Bambi

Bambi


[15]

Página 19 de 37

No

[

1

5

]

Unos días más tarde, iban los dos juntos caminando despreocupadamente por el joven y apretado bosque de robles situado al otro lado del prado. Querían atravesar el prado y tomar su viejo camino pasando por el roble alto. Cuando la vegetación se fue haciendo menos tupida, se detuvieron y atisbaron la pradera. Allá, junto al roble, se movía algo rojizo.

—¿Quién será? —susurró Bambi.

—Probablemente Rono o Karus —dijo Falina.

Bambi lo puso en duda:

—No creo que se atrevan a acercarse a mí —Bambi miró con más atención—. No —decidió—, no es ni Karus ni Rono. Es un desconocido.

Falina, asombrada y llena de curiosidad, le dio la razón.

—Es verdad, es un desconocido. Ahora yo también lo veo muy bien.

Se pusieron a observarle.

—¡Con cuánta desenvoltura se comporta! —exclamó Falina.

—Es un tonto —dijo Bambi—. Un verdadero tonto. Se comporta como una criatura pequeña, como si no hubiera el menor peligro.

—Acerquémonos —propuso Falina, que sentía muchísima curiosidad.

—Está bien —contestó Bambi—. Tengo que observar a ese tipo de cerca.

Dieron unos cuantos pasos y Falina se quedó parada:

—Pero… si se pone a pelear contigo… Ten en cuenta que es fuerte.

—Bah —dijo Bambi inclinando la cabeza a un lado gesto despectivo—. Mira las astas tan pequeñas que tiene. ¿Crees que le puedo tener miedo? Ese tipo es gordo y grasiento, pero no creo que sea fuerte. Venga, vamos.

Avanzaron.

El otro estaba ocupado en mordisquear tallos de hierba y sólo se dio cuenta de su presencia cuando ya habían recorrido un buen trecho de pradera. En seguida salió corriendo a su encuentro. Se puso a dar saltos alegres y juguetones; daba una impresión muy infantil. Bambi y Falina, desconcertados, se quedaron quietos esperándole. Cuando estaba a unos pasos de distancia, se detuvo también él.

Al cabo de un rato les preguntó:

—¿No me reconocéis?

Bambi agachó la cabeza, dispuesto para el combate.

—¿Nos conoces tú a nosotros…? —replicó.

El otro le cortó la palabra:

—¡Pero, Bambi! —exclamó en tono de reproche, aunque con familiaridad.

Bambi se sorprendió al oír que lo llamaba por su nombre. El recuerdo de aquella voz hizo que le diera un vuelco el corazón, pero ya Falina había pegado un salto hacia el extraño.

—¡Gobo! —gritó, y se quedó muda, inmóvil, sin respiración.

—Falina —dijo Gobo en voz baja—. Falina, hermana mía, me has reconocido.

Se acercó a ella y la besó en el hocico. Las lágrimas corrían por sus mejillas.

También Falina lloraba y no podía hablar.

—Vaya, Gobo… —comenzó a decir Bambi.

Le temblaba la voz. Estaba muy emocionado, profundamente conmovido y asombrado a la vez.

—Vaya, Gobo… ¿No estás muerto?

Gobo se echó a reír.

—Pues ya ves. Creo que se me nota que no estoy muerto, ¿no?

—Pero… aquel día… en la nieve… —insistió Bambi.

—¿Aquel día? —dijo Gobo ufanándose un poco—. Aquel día me salvó «él».

—¿Y dónde has estado todo este tiempo? —le preguntó Falina perpleja.

Gobo contestó:

—Con «él». Todo el rato he estado con «él».

Luego se calló, miró a Falina y a Bambi, y se regodeó con su desconcierto. Después añadió:

—Sí, queridos míos, he vivido muchas cosas, más que todos vosotros juntos en vuestro bosque.

Sonaba un poco fanfarrón, pero aún estaban tan confusos por la enorme sorpresa que no lo notaron.

—Cuenta, cuenta —dijo Falina fuera de sí.

—¡Oh! —dijo Gobo con satisfacción—. Podría estar contando días y días y no terminaría nunca.

Bambi le dijo impaciente:

—Venga, cuenta.

Gobo se dirigió a Falina y se puso serio:

—¿Vive todavía mamá? —preguntó vacilante y en voz baja.

