Bambi

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Una noche impregnada del susurro de la caída de las hojas otoñales lanzó el autillo un grito estridente a través de las copas de los árboles. Luego esperó.

Bambi le había visto desde lejos por entre el escaso follaje de las ramas, y se detuvo.

El autillo se acercó volando y chilló con más fuerza. Luego esperó. Pero Bambi tampoco dijo nada.

El autillo ya no se pudo contener.

—¿No se ha asustado? —preguntó con disgusto.

—Claro que sí —respondió Bambi amablemente—. Un poco.

—Vaya, vaya —arrulló el autillo ofendido—. ¿Sólo un poco? Antes siempre se asustaba mucho. Era un verdadero placer ver cómo se asustaba. No sé a qué se deberá que ahora sólo se asuste un poco —dijo enfadado, y repitió—: Sólo un poco…

El autillo era ya viejo, y por eso era mucho más presumido y susceptible que antes.

Bambi iba a contestarle: «Antes tampoco me asustaba nunca. Sólo lo decía para alegrarle.» Pero prefirió guardarse esta confesión para sí. Le dio pena ver al bueno y viejo del autillo allí sentado, tan encolerizado, y trató de tranquilizarle.

—A lo mejor se debe a que en ese momento iba pensando en usted —dijo.

—¿Qué? —dijo el autillo recuperando la alegría—. ¿Qué? ¿Iba pensando en mí?

—Sí —respondió Bambi indeciso—, justo en el momento en que empezó a chillar. De lo contrario, naturalmente me habría asustado igual que siempre.

—¿De verdad? —arrulló el autillo.

Bambi no tuvo valor para negarlo. ¿Qué le costaba hacer que el pobre se alegrara?

—De verdad —le aseguró, y continuó—: Y menos mal, porque cuando le oigo así, de repente, me tiembla todo el cuerpo.

El autillo infló las alas y se puso como una bolita blanda de color castaño y gris claro; era feliz.

—Es muy amable por su parte haber pensado en mí…, muy amable —dijo con un suave arrullo—. Hacía mucho que no nos veíamos.

—Mucho tiempo, sí —dijo Bambi.

—¿Ya no va por los caminos de siempre? —preguntó el autillo.

—No —dijo Bambi pausadamente—, ya no voy por los caminos de siempre.

—Yo ahora también recorro más mundo que antes —observó el autillo en tono grandilocuente.

No mencionó que había sido desalojado de donde había nacido por otro autillo jovenzuelo y desconsiderado.

—No se puede uno quedar siempre en el mismo sitio —añadió, y esperó la respuesta.

Pero Bambi ya se había ido. Ahora se las apañaba casi tan bien como el viejo para desaparecer sin hacer ruido.

El autillo se indignó.

—¡Qué poca vergüenza! —arrulló para sus adentros.

Luego se sacudió, hundió el pico en el pecho y se puso a filosofar en silencio: «Con estos tipos tan distinguidos no hay amistad posible. Por muy amables que sean, un buen día se comportan como unos desvergonzados y le dejan a uno ahí plantado con cara de tonto, como a mí ahora.»

De repente cayó al suelo en vertical, como una piedra. Había visto un ratón y sólo le permitió chillar una vez entre sus garras. Como estaba hecho una furia, le despedazó y se zampó el pequeño bocado más aprisa que nunca. Luego echó a volar.

«¿Qué me importa a mí ese Bambi? —pensó—. ¿Qué me importa a mí toda la clase distinguida? Nada, no me importa nada.»

Empezó a gritar con un tono tan chillón y tan seguido que se despertaron unos palomos junto a los que pasó y salieron de su escondrijo agitando ruidosamente las alas.

La tormenta azotó el bosque durante muchos días arrancando las últimas hojas de las ramas. Ahora los árboles estaban completamente desnudos.

Un día volvía Bambi a casa al amanecer para dormir en el agujero junto al viejo.

En esto oyó una vocecita que le llamaba dos o tres veces seguidas. Se detuvo. Entonces bajó la ardilla como un rayo desde las ramas y se sentó frente a él en el suelo.

