de la mañana se filtraba a través del tupido follaje como un hilado de oro. El bosque entero retumbaba en medio de sonidos de toda clase, que lo impregnaban de animación y alborozo. La oropéndola* lanzaba continuos gritos de júbilo, las palomas arrullaban sin cesar, los mirlos silbaban, los pinzones* gorjeaban y los herrerillos* chirriaban. En medio de tales voces se alzaba el grito desgarrado y pendenciero de los grajos, reían coquetas las urracas e irrumpía el estallido metálico del cloqueo de los faisanes. De vez en cuando el breve y estridente grito de regocijo de un pájaro carpintero se elevaba sobre todas las voces. La llamada del halcón resonaba aguda e imperiosa por encima de las copas de los árboles, y continuamente se oía el coro ronco de las cornejas.

El pequeño no entendía ni uno solo de los múltiples cantos y reclamos, ni una palabra de las conversaciones. Todavía no les prestaba atención. Tampoco percibía aún ninguno de los olores que exhalaba el bosque. Solamente oía el ruido de los suaves lametones que le recorrían la piel lavándolo, calentándolo y besándolo, y lo único que olía era el cuerpo próximo de la madre.

Se arrimó a ese buen olor, buscó hambriento por todo el cuerpo y halló la fuente de vida.

Mientras bebía, su madre continuaba acariciándolo.

—Bambi —susurraba.

Y a cada momento erguía la cabeza, movía las orejas para escuchar, y aspiraba el viento.

Luego besaba de nuevo a su hijo, tranquila y feliz.

—Bambi —repetía—, mi pequeño Bambi.

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