—¡Sí! —exclamó Falina con regocijo—. Aún vive, pero hace mucho que no la veo.

—Quiero ir a verla ahora mismo —dijo Gobo—. ¿Venís conmigo?

Los tres se pusieron en marcha.

En todo el camino no hablaron ni una palabra. Bambi y Falina se daban cuenta del deseo y de la impaciencia que sentía Gobo por ver a su madre; por eso permanecieron en silencio. Gobo avanzaba deprisa y callado. Los otros le dejaban hacer lo que quisiera.

Sólo a veces, cuando, ciego como iba, pasaba de largo un cruce de caminos y seguía recto, o cuando de pronto le entraban las prisas y tomaba otra dirección, le decían en voz muy baja: «por allí», o bien: «no, ahora es por aquí».

Unas cuantas veces tuvieron que atravesar grandes claros. Les llamó la atención que Gobo nunca se quedaba parado en la linde del bosque, nunca miraba a su alrededor ni un solo momento para cerciorarse antes de salir a descubierto, sino que simplemente salía corriendo sin la menor precaución. Bambi y Falina cambiaban miradas de estupor cada vez que ocurría eso. Pero no decían ni una palabra y le seguían demorándose un poco.

Caminaron mucho tiempo de un lado a otro, buscando por todas partes.

De repente, Gobo reconoció los caminos de su infancia. Estaba emocionado; no se daba cuenta de que eran Bambi y Falina quienes le habían guiado. Mirándolos, les dijo:

—¿Qué os parece lo bien que he encontrado el camino?

No dijeron nada; únicamente cambiaron una mirada.

Poco después llegaron a un pequeño escondrijo rodeado de hojas.

—¡Mira! —dijo Falina, y se deslizó hacia dentro.

Gobo la siguió y se detuvo. Era el escondrijo en el que habían venido los dos al mundo y donde habían vivido de pequeños con su madre. Gobo y Falina se miraron de cerca a los ojos. No dijeron una sola palabra. Falina besó tiernamente a su hermano en el hocico. Luego siguieron corriendo.

Anduvieron más o menos una hora de acá para allá. El sol se filtraba cada vez más por las ramas y el bosque iba sumiéndose en un silencio cada vez mayor. Era la hora de tumbarse a descansar. Pero Gobo no se sentía cansado. Seguía avanzando presuroso, jadeaba de impaciencia y nerviosismo, y miraba desorientado a su alrededor. Se estremecía cada vez que le pasaba velozmente una comadreja por entre los pies. Todo el rato estaba a punto de pisar a los faisanes, pegados al suelo, y cuando éstos alzaban el vuelo con gran murmullo de alas y regañándole, se asustaba terriblemente. Bambi se asombraba de la manera extraña y ciega que tenía Gobo de caminar.

Gobo se detuvo y se volvió a los dos:

—No la encuentro —balbuceó desesperado.

Falina le tranquilizó:

—En seguida —dijo conmovida—; en seguida, Gobo.

Gobo tenía otra vez la expresión de desaliento que tan bien conocía ella.

—¿Quieres que la llamemos? —dijo Falina sonriente—. ¿Quieres que llamemos como cuando éramos pequeños?

Bambi siguió andando. A los pocos pasos vio a la tía Ena. Ya se había echado a descansar a la sombra de un avellano.

«¡Por fin!», se dijo para sus adentros.

En ese mismo momento aparecieron Gobo y Falina. Los tres se quedaron mirando a Ena, que había levantado un poco la cabeza y los miraba somnolienta.

Gobo dio unos cuantos pasos inseguros y dijo en voz baja:

—Mamá.

Esta se levantó como si la hubiera despertado un trueno y se quedó inmóvil, clavada en el suelo. Gobo dio un salto hacia ella.

—Mamá… —comenzó de nuevo, y quería hablar, pero no le salía ni una palabra.

La madre le miró de cerca a los ojos. Pronto desapareció su rigidez; temblaba tanto que se le estremecían los hombros y el lomo.

No preguntó nada, no pidió ninguna explicación, no exigió que le contara nada. Lentamente fue besando a Gobo en el hocico, en las mejillas, en el cuello; no cesaba de lavarle con sus besos, igual que hiciera en otro tiempo, cuando lo trajo al mundo.

Bambi y Falina se alejaron.

Ir a la siguiente página

Report Page