Bambi

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Bambi notó que el mundo había cambiado. Le costaba adaptarse a ese mundo transformado. Todos habían vivido como la gente rica y ahora empezaba a empobrecerse. Bambi sólo conocía la riqueza. Encontraba de lo más natural estar rodeado por todas partes de la mayor abundancia y del lujo más exquisito, dormir en un hermoso rincón cubierto de verde, oculto a toda mirada, y caminar de un lado a otro con un precioso pelaje rojizo, suave y brillante.

Ahora todo había cambiado sin que en realidad se hubiera dado cuenta. Esa transformación que ya llegaba a su fin había consistido para él en una serie de nuevos fenómenos entretenidos. Le divertía ver cómo la pradera exhalaba los velos de niebla matutinos, blancos como la leche, o cómo éstos descendían de pronto del cielo gris del amanecer y luego se desvanecían con el sol. También le gustaba la blanca escarcha esparcida por el suelo y por el prado. Algunas veces se deleitaba oyendo gritar a sus parientes mayores, los ciervos. El bosque entero retumbaba con las voces de estos reyes. Bambi escuchaba y pasaba mucho miedo, pero su corazón se estremecía de admiración al oír aquellos gritos atronadores. Entonces recordaba que los reyes tenían unas cuernas tan grandes y tan ramificadas como las ramas de los árboles, y le parecía que sus voces eran igual de potentes que sus cuernas. En cuanto oía el poderoso estallido de una de aquellas voces, se quedaba quieto, inmóvil. Su tono grave sonaba como una exigencia imperiosa, como el terrible lamento de una raza noble, enfurecida y encrespada de anhelo, ira y orgullo. Bambi luchaba en vano contra el miedo. Cuando oía aquellas voces, se sentía dominado, pero al mismo tiempo estaba orgulloso de tener unos parientes tan distinguidos. A la vez sentía una extraña sensación de irritación por lo inabordables que eran. Eso le hería, le humillaba, sin que supiera exactamente por qué ni cómo, sin ser en absoluto consciente de ello.

Cuando pasó la época de apareamiento de los reyes y se acallaron sus gritos atronadores, Bambi volvió a prestar atención a otras cosas. Mientras iba de noche por el bosque o al tumbarse de día en su escondrijo, oía el susurro de las hojas que caían de los árboles. Había un murmullo y un crujido incesante en el aire, en las copas de los árboles, en las ramas. Un sonido argentino, dulce y constante, se precipitaba sobre la tierra. Era maravilloso despertarse con él, y era delicioso dormirse al arrullo de aquel susurro misteriosamente melancólico. Luego, en el suelo se formó una capa espesa de hojas que crujían y susurraban al ser pisadas. Formaban una capa tan alta que a cada paso había que apartarlas, y eso era divertido. Hacían un «shsh, shsh» suave, claro, argentino. Aparte de todo, eran muy útiles, pues esos días no hacía falta ocuparse demasiado de escuchar ni de ventear. Se oía todo desde lejos. Al menor movimiento susurraban las hojas; se oía «shsh». ¿Quién iba a acercarse? Nadie, naturalmente.

Pero después vino la lluvia. Desde temprano por la mañana caía a raudales hasta el final de la tarde; luego seguía azotando toda la noche hasta la mañana siguiente; escampaba un rato y comenzaba otra vez con nuevas fuerzas. El aire parecía estar empapado de agua fría. Si uno intentaba arrancar unos cuantos tallos de hierba, se le llenaba la boca de agua, y en cuanto tirabas un poquito de un arbusto, te caían verdaderos torrentes de agua en los ojos y en la nariz. Las hojas ya no crujían. Aplastadas por la lluvia, formaba una capa blanda y compacta en el suelo; ya no hacían ni el más mínimo ruido. Bambi experimentó por vez primera lo duro que era estar día y noche bajo la lluvia y sentirse calado hasta los huesos. Aún no tenía frío, pero echaba de menos el calor y le parecía algo lamentable tener que andar de un lado a otro tan empapado.

