Bambi

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Un día fueron a ver el pequeño claro situado en las profundidades del bosque, donde Bambi se encontrara la última vez con el viejo príncipe. Bambi hablaba de él a Falina con gran entusiasmo.

—Tal vez nos lo volvamos a encontrar. Le echo de menos.

—Ya me gustaría —dijo Falina sin vacilar—. La verdad es que tengo ganas de charlar con él.

Pero no era sincera, pues aunque sentía curiosidad por conocerle, en el fondo el viejo le daba miedo.

El cielo se iba poniendo de color gris claro; estaba a punto de salir el sol.

Caminaban en silencio el uno junto al otro; aquí y allá había matas y arbustos sueltos que permitían ver en todas direcciones. No lejos de ellos se oyó un crujido de ramas. Inmediatamente se detuvieron y se pusieron a mirar. Lenta y majestuosamente avanzaba el ciervo* hacia el claro a través de los arbustos. En aquella penumbra, donde los colores aún no eran definidos, parecía una gigantesca sombra grisácea.

Falina soltó un grito sin darse cuenta. Bambi se dominó. Estaba igualmente asustado y sentía las ganas de gritar en la garganta. Pero la voz de Falina sonaba tan indefensa que sintió compasión por ella y se contuvo para así consolarla.

—¿Qué te pasa? —susurró muy interesado; aunque le temblaba la voz—. ¿Qué te pasa? ¡Pero si no nos va a hacer nada!

Falina no paraba de gritar.

—No te pongas tan nerviosa, querida mía —le rogó Bambi—. Resulta ridículo asustarse siempre tanto con estos animales. Al fin y al cabo son parientes nuestros.

Pero Falina no quería saber nada de semejante parentesco. Seguía rígida chillando sin cesar y mirando al ciervo, que caminaba tan tranquilo.

—Cálmate —le imploró Bambi—. ¿Qué va a pensar de nosotros?

Pero no había manera de tranquilizar a Falina.

—Que piense lo que quiera —dijo, y volvió a gritar—: ¡Ba-oh! ¡Ba-oh! Es una exageración lo grande que es.

Y siguió gritando:

—¡Ba-oh! Déjame, no puedo evitarlo. Tengo que gritar. ¡Ba-oh! ¡Ba-oh! ¡Ba-oh!

El ciervo estaba ahora en el pequeño claro del bosque y buscaba cuidadosamente entre la hierba algún bocado exquisito.

Bambi, que tan pronto miraba a la enloquecida Falina como al pacífico ciervo, se rebeló de pronto. Al tratar de infundir aliento a Falina, había vencido su propio miedo. Ahora se reprochó a sí mismo el lamentable estado en que se ponía cada vez que veía al ciervo. Era siempre el mismo estado: una mezcla molesta de espanto, irritación, admiración y sumisión.

—Esto no tiene sentido —dijo con resolución—. Voy a ir derecho a conocerle.

—¡No hagas eso! —gritó Falina—. ¡No hagas eso! ¡Ocurrirá una desgracia! ¡Ba-oh!

—Voy a ir sin falta —respondió Bambi.

Al ver al ciervo, que se estaba dando un banquete tan tranquilo sin preocuparse lo más mínimo por la llorosa Falina, le pareció demasiado arrogante. Bambi se sentía herido y humillado.

—Voy a ir —dijo—. Cállate. Ya verás cómo no pasa nada. Espérame aquí.

Bambi fue, en efecto, pero Falina no esperó. No tenía ganas de esperar, ni tampoco el valor suficiente. De manera que se dio media vuelta y echó a correr gritando, pues le parecía que era lo mejor que podía hacer. Y todo el rato se la oía gritar:

—¡Ba-oh! ¡Ba-oh!

A Bambi le hubiera gustado seguirla, pero ya no se podía. Hizo un esfuerzo y avanzó. A través del ramaje vio al ciervo en el claro con la cabeza agachada.

Nada más salir, Bambi notó cómo le latía el corazón.

El ciervo levantó en seguida la cabeza y miró hacia donde se hallaba Bambi. Luego miró distraídamente a un punto perdido.

A Bambi le pareció de lo más arrogante tanto la forma que había tenido el ciervo de mirarle como la manera de mirar ahora a un punto perdido, igual que si no hubiera nadie.

Bambi no sabía qué hacer. Había salido con la firme resolución de hablar al ciervo. Tenía la intención de decirle: «Buenos días, me llamo Bambi. ¿Tendría la amabilidad de decirme su nombre?»

Se había imaginado que era algo sencillo, y ahora se veía que la cosa no era tan fácil. ¿De qué servía ir con la mejor intención? Bambi no quería ser descortés, y eso es lo que sería si se iba de allí sin decir una palabra. Tampoco quería ser importuno, y eso es lo que sería si empezaba a hablar.

Allí seguía el ciervo, con una majestuosidad indignante. Bambi estaba cautivado y al mismo tiempo se sentía humillado. En vano trataba de reaccionar y se repetía una y otra vez el mismo pensamiento: «¿Por qué me voy a dejar intimidar? Yo valgo tanto como él; exactamente lo mismo.»

De nada servía. Bambi seguía intimidado, y en el fondo de su ser notaba que no valía tanto como él. Ni mucho menos. Se sentía muy miserable, y recurrió a todas sus fuerzas para conservar en alguna medida la compostura.

El ciervo le miró y pensó: «Es precioso… Es encantador… ¡Qué hermoso, qué gracioso, qué modales más delicados! Pero no debo mirarle de esta manera; no está bien. Además podría turbarle.»

Y volvió a mirar al vacío.

«¡Qué mirada más arrogante! —pensó Bambi—. ¡Es intolerable! ¿Qué se habrá creído?»

El ciervo pensó: «Me gustaría hablar con él. Parece tan simpático… ¡Qué tontería que no nos hablemos nunca!» Y miró pensativo a un punto distante.

«Le importo un comino —se dijo Bambi—. Esa especie se comporta siempre como si estuviera completamente sola en el mundo.»

«Pero, ¿qué le puedo decir? —reflexionó el ciervo—. No tengo ninguna práctica en hablar. Diré una tontería y haré el ridículo, porque seguro que él es muy listo.»

Bambi se armó de valor y miró fijamente al ciervo. «¡Qué espléndido es!», pensó desesperado.

«En fin, tal vez en otra ocasión…», decidió por fin el ciervo, y se marchó insatisfecho, aunque majestuoso.

Bambi se quedó atrás, lleno de amargura.

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