Bambi

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A comienzos del verano los árboles permanecían inmóviles bajo el cielo azul, y con las ramas tendidas recibían la energía que el sol derramaba sobre ellos. En las matas y arbustos de la espesura se abrían las flores, cual estrellas blancas, rojas o amarillas. En las finas puntas de las ramas comenzaban a aparecer innumerables brotes delicados, firmes y decididos, que parecían pequeños puños cerrados. En el suelo crecían flores de muchas clases, como estrellitas de colores, y así la oscura tierra del bosque contrastaba con su destello y con su colorido. Por doquier olía a hojas tiernas, a flores, a tierra húmeda y a madera verde. Al amanecer y al ponerse el sol miles de voces resonaban por todo el bosque, y desde la mañana hasta la noche cantaban las abejas y zumbaban las avispas y los abejorros a través de la perfumada quietud.

En aquellos días transcurrió la primera infancia de Bambi.

Caminaba detrás de su madre por un estrecho sendero que atravesaba los matorrales. ¡Qué agradable era ir por allí! El tupido follaje le acariciaba dulcemente los flancos y se ladeaba con suavidad. El camino parecía cerrado y lleno de obstáculos por todas partes; no obstante, avanzaban con la mayor comodidad. Caminos como aquél recorrían el bosque en todas direcciones. La madre los conocía todos, y cuando Bambi se detenía delante de un arbusto como si de una verde muralla infranqueable se tratara, la madre encontraba siempre sin vacilación el punto por donde el camino no tenía broza.

Bambi iba haciendo preguntas. Le gustaba preguntar a su madre. Era lo más hermoso que conocía: preguntar sin cesar y luego escuchar la respuesta de la madre. Bambi no se extrañaba en absoluto de que todo el rato se le ocurrieran tantas preguntas sin esfuerzo alguno. Lo encontraba perfectamente natural; sencillamente le encantaba. También le entusiasmaba esperar con curiosidad hasta que obtenía una respuesta. Fuera ésta como fuera, siempre quedaba satisfecho. Claro que a veces no la entendía, pero también eso era bonito, porque así podía seguir interrogando cuanto quisiera. A veces no seguía preguntando, y eso también le gustaba, porque de ese modo se entretenía imaginándose a su manera lo que no había entendido. Otras veces notaba claramente que su madre no le daba respuestas completas, que no le decía a propósito todo lo que sabía. Y hasta era muy bonito, pues así quedaba presa de una gran curiosidad, de una noción vaga y misteriosa que le conmovía felizmente, de una expectativa que le producía inquietud y serenidad a un tiempo y que le hacía permanecer callado.

Una vez preguntó:

—¿De quién es este sendero, mamá?

La madre respondió:

—Nuestro.

Bambi siguió preguntando:

—¿Tuyo y mío?

—Sí.

—¿De nosotros dos?

—Sí.

—¿De nosotros dos solos?

—No —dijo la madre—, de nosotros, los corzos…

—¿Qué son los corzos? —preguntó Bambi riéndose.

La madre le miró y rió también.

—Tú eres un corzo* y yo también lo soy. Los dos somos corzos. ¿Lo entiendes?

Bambi dio un salto de alegría.

—Sí, ya lo entiendo. Yo soy un corzo pequeño y tú uno grande, ¿no?

La madre asintió.

—Eso es.

Bambi se puso otra vez serio:

—¿Existen otros corzos, además de tú y yo?

—Claro que sí —dijo la madre—. Muchos.

—¿Y dónde están? —exclamó Bambi.

—Aquí, por todas partes.

—Pero… no los veo.

—Ya los verás.

—¿Cuándo?

Bambi se detuvo por la curiosidad que le entró.

—Pronto.

La madre continuó andando tranquilamente.

Bambi la siguió. Iba callado, considerando detenidamente lo que podría significar «pronto». Llegó a la conclusión de que «pronto» no era lo mismo que «en seguida». Pero no acababa de saber en qué momento «pronto» dejaba de ser «pronto» y empezaba a ser «dentro de mucho tiempo». De repente preguntó:

—¿Quién ha hecho este sendero?

—Nosotros —le contestó la madre.

Bambi se mostró sorprendido:

—¿Nosotros? ¿Tú y yo?

La madre dijo:

—Quiero decir nosotros, los corzos.

Bambi preguntó:

—¿Cuáles?

—Todos nosotros —dijo la madre sin más explicaciones.