Pero cuando llegó el viento del Norte, Bambi conoció el frío. De poco servía arrimarse a la madre. Al principio, naturalmente, le pareció delicioso estar tumbado y tener al menos un lado bien calentito. El viento del Norte desencadenaba día y noche su furia a través del bosque. Parecía impulsado por una ira incomprensible, fría como el hielo, que le llevaba a la locura; parecía querer arrancar todas las raíces del bosque y llevárselas como trofeo, o aniquilar todo aquello como fuera. Los árboles bramaban ofreciendo una poderosa resistencia, luchaban con energía contra aquel impetuoso asalto. Se oían sus gemidos prolongados, sus quejumbrosos crujidos, el estallido con que se quebraban sus fuertes ramas, el colérico estruendo con el que de vez en cuando se partía el tronco de un árbol que, vencido de esta manera, parecía gritar por cada herida de su agrietado cuerpo moribundo. Pero de pronto ya no se oía nada, pues el viento arremetía con más furia aún contra el bosque y devoraba con su rugido el resto de las voces.

Bambi comprendió que habían llegado la miseria y la pobreza. Vio cómo la lluvia y el viento habían cambiado el mundo. Ya no quedaba una hoja en los árboles ni en los arbustos; despojados de todo, desnudos de cuerpo entero, alzaban lastimosamente sus brazos pardos al cielo. La hierba de la pradera estaba marchita y de color marrón negruzco, y tan corta que parecía chamuscada a ras de tierra. También el escondrijo de Bambi tenía ahora un aspecto lamentable, pelado. Desde que desaparecieran sus verdes paredes, Bambi ya no se encontraba allí tan recogido como antes, y además entraba aire por todas partes.

Un día volaba una joven urraca por el prado. Algo blanco y frío le cayó en el ojo, y otra vez, y otra vez, hasta que se le formó un ligero velo delante de los ojos. A su alrededor danzaban unos copitos pequeños, blandos, de un color blanco deslumbrante. La urraca se detuvo en su vuelo, sin dejar de aletear, se puso recta mirando hacia arriba y subió un poco más. Todo en vano. Allí seguían estando los copitos blandos y fríos, y le seguían cayendo en los ojos. De nuevo se puso recta mirando hacia arriba y subió otro poco.

—No se esfuerce, amiga mía —gritó la corneja, que iba por encima de ella, en la misma dirección—. No se esfuerce. Por muy alto que vuele, no podrá salir de estos copos. Es nieve.

—¿Nieve? —dijo la urraca asombrada, luchando contra el torbellino de nieve.

—Pues sí —dijo la corneja—. Como estamos en invierno, esto es nieve.

—Disculpe —respondió la urraca—, pero es que salí del nido en mayo y no conozco el invierno.

—Eso suele ocurrir —observó la corneja—. Ya lo conocerá.

—Bueno, si es nieve —dijo la urraca—, me sentaré un ratito.

Se posó en la rama de un aliso y se sacudió.

La corneja continuó su vuelo torpemente.

Bambi al principio se alegró al ver la nieve. El aire estaba silencioso y apacible mientras descendían aquellas estrellas blancas planeando; el mundo tenía un aspecto completamente nuevo. Se había vuelto más luminoso, incluso más alegre, en opinión de Bambi, y cuando salía el sol un ratito, todo se iluminaba; la capa blanca de nieve brillaba y resplandecía con tal intensidad que le cegaba a uno por completo.

Sin embargo, pronto dejó Bambi de alegrarse de la nieve, ya que cada vez se iba haciendo más difícil encontrar alimento. Había que escarbar la nieve y costaba mucho hallar una brizna de hierba marchita. Además, la nieve cortaba en las patas y había que tener cuidado de no lastimarse los pies. Gobo ya los tenía lastimados. Claro que Gobo era de los que no aguantaban mucho, cosa que preocupaba a su madre.

Ahora frecuentemente estaban juntos y hacían más vida social que antes. Ena acudía siempre con sus hijos. Ultimamente también se movía en su círculo Marena, una joven corza. Pero la que más contribuía al entretenimiento de todos era la anciana Netla. Vivía sola y tenía sus propias ideas acerca de todo.

—No —decía—, ya no quiero saber nada de hijos. Ya estoy harta de esa broma.

Entonces solía preguntarle Falina:

—¿Por qué estás harta de hijos si son una broma?

Y Netla hacía como que se enojaba, y decía:

—Pero son una broma pesada, y ya tengo bastantes.

Todos se divertían muchísimo. Se sentaban y se ponían a charlar. Los pequeños nunca habían oído tantas cosas.

Incluso algún príncipe que otro se reunía ahora con ellos. Al principio, estas reuniones eran un poco ceremoniosas, sobre todo porque los pequeños todavía estaban un poco tímidos. Pero aquello pasó pronto y las reuniones se hicieron muy amenas. Bambi admiraba al príncipe Rono, que era un señor respetable, y quería con locura al joven y hermoso Karus. Se les habían caído las cuernas, y Bambi observaba a menudo las dos manchas redondas, de color gris pizarra, que destacaban en la cabeza de los príncipes; eran tersas, relucientes y con muchos puntitos. Les daban una apariencia muy distinguida.

