Ballerina

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ACTO IV » 30

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Seguramente el lector se preguntaría por qué le resultó tan fácil a Aleksei dejar ir, aquel día en el puente de Zúrich, a Katerina si era su amor verdadero. Él, que era esa persona que no tenía ninguna duda de sus sentimientos, tenía la certeza de querer pasar el resto de su vida junto a Kat, convencido de que, si algún día la vida o las malditas circunstancias los separaban, él seguiría queriéndola porque, cuando alguien pasa a formar parte de ti, es imposible dejar de hacerlo. ¿Acaso se podría vivir sin una parte de tu cuerpo o de tu alma? Porque, como tantas veces le decía a la pequeña ballerina, ellos eran mucho más. Eran más que piel, gemidos y sudor. Eran sueños, conexión mágica y destino. Sin embargo, ese mismo destino, a veces, jugaba al ratón y al gato con las vidas de gente como ellos que, a pesar de quererse tanto, no fue suficiente en aquel momento, aunque eso lo explicarían ellos más adelante. Antes teníamos a Kat pegada al teléfono en un avión de regreso a casa; pero no, no a su casa en San Petersburgo, sino a su verdadero hogar, a Viena. Franz la había llamado la noche anterior a las tantas de la madrugada y le rogó que volviese. Colin, al ver su cara desencajada, presintió que algo estaba muy mal y abrió el ordenador para buscar un avión con celeridad. Y, a pesar de que le había pedido ir con ella, Katerina se negó. Ya era bastante terrible que ella tuviera que asumir las consecuencias de un despido por abandonar la compañía como para cargar a sus espaldas con otra.

Por fortuna, fueron benévolos con ella, más por propio interés que por otra cosa, pues el talento de Kat era algo que no podían perder bajo ningún concepto. Le dieron unas vacaciones indefinidas hasta que pusiera en orden algunos asuntos. Colin la envolvió en sus brazos, en el aeropuerto, antes de darle varios besos que le aportaran la fuerza suficiente para afrontar lo que tuviera que pasar en Viena.

Y, tras un vuelo transoceánico horroroso, con turbulencias incluidas, Kat llegó a casa. Max la recibió en la puerta con la mirada enternecedora de padre con la que siempre la miraba.

—Mein liebes Mädchen.[5] —Ella se lanzó a sus brazos con el brillo en sus ojos. No podía romperse, aún no. Necesitaba explicaciones, hablar con Franz largo y tendido y, después sí, después se encerraría a deshacerse en su habitación, a oscuras. Antes debía ser la persona fuerte que Aleksei siempre le había asegurado que era, más fuerte de lo que ella se creía.

Dejó las maletas y se llevó el coche de Max. Siguió las instrucciones de su amigo Franz y buscó el lugar donde la estaba esperando. Ese día, se dio cuenta de que apenas conocía el entorno del lugar que más amaba. A unos kilómetros, dio con el lugar donde su antiguo partenaire la esperaba. Aparcó el coche y subió andando una cuesta hacia el blanco edificio que aparecía ante ella. Unos jardines le dieron la bienvenida, una zona donde enfermeras paseaban con personas en silla de ruedas; otras estaban sentadas en bancos, charlando animadamente, e incluso le llegaba el eco de las risas.

Katerina inspiró, aún bastante en shock; no podía creerse la última conversación con Franz. Y ahí estaba él, frente a ella, con aspecto cansado; incluso se diría que parecía más envejecido. Kat corrió los metros que los separaban, que se le hicieron eternos, y se abrazó a él. Se escondió en su pecho, como tantas veces había hecho, y no pudo evitar que algunas lágrimas se deslizaran por sus mejillas. Él le acarició el pelo y le limpió las mejillas con los pulgares; la miró y, a pesar de todo, sonrió.

—Ven, sentémonos. —De la mano la llevó a uno de los bancos de las zonas ajardinadas. A pesar de ser otoño, el sol los calentaba, acompañado de una suave brisa—. ¿Qué tal el viaje?

—¿Quieres que empecemos por ahí? —preguntó, con el susto aún el cuerpo. Él se encogió de hombros y agarró su mano, esa que había echado tanto de menos y que tantísimas veces necesitó cuando todo se derrumbaba y sentía que no podía más.

—No sé si estás preparada para escucharlo todo —musitó, fijándose en sus dedos entrelazados.