Siguieron andando. Bambi estaba contento y tenía ganas de salirse del camino de un salto, pero se mantenía obediente junto a la madre. Delante de ellos, algo se deslizó rápidamente a ras del suelo. Con un movimiento brusco salió aquello que ocultaban las frondas de los helechos y las hojas de las lechugas silvestres. Un hilillo de voz silbó lastimosamente; luego se hizo el silencio. Unicamente las hojas y los tallos de hierba siguieron dando sacudidas. Un turón* había cazado un ratón. Avanzó deprisa, se acurrucó a un lado y se dispuso a comérselo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Bambi agitado.

—Nada —le tranquilizó la madre.

—Pero… —Bambi temblaba—, pero… yo lo he visto.

—Está bien —dijo la madre—, pero no te asustes. El turón ha matado al ratón.

Bambi, sin embargo, se asustó horriblemente. Un terror grande y desconocido para él le oprimió el corazón. Tardó mucho tiempo en poder hablar de nuevo. Luego preguntó:

—¿Por qué ha matado al ratón?

—Porque… —la madre vaciló—. Vayamos más aprisa —dijo después, como si se le hubiera ocurrido alguna cosa y hubiese olvidado la pregunta.

Apresuró el paso. Bambi la siguió saltando.

Transcurrió un rato largo; de nuevo caminaban tranquilamente. Bambi preguntó por fin angustiado:

—¿También nosotros mataremos alguna vez a un ratón?

—No —contestó la madre.

—¿Nunca? —preguntó Bambi.

—Jamás —fue la respuesta.

—¿Por qué no? —preguntó Bambi aliviado.

—Porque nosotros no matamos a nadie —dijo sencillamente la madre.

Bambi recobró la alegría.

De un joven fresno cercano al sendero salió un fuerte grito. La madre continuó andando sin prestar atención. Bambi, en cambio, se detuvo con curiosidad. Dos grajos se disputaban allá arriba, en las ramas, un nido que habían usurpado.

—¡Largo de aquí, bribón! —gritó uno.

—No se sulfure, chiflado —respondió el otro—. No le tengo ningún miedo.

El primero vociferó:

—¡Búsquese los nidos por sí mismo, ladrón, o le saltaré la tapa de los sesos! —estaba fuera de sí—. ¡Qué infamia! —refunfuñó—. ¡Qué infamia!

El otro, que había advertido la presencia de Bambi, descendió varias ramas volando y le graznó:

—¿Qué miras tú con la boca abierta, mamarracho? ¡Fuera!

Bambi saltó asustado y se fue. Luego alcanzó a su madre y la siguió de nuevo, tímido y turbado, creyendo que ella no se había dado cuenta de que se había quedado rezagado.

Al cabo de un rato preguntó:

—Mamá, ¿qué es una infamia?

La madre dijo:

—No lo sé.

—Mamá, ¿por qué estaban tan enfadados esos dos?

La madre contestó:

—Estaban peleándose por la comida.

Bambi preguntó:

—¿También nosotros nos pelearemos alguna vez por la comida?

—No —dijo la madre.

Bambi preguntó:

—¿Por qué no?

La madre respondió:

—Porque hay suficiente para todos nosotros.

Bambi aún quería saber algo más:

—Oye, mamá.

—¿Qué quieres?

—¿También nosotros nos enfadaremos alguna vez?

—No, hijo mío —dijo la madre—. Entre nosotros no existe eso.

Siguieron andando. De pronto se hizo la claridad ante ellos, una claridad luminosa. Terminaba la verde maraña de matas y arbustos, y también el sendero. Unos pasos más y saldrían al luminoso espacio que se abría ante ellos. Bambi iba a saltar hacia adelante, pero la madre se detuvo.

—¿Qué es eso? —exclamó Bambi, impaciente y ya embelesado.

—El prado —respondió la madre.

—¿Qué es un prado? —insistió Bambi.

La madre le cortó la palabra.

—Ya lo verás por ti mismo.

Se había puesto seria y vigilante. Quieta y con la cabeza erguida, escuchaba con atención y aspiraba el viento a grandes bocanadas; tenía un aspecto muy solemne.

—Está bien —dijo por fin—. Podemos salir.

Bambi dio un salto, pero ella le cerró el paso.

—Espera hasta que te llame.

Inmediatamente, Bambi se detuvo obediente.

—Así está bien —le elogió la madre—. Y ahora fíjate bien en lo que te voy a decir.

Bambi se dio cuenta de lo excitada que hablaba su madre y escuchó con mucha atención.