Lo más emocionante era cuando uno de los príncipes hablaba de «él». Rono tenía un bulto gordo, cubierto de pelo, en la pata delantera izquierda. Como cojeaba de esa pata, solía decir a veces:

—¿Se nota que cojeo?

Y todos se apresuraban a asegurarle que no se notaba lo más mínimo. Eso era lo que Rono quería oír. Y a decir verdad, se notaba muy poco.

—Pues sí —continuaba luego—, en aquella ocasión me libré de una buena.

Y luego contaba cómo «él» le había sorprendido y le había lanzado su fuego. Pero sólo le había alcanzado esa pata. Y le dolió como para volverse loco, cosa nada extraña, pues se le rompió el hueso. Pero Rono no perdió la calma, sino que echó a correr con tres patas, sin detenerse a pesar del cansancio, pues se daba cuenta de que le perseguían. Corrió y corrió hasta que llegó la noche. Luego se permitió un descanso. Pero a la mañana siguiente continuó andando hasta que se sintió seguro. Entonces se curó; se quedó solo y escondido, y esperó a que se le curara la herida. Por fin, salió convertido en un héroe. Cojeaba, pero apenas se le notaba.

Como ahora todos se reunían tan a menudo y durante tanto tiempo para contar toda clase de historias, Bambi oyó hablar de «él» más que antes. Hablaban del aspecto tan horrible que tenía. Nadie soportaba mirar aquel rostro tan pálido. Bambi ya lo sabía por propia experiencia. También hablaban del olor que despedía; sobre esto también podía haber hablado Bambi, pero era lo suficientemente bien educado como para no mezclarse en la conversación de los mayores. Decían que ese olor cambiaba de una vez a otra de manera misteriosa y que, sin embargo, se reconocía inmediatamente, ya que siempre era muy peculiar, excitante, indescriptible, misterioso; un espanto, en suma. Hablaban de que «él» sólo se valía de dos patas para andar y de la extraordinaria fuerza de sus dos manos. Algunos no sabían con exactitud lo que eran las manos. Y cuando los otros se lo explicaron, dijo Netla:

—Yo no encuentro nada sorprendente en ello. La ardilla hace exactamente igual todo eso que estáis describiendo y cualquier ratoncillo tiene las mismas habilidades.

Y volvió la cabeza con gesto desdeñoso.

—¡Oh, no! —gritaron los otros dándole a entender que no era lo mismo ni mucho menos.

Pero Netla no se achantaba así como así:

—¿Y qué me decís del halcón? —dijo—. ¿Y del ratonero*? ¿Y de la lechuza? Esos no tienen más que dos patas, y cuando quieren coger algo, como vosotros lo llamáis, se apoyan sobre una pata y con la otra lo cogen. Eso es mucho más difícil; seguro que «él» no es capaz de hacerlo.

Netla no se mostraba en absoluto dispuesta a admirar nada relacionado con «él». Le odiaba con toda su alma.

—Es repugnante —dijo, y de ahí no había quien la sacara.

Tampoco le llevó nadie la contraria, pues ninguno sentía simpatía por «él». Pero la cosa se complicó cuando alguien dijo que «él» tenía una tercera mano; no sólo dos manos, sino tres.

—Eso son habladurías —decidió Netla sin más ni más—. Yo no me lo creo.

—¿Ah, no? —intervino Rono—. ¿Entonces con qué me destrozó la pata? ¿Quiere explicármelo?

Netla respondió tan tranquila:

—Eso es asunto suyo. A mí no me ha destrozado nada.

La tía Ena dijo:

—Yo he visto muchas cosas en la vida y creo que si dicen que tiene una tercera mano, algo de verdad habrá en ello.

El joven Karus observó cortésmente:

—En eso no puedo por menos de darle la razón. Yo soy amigo de una corneja…

Se calló un momento abochornado y miró a todos uno por uno, como temiendo que se rieran de él. Pero al ver que le escuchaban atentamente, continuó:

—Esa corneja es muy instruida, todo hay que decirlo. Es asombrosamente instruida. Y me contaba que «él» tiene, en efecto, tres manos, pero no siempre. La tercera mano, dice la corneja, es la mala. No forma parte de su cuerpo como las otras dos, sino que la lleva colgada del hombro. La corneja dice que ella sabe muy bien cuándo es peligroso «él» o alguno de su raza y cuándo no lo es. Dice que cuando se acerca sin la tercera mano, entonces no es peligroso.