—Franz. —Agachó la cabeza para contactar con su mirada—. Si me has llamado, es porque es el momento, aunque deberías haberlo hecho antes. Yo también soy su amiga. —Él la miró, asintiendo, y empezó poco a poco.

—Lo sé, pero Anastasia se negaba a que lo hiciese y, en esos momentos de lucidez que tenía, no podía más que darle la razón. Tú tenías que estar concentrada en tu trabajo y esto te habría apartado de los escenarios a saber cuánto tiempo. No podías permitírtelo. Espero que ahora, que has venido, no te haya supuesto ningún problema y puedas regresar al ballet.

—Como si no puedo, eso da igual. La vida no es el trabajo, es otra cosa. Ve al grano, ¿qué hago ahora aquí? —Franz se soltó de su mano y las pasó por sus piernas; estaba más nervioso que nunca, le sudaban las manos, aunque a ella no parecía haberle molestado lo más mínimo.

—Anastasia ha estado enferma, muy enferma. —La llamada de teléfono la había puesto sobre alerta, aunque aún no sabía a qué tipo de enfermedad se refería y la incertidumbre la estaba matando—. Cuando te marchaste, todo se le juntó un poco. Se convirtió en la primera bailarina del ballet y tú, mejor que nadie, sabes los sacrificios y el nivel de estrés que eso supone. Ha comprendido que no está hecha para esa vida, aunque eso ya te lo contará ella. —Le latía el corazón tan deprisa que lo podía escuchar a la perfección en su oído.

—¿Qué pasó, Franz?

—Anfetaminas, eso pasó, Kat. —Se detuvo un instante mirando al frente, inclinó la cabeza con los ojos cerrados y se dejó bañar por la calidez de los rayos del sol. Un momento después, volvió a mirar a su amiga, que no daba crédito a lo que le estaba diciendo—. Las comenzó a tomar para rendir más en el trabajo, pero no recetadas por ningún médico. Estuvo así varios meses. Yo veía que de repente estaba pletórica, no había quien la sacara de casa; pero lo achaqué al ritmo de trabajo, fui un gilipollas.

—No digas eso. —Se aproximó a él y lo rodeó con un brazo, apoyando su cabeza en el hombro. Estuvieron así un buen rato, mientras ella procesaba el problema de su amiga. Dios, se odiaba tanto por no haber estado más pendiente de ella, por no haberle escrito más a menudo o haberle preguntado por el ballet. Se centró en ella, en autoregodearse por la pérdida de Aleksei, en su nueva brillante vida. Era una egoísta. Franz apoyó su cabeza sobre la de ella un instante antes de separarse para levantarse. Le ofreció la mano y empezaron a caminar por el jardín cogidos del brazo.

—Un día noté que algo iba mal, jodidamente mal, y lo descubrí. Fui con ella a su casa y nos quedamos dormidos hasta que unos golpes me despertaron. Anastasia no estaba en la cama, me la encontré en el salón destrozándolo todo, buscando como una yonqui una pastilla para poder calmarse. El resto de la casa estaba igual de destrozada. No me podía creer que aquella fuera nuestra Nasti. —La voz se le quebró, y Kat cogió su otra mano, y se la apretó con fuerza. Franz le besó el cabello, que se movía con la brisa.

»Después, fuimos al médico y le contamos lo que pasaba. Me juró y perjuró que era capaz de dejarlo, así que me relajé un poco los siguientes días al ver que seguía siendo la bailarina sonriente y risueña que conocemos. Ese fue mi primer error: confiar en ella. A escondidas seguía tomando las pastillas. De nuevo se le acabaron y tuvo otra crisis, provocada por el síndrome de abstinencia. Y entonces todo se descontroló: dejó de venir a los ensayos, no comía, apenas se sostenía en pie. En la compañía no pude taparla mucho tiempo más, y la despidieron. Me rogaba que le consiguiera pastillas, que era capaz de matarse si no las conseguía, pues ya había perdido todo lo que le importaba. Te juro, Kat, que en esos momentos deseaba morirme. —El brillo de los ojos de Franz poco tenía que ver con la alegría del reencuentro—. Verla en ese estado fue una maldita tortura. Con ayuda de su médico, la ingresamos en una clínica para que se desenganchara de las anfetaminas, pero la pesadilla no terminó. No seguía la terapia, se autolesionaba e intentó escaparse un par de veces. Cuando me llamaban para contarme lo ocurrido, me la encontraba peor que a una niña asustada: me pedía mil perdones y me rogaba que la sacara de allí. Joder, Katerina, no te haces una idea.

