Bambi

Bambi


[8]

Página 12 de 37

No

[

8

]

Del roble grande situado al borde del prado caían hojas. Caían de todos los árboles. Una rama del roble se elevaba muy por encima de las otras, extendida hacia el prado. De su extremo pendían dos hojas.

—Ya no es como antes —dijo una hoja.

—No —contestó la otra—. Esta noche han caído muchas de nosotras. Ya casi somos las únicas que quedamos en esta rama.

—Nunca se sabe a quién le tocará —dijo la primera—. Cuando todavía hacía calor y calentaba el sol, hubo alguna que otra tormenta o aguacero y muchas de nosotras cayeron, a pesar de que todavía eran jóvenes. Nunca se sabe a quién le va a tocar.

—Ahora sale el sol pocas veces —suspiró la segunda hoja—, y cuando sale, no tiene fuerza. Necesitaríamos nuevos impulsos.

—¿Tú crees que será verdad que, cuando nos vamos, vienen otras a sustituirnos, y luego otras y luego otras? —dijo la primera.

—Seguro que sí —susurró la segunda—, pero es imposible imaginarlo; está fuera del alcance de nuestra comprensión.

—Y además da tristeza pensarlo —añadió la primera.

Permanecieron un rato calladas. Luego dijo la primera en voz baja, para sus adentros:

—¿Por qué tendremos que irnos?

La segunda preguntó:

—¿Qué nos pasará cuando caigamos?

—Nos hundiremos.

—¿Y qué habrá ahí abajo?

La primera respondió:

—No lo sé. Unos dicen una cosa, otros dicen otra, pero nadie lo sabe.

La segunda preguntó:

—¿Se sentirá algo, se tendrá conciencia de uno mismo ahí abajo?

La primera respondió:

—¿Quién sabe? Ninguna de las hojas que han caído ha vuelto jamás a contárnoslo.

Callaron de nuevo. Luego, la primera hoja dijo cariñosamente a la otra:

—No te aflijas tanto, que estás temblando.

—No te preocupes —respondió la segunda—; últimamente tiemblo con mucha facilidad. Una ya no se siente tan firmemente prendida de la rama.

—No hablaremos más de esas cosas —dijo la primera hoja.

La otra respondió:

—Sí, vamos a dejarlo. Pero ¿de qué otra cosa hablaremos?

Se calló y al cabo de un rato continuó:

—¿Cuál de nosotras dos caerá antes?

—Aún queda tiempo para pensar en eso —la tranquilizó la primera—. Más vale que recordemos lo bonito, lo maravilloso que ha sido todo. ¿Te acuerdas de cuando el sol quemaba tanto que parecía que ibas a reventar de salud? ¿Y del rocío de las mañanas? ¿Y de las noches suaves, deliciosas?

—Ahora las noches son horribles —se lamentó la segunda— y no terminan nunca.

—No podemos quejarnos —dijo la primera severamente—; hemos vivido más que muchas, muchas otras.

—¿He cambiado mucho? —preguntó la primera hoja, tímida, pero imperiosamente.

—En absoluto —le aseguró la primera—. Lo dices porque me ves a mí tan amarilla y fea, ¿no? Pero lo mío es distinto.

—Me estás engañando —dijo la segunda.

—No, en serio —repitió la primera con mucho empeño—. Créeme. Estás tan guapa como el primer día. Tienes alguna que otra rayita amarilla, pero apenas se te nota, y no hace sino aumentar tu hermosura. Créeme.

—Te lo agradezco —susurró la segunda hoja emocionada—. No te creo del todo, pero te agradezco que seas tan buena. Siempre has sido muy buena conmigo. Ahora es cuando me doy cuenta realmente de lo buena que has sido.

—Cállate —dijo la primera, y enmudeció también, pues no podía seguir hablando de la pena que le daba.

Las dos permanecieron en silencio. Pasaron las horas. Un viento húmedo, frío y hostil sopló por las copas de los árboles.

—¡Ay!… ¡Ahora! —dijo la segunda hoja—. Yo…

Su voz se quebró. Suavemente fue arrancada de la rama y cayó balanceándose en el aire.

Había llegado el invierno.

Ir a la siguiente página

Report Page