Bambi

Bambi


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Muy dentro de la espesura había un huequecito que pertenecía a la madre de Bambi. Tan sólo estaba apartado unos pasos del estrecho sendero de los corzos que recorría el bosque, pero si no se conocía aquel pequeño refugio rodeado de arbustos, resultaba difícil encontrarlo.

Era un espacio muy estrecho; tanto, que sólo cabían Bambi y su madre, y tan bajo, que cuando la madre de Bambi se ponía de pie, la cabeza le quedaba medio oculta entre las ramas. Avellanos, tejos* y alheñas crecían enmarañados los unos con los otros y atrapaban los pocos rayos de sol que se filtraban por las copas de los árboles, de manera que nunca llegaban hasta el suelo. En aquel rincón había venido Bambi al mundo, y aquélla era su casa y la de su madre.

Ahora la madre yacía tumbada en el suelo y dormía. También Bambi se había adormecido un poco. De pronto se despertó, se levantó y miró a su alrededor.

Las sombras proporcionaban tal penumbra al refugio que la oscuridad era casi total. Desde allí se oía el suave murmullo del bosque. Continuamente chirriaban los herrerillos, de vez en cuando sonaba la aguda carcajada de un pájaro carpintero o la triste llamada de una corneja. Por lo demás, reinaba el silencio. Pero si se escuchaba con atención, se oía hervir el aire del mediodía. Allí dentro las neblinas de vapor producían somnolencia.

Bambi miró a su madre:

—¿Estás dormida?

No, la madre no dormía. Nada más levantarse Bambi, se había despertado.

—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó Bambi.

—Nada —respondió la madre—; nos quedaremos donde estamos. Anda, échate un ratito y duerme.

Pero Bambi no tenía ninguna gana de dormir.

—Venga —le rogó—, vamos al prado.

La madre alzó la cabeza:

—¿Al prado? ¿Al prado… ahora?

Hablaba con tal extrañeza y horror, que a Bambi le entró mucho miedo.

—¿Es que ahora no se puede ir al prado? —preguntó tímidamente.

—No —dijo la madre como respuesta con voz decidida—. No, ahora no es posible.

—¿Por qué? —preguntó Bambi, dándose cuenta de que había algo sospechoso por medio.

Le entró aún más miedo, pero al mismo tiempo le encantaba enterarse de todo.

—¿Por qué no se puede ir ahora al prado?

—Más adelante lo sabrás todo, cuando seas un poco más mayor —le tranquilizó la madre.

Bambi insistió:

—Prefiero que me lo digas ahora.

—Ya te lo diré más adelante —repitió la madre—. Ahora todavía eres pequeño —continuó en tono cariñoso—, y con los pequeños no se habla de esas cosas —se puso muy seria—. Ahora… en el prado… No quiero ni pensar en ello. ¡En pleno día!

—Pero —objetó Bambi— cuando fuimos al prado, también era de día.

—Es distinto —le explicó la madre—; era por la mañana temprano.

—¿Se puede ir allí por la mañana temprano? —Bambi sentía demasiada curiosidad.

La madre tenía paciencia.

—Sólo a primera hora de la mañana o a última hora de la tarde… o por la noche.

—¿Y durante el día? ¿Nunca, nunca?

La madre vaciló.

—Sí —dijo, por fin—, a veces algunos de los nuestros van también de día. Pero en circunstancias especiales. No te lo puedo explicar. Aún eres muy pequeño. Algunos van, pero corren muchísimo peligro.

—¿Por qué corren peligro?

Ahora Bambi sentía una curiosidad enorme. Su madre no acababa de hablar con claridad.

—Pues porque corren peligro. Ya te he dicho, hijo mío, que todavía no puedes entender estas cosas.

Bambi pensó que lo único que no entendía era por qué su madre no quería darle una explicación exacta. Pero se calló.

—Así es como tenemos que vivir todos nosotros —siguió diciendo la madre—. Aunque amemos el día, y ciertamente lo amamos, sobre todo en nuestra infancia, sin embargo tenemos que vivir así, quedándonos quietos durante el día. Sólo podemos movernos de un lado a otro desde el anochecer hasta la mañana. ¿Lo entiendes?

—Sí.

—En fin, hijo mío, por eso ahora tenemos que quedarnos donde estamos. Aquí estamos seguros. Bueno, ahora échate otra vez y duerme.

Pero Bambi no se quería echar.

—¿Por qué estamos seguros aquí? —preguntó.

—Porque nos protegen las matas, porque las ramas de los arbustos y la broza seca del suelo crujen y nos avisan, porque las hojas muertas del año pasado están en la tierra y susurran para prevenirnos, porque el grajo y la urraca están ahí montando guardia y de este modo sabemos cuándo viene alguien, aunque aún esté lejos.

—¿Qué son las hojas del año pasado? —preguntó Bambi.

—Ven, siéntate a mi lado —dijo la madre—; te lo contaré.

Bambi se sentó obediente, se arrimó a su madre, y ésta le contó cómo los árboles no siempre están verdes y cómo el sol y el agradable calor desaparecen. Cómo después hace frío y las hojas se ponen amarillas, marrones y rojas con las heladas y se van cayendo poco a poco, de manera que los árboles tienden sus desnudas ramas al cielo y su aspecto es completamente mísero. Cómo, sin embargo, las hojas secas se quedan en el suelo, y cuando las roza un pie, susurran: «Alguien se acerca.» Y lo bien que vienen esas hojas secas del año anterior. Y el buen servicio que prestan, tan diligentes y atentas. Cómo aún en pleno verano muchas de ellas permanecen ocultas bajo la tierna vegetación y advierten de cualquier peligro que se avecine.

Bambi se apretó contra su madre. Se olvidó del prado. ¡Qué agradable era estar allí sentado oyendo hablar a su madre!

Luego, cuando la madre se calló, él se puso a reflexionar. Le pareció muy amable por parte de las buenas y viejas hojas que vigilaran tan atentamente, a pesar de estar secas y heladas y de haber soportado ya tantas calamidades. Pensó en qué consistiría el peligro del que hablaba siempre la madre. Pero de tanto reflexionar, se cansó. Alrededor todo estaba en silencio; sólo se oía cómo hervía el aire de calor. Y se durmió.

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