Bambi

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Bambi estaba solo. Iba andando junto al río, que fluía silenciosamente entre sauces y cañaverales.

Desde que vivía solo, iba a menudo por esa parte. Allí había pocos caminos y casi nunca se encontraba con ninguno de los suyos. Pero eso era precisamente lo que quería. Ultimamente tenía pensamientos serios y el ánimo apesadumbrado. No sabía lo que le pasaba ni tampoco pensaba en ello. Cavilaba sin orden, embrolladamente, y le parecía como si la vida entera se hubiera vuelto de pronto más confusa.

Solía quedarse mucho tiempo junto a la orilla del río. La corriente de agua, que allí describía una suave curva, ofrecía una amplia vista. El aire fresco del oleaje le traía olores refrescantes, acres, desacostumbrados, que despertaban en él sensaciones de seguridad y despreocupación. Bambi se quedaba mirando los patos que allí se reunían. Hablaban sin cesar entre sí, amables, serios e inteligentes. Había unas cuantas madres, y cada una estaba rodeada de una multitud de patitos, que eran continuamente aleccionados y que aprendían infatigablemente. De vez en cuando una u otra madre daba una señal de aviso. Entonces los patitos se dispersaban rápidamente hacia todos lados; se deslizaban sin demora en completo silencio. Bambi veía cómo los más pequeños, los que aún no sabían volar, se internaban con cuidado en los apretados cañaverales, sin rozar un solo junco, para que su oscilación no pudiera delatarlos. Veía cómo sus pequeños cuerpos de color oscuro se deslizaban lentamente por entre los juncos. Luego ya no veía nada. Pero bastaba una sola llamada de la madre para que otra vez aparecieran todos. En un santiamén se volvía a juntar la escuadrilla y todos empezaban a cruzarse de nuevo entre sí. Bambi se asombraba cada vez que los veía. Era como un espectáculo de acrobacia.

Después de una de esas voces de alarma, Bambi preguntó una vez a una de las madres:

—¿Qué pasaba antes? He prestado mucha atención, pero no he notado nada.

—No era nada —respondió la pata.

Otra vez dio la señal de aviso uno de los patitos, giró a toda velocidad, se dirigió a través de los juncos hacia la orilla, donde se encontraba Bambi, y se subió a ella.

Bambi preguntó al pequeño:

—¿Qué ha pasado ahora? Yo no he notado nada.

—No era nada —dio el patito por respuesta.

Se sacudió con la sabiduría de un viejo las plumas de la cola, se las cubrió cuidadosamente con las puntas de las alas y volvió al agua.

Bambi se fiaba de los patos. Comprendió que estaban más atentos que él, que oían más y veían mejor. Cuando estaba allí, cedía un poco la constante tensión en la que se hallaba normalmente.

Además le gustaba hablar con los patos. No decían las tonterías que tantas veces había oído en boca de otros. Hablaban del ancho cielo, del viento y de lejanos campos en los que se podían saborear manjares exquisitos.

Una vez vio Bambi una cosa pequeña que volaba por el aire dando respingos; recorría la orilla como un rayo de color de fuego.

—¡Srriii! —gritó el martín pescador, y pasó volando.

Era apenas un puntito que aleteaba muy ruidosamente; de pronto despidió un destello verde, otro azul, otro rojo, y desapareció. Bambi se quedó maravillado; quiso ver al extraño desconocido de cerca y le llamó.

—No se moleste —dijo el carricero* desde los apretados juncos—. No se moleste, que no le va a contestar.

—¿Dónde está usted? —dijo Bambi buscando por entre el cañaveral.

Pero el carricero se echó a reír desde el extremo contrario.

—¡Aquí estoy! Ese tipo gruñón al que ha llamado antes no habla con nadie. Es absolutamente inútil llamarle.

—¡Qué hermoso es! —dijo Bambi.

—Pero malo —respondió el carricero desde otro sitio.

—¿Por qué cree eso? —le preguntó Bambi.

El carricero le contestó desde otro sitio distinto:

—Pase lo que pase, no se preocupa por nadie ni por nada. Nunca saluda ni contesta a ningún saludo. Cuando hay peligro por las proximidades, no da una señal a nadie. Todavía no ha dirigido la palabra nunca a nadie.

—Pobre —dijo Bambi.

El carricero siguió hablando; su voz alegre y aflautada venía ahora de otro sitio:

—A lo mejor se cree que le envidiamos porque tenga unas cuantas plumas de colores y no quiere que nadie le vea de cerca.

—Tampoco usted se deja ver —dijo Bambi.