—No es tan sencillo ir al prado —continuó la madre—. Es algo difícil y peligroso. No preguntes por qué. Ya lo aprenderás más adelante. Por ahora obedece exactamente lo que yo te diga. ¿Lo harás?

—Sí —le prometió Bambi.

—Bueno. Entonces yo saldré delante sola. Quédate aquí y espera. Mírame a mí todo el rato. No me pierdas de vista ni un momento. Si ves que vuelvo otra vez aquí corriendo, te das la vuelta y echas a correr tan aprisa como puedas, que yo ya te alcanzaré.

Calló; parecía estar reflexionando, y luego continuó con tono enérgico:

—En cualquier caso, corre, corre todo lo que puedas. Corre aunque pasara algo, aunque veas que… que me caigo al suelo. No te preocupes por mí, ¿entiendes? Veas lo que veas y oigas lo que oigas, tú sigue corriendo todo el rato tan aprisa como puedas. ¿Me lo prometes?

—Sí —dijo Bambi en voz baja.

—Pero si te llamo —siguió diciendo la madre—, puedes venir. Fuera, en el prado, podrás jugar. Es bonito; te gustará. Sólo que… también me tienes que prometer que a la primera llamada mía, te pondrás a mi lado. ¡Sin falta! ¿Me oyes?

—Sí —dijo Bambi en voz más baja todavía, impresionado por la seriedad de su madre.

Esta siguió diciendo:

—Una vez que estemos ahí fuera, si grito, no te quedes boquiabierto ni empieces a hacer preguntas. Sígueme con la velocidad del viento. Acuérdate: en cuanto yo empiece a andar, echa a correr sin dudas ni vacilaciones, y no te pares hasta que estemos otra vez aquí dentro. ¿No te olvidarás?

—No —dijo Bambi acongojado.

—Bueno, ahora me voy —dijo la madre, que ya parecía algo más tranquila.

Salió. Bambi, sin apartar la vista de ella, la vio avanzar con paso lento. Lleno de esperanza, de miedo y de curiosidad, vio cómo la madre escuchaba en todas direcciones; la vio estremecerse y también él se estremeció, dispuesto a volverse de un salto hacia la espesura. Pero la madre se tranquilizó de nuevo y al cabo de un rato recobró la alegría. Bajó el cuello, lo estiró, miró hacia donde estaba Bambi y gritó:

—¡Ven!

Bambi salió de un salto. Una alegría inmensa se apoderó de él con tal fuerza que al instante olvidó toda su angustia. Dentro de la espesura del bosque sólo había visto las copas verdes de los árboles, y a través de ellas, de vez en cuando, alguna que otra mota azul. Ahora veía el azul del cielo en toda su grandeza, y eso le hacía feliz sin saber por qué. Del sol únicamente había conocido en el bosque cada uno de sus anchos rayos o el tenue haz de luz dorada que jugueteaba entre las ramas. Y ahora, de pronto, se hallaba en mitad de una fuerza ardiente y cegadora, imbuido de su poder absoluto, en medio de una bendición abrasadora que le cerraba los ojos y le abría el corazón.

Bambi estaba embriagado, completamente fuera de sí; sencillamente estaba loco. Saltó con torpeza tres, cuatro, cinco veces, sin moverse del mismo sitio. No lo podía evitar; tenía que hacerlo. Algo le impulsaba a dar saltos. Sus jóvenes miembros se estiraban con energía, respiraba profundamente, sin dificultad, y al aspirar toda la fragancia del prado, le entraba una alegría tan desbordante, que no podía por menos de saltar. Bambi era muy pequeño. Si hubiese sido una criatura humana, habría gritado de júbilo. Pero era un corcino, y los corzos no saben gritar de alegría, al menos como lo hacen los niños. Así que manifestaba su felicidad a su modo: lanzando al aire las patas y todo el cuerpo.

Su madre estaba a su lado y se alegraba. Veía que Bambi estaba enloquecido, se lanzaba al aire y volvía a caer torpemente en el mismo sitio; miraba a su alrededor aturdido y embriagado y, al momento siguiente, volvía a saltar, y así una y otra vez. La madre comprendió que Bambi sólo conocía los estrechos senderos de los corzos del bosque, que en su corta existencia estaba acostumbrado tan sólo a la estrechez de la espesura y que por eso no se movía del sitio: porque aún no sabía corretear libremente por el prado abierto. La madre estiró las patas delanteras y se agachó sobre ellas, miró un segundo a Bambi, salió disparada y se puso a galopar en círculo, haciendo zumbar a su paso los altos tallos de hierba. Bambi se asustó y se quedó inmóvil. ¿Sería aquello una señal para que volviera al bosque? «Veas lo que veas y oigas lo que oigas, no te preocupes por mí», le había dicho su madre. «Echa a correr tan aprisa como puedas.» Ya iba a dar la vuelta para huir, como se lo habían mandado, cuando de repente llegó la madre galopando y haciendo un ruido asombroso; se quedó a dos pasos de él, se agachó como antes, rió y le dijo:

—¡A ver si me pillas! —y en un abrir y cerrar de ojos se alejó.