Netla se echó a reír:

—Tu corneja es una tonta, mi querido Karus. Díselo de mi parte. Si fuera tan lista como se cree, sabría que «él» siempre es peligroso. Siempre.

Pero los otros hicieron algunas objeciones. La madre de Bambi opinó:

—Sin embargo, algunos de «ellos» no son nada peligrosos. Eso se nota en seguida.

—¿Ah, sí? —preguntó Netla—. ¿Tú eres de las que te quedas quieta hasta que se acercan y luego les das los buenos días?

La madre de Bambi contestó amablemente:

—Claro que no me quedo parada; echo a correr.

Y Falina soltó:

—¡Hay que correr siempre!

Todos se echaron a reír.

Pero cuando siguieron hablando de la tercera mano, se pusieron serios y poco a poco se les fue metiendo el miedo en el cuerpo. Y es que fuera lo que fuera, tercera mano o cualquier otra cosa, era terrible y no lo entendían. La mayoría sólo lo sabía por los relatos de los otros, y algunos de ellos lo habían visto por sí mismos. Decían que «él» estaba generalmente de pie, lejos y sin moverse; era inexplicable lo que hacía, porque de repente sonaba un estampido similar al del trueno, salía fuego, y lejos de «él» uno se desplomaba con el pecho destrozado y moría.

Mientras hablaban de eso, todos se iban encogiendo como si sintieran una oscura fuerza que los dominara misteriosamente. Escuchaban con avidez muchas historias, todas ellas llenas de horrores, de sangre y de calamidades. Incansables, tomaban nota de todo lo que se hablaba. Seguramente eran historias inventadas, cuentos y leyendas que databan de tiempos de los abuelos y de los bisabuelos; en todas ellas trataban de averiguar inconscientemente, aterrorizados, cómo podrían aplacar ese poder siniestro o de qué manera podrían escapar a él.

—¿Cómo es posible —dijo el joven Karus muy preocupado— que estando «él» tan lejos le tire a uno al suelo?

—¿No te lo ha explicado la lista de la corneja? —se burló Netla.

—No —dijo Karus sonriente—. Ella dice que aunque lo ha visto muchas veces, nadie es capaz de explicarlo.

—Pues «él» puede derribar a una corneja del árbol cuando quiera —observó Rono.

—Y es capaz de pillar al faisán en el aire —añadió la tía Ena.

La madre de Bambi dijo:

—«El» lanza su mano. Mi abuela me lo contó.

—¿De veras? —preguntó Netla—. ¿Y entonces qué es lo que produce ese horrible estruendo?

—Cuando se desprende de su mano —explicó la madre de Bambi—, se enciende súbitamente el fuego y retumba como un trueno. «El» está lleno de fuego por dentro.

—Perdone —dijo Rono—. Es cierto que por dentro está lleno de fuego, pero eso de la mano es un error. Una mano no podría causar tales heridas. Usted misma tiene que reconocerlo. Más bien debe de ser un diente lo que nos arroja. ¿No le parece? Un diente explicaría muchas cosas; uno puede morir de una mordedura.

El joven Karus suspiró profundamente:

—¿No dejará de perseguirnos nunca?

Entonces habló Marena, la joven corza:

—Yo creo que algún día vendrá a vivir con nosotros y se hará pacífico como nosotros. Jugaremos con él, todo el bosque será feliz y nos reconciliaremos.

Netla exclamó, riéndose:

—Que se quede donde está y que nos deje en paz.

La tía Ena dijo en tono de amonestación:

—No se debe decir una cosa así.

—¿Y por qué no? —replicó Netla acalorada—. ¡Reconciliarnos! ¡No me cabe en la cabeza! Ha estado matándonos desde que tenemos memoria. Nos ha matado a todos: a nuestras hermanas, a nuestras madres, a nuestros hermanos. Desde que vinimos al mundo no nos ha dejado en paz. Nos mata allá donde estemos. ¿Y pretendéis que nos reconciliemos con «él»? ¡Vaya tontería!

Marena miró a todos con sus ojos grandes, serenos, brillantes.

—La reconciliación no es ninguna tontería —dijo—. Algún día llegará.

Netla se dio media vuelta:

—Voy a buscar algo de comer —dijo, y se fue corriendo.

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