Al momento se puso el carricero delante de él.

—En mí no hay nada que ver —dijo con sencillez.

Allí estaba, delgadito y brillante por el agua, con un traje sin adornos y una linda silueta; inquieto, sin parar de moverse y satisfecho. En un santiamén volvió a desaparecer.

—No entiendo cómo se puede estar tanto tiempo en el mismo sitio —gritó desde el agua.

Y cambiando otra vez de sitio, añadió:

—Es aburrido y peligroso quedarse tanto tiempo en el mismo sitio.

Y desde otro lugar distinto, dijo dando gritos de regocijo:

—¡Hay que moverse! ¡Si se quiere vivir seguro y comer bien, hay que moverse!

Un leve crujido de los tallos de hierba sobresaltó a Bambi. Miró a su alrededor. En la pendiente de la orilla vio un resplandor rojizo que desaparecía por los juncos. Al mismo tiempo le llegó un olor cálido y penetrante. A lo lejos se deslizaba el zorro. Bambi quiso avisar dando patadas en el suelo, pero de pronto se oyó un ruido en el cañaveral, súbitamente partido en dos por el salto del zorro. Después, un chapoteo en el agua y el grito desesperado de un pato. Bambi oyó crepitar sus alas, vio su cuerpo blanco destacando en mitad de lo verde y, finalmente, vio cómo sus alas azotaban con fuerza las mejillas del zorro. Luego se hizo el silencio.

Poco después el zorro subió la pendiente de la orilla sosteniendo el pato en las fauces. El cuello le colgaba sin vida; las alas aún se movían un poco, pero el zorro no le daba ninguna importancia. Este lanzó a Bambi de refilón una mirada burlona y punzante, y se internó lentamente en la espesura.

Bambi se quedó inmóvil.

Algunos de los patos más viejos habían echado a volar ruidosamente y huían despavoridos en medio de un gran desconcierto. El carricero lanzaba agudos gritos de aviso hacia todos lados. Los herrerillos trinaban excitados entre los arbustos. Los patitos más jóvenes recorrían huérfanos el cañaveral y se lamentaban en voz baja.

El martín pescador pasó a lo largo de la orilla dando respingos.

—¡Por favor! —le gritaron los patitos—. Por favor, ¿ha visto a nuestra madre?

—¡Srriii! —chilló el martín pescador despidiendo un destello—. ¡A mí qué me importáis!

Bambi se dio la vuelta y se fue. Caminó por un tupido campo de varas de oro, recorrió una llanura de altas hayas y atravesó un viejo avellanar, hasta llegar a la gran hondonada. Por allí se quedó vagando con la esperanza de encontrarse con el viejo. Hacía mucho que no le veía: desde la muerte de Gobo.

De pronto le vio de lejos y corrió a su encuentro.

Caminaron un rato en silencio el uno al lado del otro. Luego preguntó el viejo:

—¿Siguen hablando mucho de él?

Bambi comprendió que se refería a Gobo, y contestó:

—No lo sé… Ahora estoy casi siempre solo —vaciló un instante—, pero yo pienso mucho en él.

—¿Así que ahora estás solo? —dijo el viejo.

—Sí —respondió Bambi expectante, pero el viejo permaneció en silencio.

Siguieron andando. De repente el viejo se quedó quieto.

—¿No oyes nada?

Bambi escuchó. No, no oía nada.

—Ven —dijo el viejo, y salió corriendo.

Bambi le siguió.

De nuevo se detuvo el viejo.

—¿Sigues sin oír nada?

Entonces Bambi oyó un ruido que no comprendió. Era como si alguien estuviera aplastando ramas y éstas recuperaran tercamente su posición. Al mismo tiempo se oían unos golpes sordos e irregulares contra el suelo.

Bambi ya se disponía a huir.

—Ven —dijo el viejo corriendo en la dirección del ruido.

Bambi, a su lado, se atrevió a preguntarle:

—¿No hay peligro allí?

—Sí —respondió el viejo en tono sombrío—. Ahí está el gran peligro.

Pronto vieron cómo las ramas de los arbustos se movían bruscamente a intervalos, como si alguien las sacudiera y tirara de ellas desde abajo. Se acercaron y vieron una pequeña senda entre los arbustos.

La amiga liebre yacía en el suelo revolcándose de un lado a otro; pataleaba, se quedaba quieta, volvía a patalear, y a cada uno de esos movimientos tiraba de las ramas que había sobre ella.

Bambi se apercibió de una línea oscura parecida a un zarcillo; bajaba tensa desde una rama hasta la liebre y le rodeaba el cuello.