Bambi estaba perplejo. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué le pasaba de repente a su madre? Pero ya llegaba otra vez, y tan deprisa que sólo de verla se podía uno marear. Le empujó con la nariz en el flanco y dijo:

—Venga, a ver si me pillas —y se marchó a todo correr.

Bambi se precipitó tras ella. Primero dio unos cuantos pasos, pero pronto los pasos se convirtieron en saltos ligeros. Se sentía trasportado, creía volar. Bajo sus pasos y sus saltos había cada vez más espacio libre. Bambi se hallaba fuera de sí. El zumbido de la hierba le resultaba delicioso, y su roce era blando y suave como la seda. Corría en círculo, se revolcaba y de nuevo se ponía a correr en círculo; se revolcaba otra vez y volvía a salir disparado como un rayo. La madre ya llevaba un rato quieta, recobrando aliento. Lo único que hacía era echarse a un lado y esquivar a Bambi, que pasaba volando y se ponía furioso.

De repente ya no pudo más. Se paró y se acercó a la madre levantando delicadamente las patas; la miró radiante de alegría. Luego se pusieron a pasear juntos, de buen humor. Desde que estaba allí fuera, Bambi sólo había sentido el cielo, el sol y la verde llanura a través de su cuerpo: el cielo, con ojos ebrios y cegados; el sol, por la agradable sensación de calor de su lomo y a través de las profundas bocanadas de aire. Ahora, por primera vez, disfrutaba del esplendor del prado con ojos que a cada paso se sorprendían de las nuevas maravillas. Aquí no se veía ni un trocito de suelo, como dentro del bosque, porque los tallos de hierba se apiñaban en racimos, arrimados los unos a los otros, creciendo en lujo y abundancia, ladeándose suavemente a cada paso y, condescendientes, siguiéndose otra vez en seguida. La extensa y verde llanura estaba cuajada de blancas margaritas, de gordas cabezuelas hinchadas rojas y violetas del trébol florecido y de luminosos botones de oro de dientes de león.

—¡Mira, mamá! —exclamó Bambi—. Una flor ha echado a volar.

—No es una flor —dijo la madre—; es una mariposa.

Bambi siguió entusiasmado el vuelo de la mariposa, que con una delicadeza infinita se había desprendido de un tallo y ahora volaba atolondrada de acá para allá. Bambi vio entonces que muchas de esas mariposas volaban por la pradera; parecían tener prisa y, sin embargo, se movían despacio, revoloteando para arriba y para abajo. Aquel juego le encantaba. Realmente parecían flores voladoras, alegres flores que no querían quedarse quietas sobre sus pedúnculos y que se marchaban a bailar un poco. O flores que habían bajado con los rayos del sol y, no teniendo aún sitio, lo buscaban afanosamente; descendían y desaparecían como si ya hubieran encontrado acomodo en alguna parte, pero en seguida volvían a subir, primero un poco, luego otro poco, para seguir buscando cada vez más lejos, porque los mejores sitios ya estaban ocupados.

Bambi seguía a todas con la mirada. Le habría gustado mucho ver alguna de cerca, contemplarla al detalle, pero no podía. Se mezclaban sin cesar la una con la otra, y esto le producía una gran confusión.

Cuando volvió a mirar al suelo, se deleitó viendo la multitud de veloces seres vivientes que pululaban bajo sus pasos. Saltaban y se dispersaban hacia todos lados; aparecían en forma de hervidero y, al momento siguiente, volvían a hundirse bajo la verde hierba de la que habían salido.

—¿Qué es esto, mamá? —preguntó Bambi.

—Son bichitos —respondió la madre.

—¡Mira! —exclamó Bambi—. ¡Mira lo alto que salta este trocito de hierba!

—No es hierba —le explicó la madre—; es un saltamontes.

—¿Por qué salta así? —preguntó Bambi.

—Porque estamos pasando nosotros —respondió la madre— y se asusta.