—¡Pero si es usted! —dijo con asombro y devoción—. Le he reconocido nada más pasar a mi lado, pero no me lo podía creer.

—¿Qué le trae por aquí? —preguntó Bambi.

La alegre carita de la ardilla adquirió una expresión muy afligida.

—Ha desaparecido el roble —comenzó en tono de queja—. Mi viejo y hermoso roble, ¿lo recuerda? Fue terrible. «El» lo derribó.

Bambi agachó la cabeza con tristeza. Lo sentía en el alma por aquel viejo y magnífico árbol.

—Fue todo tan rápido… —dijo la ardilla—. Todos los que vivíamos en el árbol huimos y nos pusimos a contemplar cómo «él» daba dentelladas con unos dientes enormes y muy brillantes. El árbol gritaba por la herida. Gritaba sin cesar, y también el diente gritaba. Era horrible oír aquello. Después, el pobre y hermoso árbol cayó. Fuera, en el prado, lloramos todos.

Bambi permanecía callado.

—En fin —suspiró la ardilla—, «él» lo puede todo. «El» es todopoderoso.

Miró a Bambi con sus ojos grandes y aguzó las orejas, pero Bambi permaneció callado.

—Ahora ninguno tenemos morada —continuó diciendo la ardilla—. No sé hacia dónde se habrán dispersado los otros. Yo he venido aquí, pero tardaré mucho en encontrar otro árbol como aquél.

«El viejo roble», dijo Bambi para sus adentros.

Lo conocía desde pequeño.

—¡No me puedo creer que sea usted! —dijo la ardilla alegrándose de nuevo—. Todos creíamos que habría muerto hace tiempo. Claro que de vez en cuando se decía que aún vivía, que éste o el otro le habían visto… Pero como no se sabía nada cierto, lo tomábamos por un rumor infundado —añadió lanzándole una mirada escudriñadora—. Pero, claro, como no volvía…

Se le notaba con cuánta curiosidad esperaba una respuesta.

Bambi permaneció callado. Pero también a él se le despertó una leve curiosidad. Quería preguntar por Falina, por la tía Ena, por Rono y por Karus, por todos los compañeros de su juventud. Pero permaneció callado.

La ardilla aún seguía sentada frente a él mirándole.

—¡Qué astas! —exclamó maravillada—. ¡Qué astas! Aparte del viejo príncipe, nadie tiene unas astas semejantes en todo el bosque.

En otro tiempo Bambi se hubiese sentido encantado y halagado por este elogio. Pero ahora se limitó a decir:

—Sí, puede ser.

La ardilla asintió con la cabeza.

—¡Será posible! —dijo asombrada—. ¡Pero si ya empieza a encanecer!

Bambi siguió andando.

La ardilla se dio cuenta de que la conversación había terminado y se subió a las ramas.

—¡Adiós! —gritó—. ¡Buenos días! Me alegro mucho de haberle visto. Cuando vea a alguno de sus viejos amigos, ya le diré que está vivo. Todos se van a alegrar.

Al oír esto, Bambi sintió de nuevo estremecerse levemente su corazón. Pero no dijo nada. «Hay que permanecer solo», le había enseñado el viejo cuando Bambi aún era pequeño. Y más tarde, hasta ese día, le había revelado muchos conocimientos y muchos secretos. Sin embargo, de todas sus enseñanzas, ésa había sido la más importante para él. Hay que permanecer solo. Si uno quería cuidarse, comprender la vida y alcanzar la sabiduría, tenía que permanecer solo.

—Pero —le había dicho Bambi una vez— nosotros dos estamos ahora siempre juntos.

—No será por mucho tiempo —le había respondido el viejo.

Eso había sido pocas semanas atrás.

Ahora Bambi se acordó de ello y también de que las primeras palabras que el viejo le dirigiera se habían referido a la soledad. Siendo Bambi todavía pequeño, estaba un día llamando a su madre, cuando de repente se le acercó el viejo y le preguntó:

—¿No sabes estar solo?

Bambi siguió andando.

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