La liebre debió oír que se acercaba alguien. Se lanzó al aire como loca, cayó al suelo; quería huir, daba vueltas derribada por la hierba y pataleaba.

—¡Estáte quieta! —le ordenó el viejo.

Luego, apiadándose de ella, le repitió de cerca con una voz suave, que a Bambi le llegó al alma:

—Estáte tranquila, amiga liebre, que soy yo. No te muevas ahora. Quédate muy quieta ahí tumbada.

La liebre permaneció inmóvil pegada al suelo. Tenía la respiración agitada y roncaba levemente.

El viejo cogió con la boca la rama con el extraño zarcillo, la bajó, la pisó hábilmente, la sujetó al suelo bajo las fuertes pezuñas de sus pies y la partió de un solo golpe con sus astas.

Luego se inclinó sobre la liebre.

—Estáte quieta, aunque te duela —dijo.

Con la cabeza de lado, colocó una punta del asta pegada a la nuca de la liebre, la apretó contra la piel de detrás de las orejas, palpó con ella y cabeceó. La liebre empezó a retorcerse.

Inmediatamente el viejo se echó hacia atrás.

—¡Quieta! —le ordenó—. ¡Es cuestión de vida o muerte!

Y comenzó de nuevo. La liebre yacía quieta y respiraba broncamente. Bambi, a su lado, miraba mudo de asombro.

El viejo había conseguido meter una de las astas por debajo del lazo apretando con fuerza la piel de la liebre. Medio arrodillado, giró la cabeza como si fuera a taladrar a la liebre y metió el asta más y más por debajo del lazo, hasta que éste por fin cedió y empezó a aflojarse.

La liebre tomó aire y al momento se desahogó del miedo y de los dolores acumulados.

—¡I-i-ih! —lloró quejumbrosamente.

El viejo interrumpió la tarea.

—Cállate —le dijo reprendiéndole un poco—. Venga, cállate.

Tenía la boca junto al hombro de la liebre y una punta del asta entre las orejas; parecía como si hubiera ensartado a la liebre.

—¿Cómo puedes ser tan tonta y ponerte a llorar ahora? —gruñó sin severidad alguna—. ¿Es que quieres que venga el zorro? Pues entonces estáte quieta.

El viejo prosiguió su tarea despacio, con cuidado y con esmero. De repente, el lazo cedió del todo. La liebre se escurrió para fuera; estaba libre sin que por el momento lo supiera. Dio un paso y se sentó medio atolondrada. Luego se fue brincando; al principio despacio, tímidamente, y luego cada vez más aprisa. Finalmente se puso a correr a grandes saltos.

Bambi la siguió con la mirada.

—¡No da ni las gracias! —exclamó perplejo.

—Aún no sabe lo que hace —dijo el viejo.

El lazo estaba en el suelo en forma de redondel. Bambi le dio una patada y se oyó un ruido metálico. Bambi se asustó. Era un sonido que no pertenecía al bosque.

—¿Es cosa de «él»? —preguntó Bambi en voz baja.

El viejo asintió.

Siguieron andando en silencio el uno junto al otro.

—Ten cuidado —dijo el viejo— cuando vayas por la senda. Examina las ramas, lleva siempre las astas hacia adelante, subiéndolas y bajándolas, y en cuanto oigas ese ruido, date la vuelta inmediatamente. Y si es la época en que no tienes cuernas, entonces sé doblemente precavido. Yo hace mucho tiempo que ya no voy por las sendas.

Bambi se sumió en agitadas cavilaciones.

—Pero «él» no está —susurró para sus adentros profundamente asombrado.

El viejo respondió:

—No, ahora «él» no está en el bosque.

—¡Y, sin embargo, sí está! —dijo Bambi meneando la cabeza.

El viejo siguió diciendo con una voz llena de amargura:

—¿Qué fue lo que os dijo vuestro Gobo? ¿No os contó que «él» era todopoderoso y de una bondad infinita?

Bambi susurró:

—¿Acaso no es todopoderoso?

—En la misma medida en que es infinitamente bondadoso —dijo el viejo enojado.

Bambi dijo desalentado:

—Con Gobo… sí fue bondadoso.

El viejo se detuvo.

—¿Tú crees, Bambi? —preguntó con voz triste; era la primera vez que llamaba a Bambi por su nombre.

—No lo sé —exclamó Bambi atormentado—. No puedo entenderlo.

El viejo dijo con serenidad:

—Hay que aprender a vivir y a andar con cuidado.

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