—¡Oh! —exclamó Bambi dirigiéndose al saltamontes, que se había posado en mitad de una margarita—. ¡Oh! —dijo Bambi cortésmente—. No tenga miedo, que no le vamos a hacer nada.

—No tengo miedo —respondió el saltamontes con voz áspera—. Al principio me he asustado, porque en ese momento estaba hablando con mi mujer.

—Disculpe, por favor —dijo Bambi humildemente—. Les hemos molestado.

—No importa —dijo el saltamontes—. Tratándose de ustedes, no importa. Pero nunca se sabe quién puede venir, y hay que estar atento.

—Es que hoy es la primera vez de mi vida que estoy en el prado —le contó Bambi—. Mi madre me ha…

El saltamontes bajo la cabeza con gesto terco, puso una cara seria y refunfuñó:

—Eso no me interesa. No tengo tiempo para estar de cháchara con usted. Ahora tengo que ir a buscar a mi mujer. ¡Hop!

Y se fue.

—¡Hop! —dijo Bambi desconcertado y boquiabierto ante el gran salto con el que había desaparecido.

Bambi corrió hacia su madre:

—Oye, he hablado con él.

—¿Con quién? —le preguntó la madre.

—Pues con el saltamontes —dijo Bambi—; he hablado con él. Ha sido muy amable conmigo. Y me ha gustado mucho. Era de un color verde precioso, y por un extremo era tan transparente como no puede serlo ni la hoja más delicada.

—Eso son las alas.

—¿Ah, sí? —dijo Bambi—. ¡Y hay que ver la cara tan seria que tenía! Como si estuviera meditando algo. Pero a pesar de eso, ha sido amable conmigo. ¡Y cómo saltaba! Ha dicho «¡hop!», y ha pegado un salto tan alto que no he vuelto a verlo.

Continuaron andando. La conversación con el saltamontes había excitado a Bambi; también le había cansado un poco, pues era la primera vez que hablaba con un extraño. Sintió hambre y se apretó contra su madre para recuperarse.

Luego permaneció un rato tranquilo, medio soñando, con esa leve sensación de embriaguez que le envolvía cada vez que terminaba de mamar. Al poco tiempo vio en mitad de la maraña de tallos de hierba una flor de color claro que se movía. No, aquello no era una flor, sino una mariposa. Bambi se acercó.

La mariposa estaba perezosamente colgada de un tallo y movía las alas sin hacer ruido.

—¡Quédese quieta, por favor! —le gritó Bambi.

—¿Por qué voy a quedarme quieta? ¡Si soy una mariposa! —respondió la mariposa extrañada.

—Por favor, quédese quieta un ratito nada más —le rogó Bambi—. Hace tiempo que deseo verla de cerca. Hágame ese favor.

—Está bien —dijo la blanca mariposa—, pero no mucho tiempo.

Bambi se puso a mirarla.

—¡Qué bonita es usted! —exclamó entusiasmado—. ¡Qué preciosa! ¡Parece una flor!

—¿Qué? —dijo la mariposa abriendo y cerrando las alas—. ¿Una flor? En fin, en el medio en que me muevo, la opinión generalizada es que somos más bonitas que las flores.

Bambi estaba confuso.

—Claro —tartamudeó—, mucho más bonitas… Perdóneme, yo sólo quería decir…

—Me es bastante indiferente lo que usted quisiera decir —le interrumpió la mariposa.

Torció afectadamente su estrecho cuerpo y jugó vanidosamente con sus delicadas antenas.

Bambi la contempló arrebatado.

—¡Qué delicada es usted! —dijo—. ¡Qué elegante y delicada! ¡Y qué preciosidad de alas blancas!

La mariposa desplegó las alas del todo, luego las levantó y las juntó, de manera que parecían la vela de un barco.

—¡Oh! —exclamó Bambi—, ahora entiendo por qué es usted más bonita que las flores. Usted además sabe volar, y eso no pueden hacerlo las flores, porque están unidas al tallo. ¡Claro, en eso consiste!

La mariposa se alzó.

—¡Exactamente! ¡Yo sé volar! —dijo.

Se alzaba tan poco a poco que no se notaba ni lo más mínimo. Sus blancas alas se movían con suavidad, llenas de gracia; de pronto se lanzó al aire bañado por el sol.

—Me he quedado tanto tiempo quieta sólo por usted —dijo revoloteando delante de Bambi para arriba y para abajo—, pero ahora me voy.

Así era el prado.

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