—Tuvo que ser horrible —murmuró ella, con el nudo de la garganta que la apretaba intensamente.

—No podrías imaginártelo aunque quisieras. Un día, el médico me hizo llamar para pedirme que no fuera a visitarla más, pues se quedaba peor al irme y, aunque quise hacerle caso, le dije de todo e incluso me puse agresivo. No pensaba abandonarla, ya había sufrido bastantes pérdidas en su vida. —Y no era que sus padres muriesen en un accidente o de alguna enfermedad, sino que no se preocupaban de su hija. No les gustaba la idea de que fuera bailarina y jamás la apoyaron. Cuando se fue de casa a los diecinueve años, no trataron de convencerla con afecto o gestos cariñosos; se supone que los padres no quieren que sus hijos sufran, que es lo último que desean. Los padres de Anastasia jugaban en otra liga, y se comunicaban con ella no más que en un par de fechas señaladas en todo el año. Katerina y Franz se habían convertido en toda su familia, y una de esas personas también se había marchado de su lado.

—Dios, Franz, ¿cómo no me llamaste? —se lamentaba Kat, que se paró junto a un árbol y se agarró a él con la mano. Su amigo se cruzó de brazos, ignorando el comentario, y acabó la historia.

—Me despedí de ella cuando un par de celadores consiguieron reducirme. Una hora más tarde, tras mucha charla con el jodido matasanos, entendí que por un tiempo debía alejarme y la terapia debía seguir ese camino. Para lo que nadie me preparó fue para la reacción de Anastasia. Se aferraba a mis rodillas, en el suelo, rogándome que no la dejase, que sin mí no podía vivir; eso después de pegarme varias bofetadas y llamarme de todo. No he llorado más en mi vida, tuve que detener el coche de camino al hotel donde me alojaba porque no veía una puta mierda por el llanto. Joder, parezco un moñas, pero no sabes lo duro que fue, Kat. —Y, al recordarlo, no pudo hacer otra cosa más que derrumbarse. Arrodillado al lado del árbol, se cubría la cara con las manos, con los hombros, temblando. Katerina lo abrazó con todo su cuerpo, aunque era difícil cubrirlo por completo, dada la corpulencia de Franz. Él se desahogó todo lo que no había soltado en meses y ella lo sostuvo, consolándolo. Una vez que su respiración se hiciera algo más calmada, se apoyó en el árbol con ella—. Me marché de nuevo a trabajar con la compañía después de un descanso que había solicitado. Un mes después, me dijo el médico que la terapia iba resultando, aunque iba ser un proceso largo. Yo llamaba cada semana para preocuparme por ella; creo que habrían bloqueado mi teléfono de ser posible. Y así siguió todo hasta que me dieron luz verde para poder volver a verla. Pedí a la compañía una excedencia y, a día de hoy, no sé si tendré mi plaza al volver, por mucho que Sergey me lo asegurara. Pero no importaba nada de eso, solo podía pensar en volver a verla. Y ese día te juro que conocí a una nueva Anastasia. Estaba en el patio del centro plantando unas flores en unas macetas y de nuevo volvía a tener la expresión dulce y risueña de siempre. Di un largo suspiro al encontrarme con ella, aunque estaba aterrado por si me seguía odiando.

—Tú hiciste lo que tenías que hacer, Franz. No creo…

—No sabes lo que te llega a pasar por la mente en esos momentos, peque. Hablamos mucho, después de abrazarnos por al menos diez minutos. Escuché a otros enfermos murmurar que alguno de los dos debía estar muy enfermo, pues no podíamos parar de llorar ni de abrazarnos. Y hasta ahí llega la historia. Le quedan pocos días de terapia para salir de aquí y volver a casa.

Katerina apretó los labios para contener los sollozos y le dijo a Franz que quería ir a verla. Él le había contado toda la historia porque así se lo había pedido Anastasia. Caminaron hacia el interior del edificio y, después, giraron a mano derecha hasta llegar al patio central, donde le encantaba estar, con sus plantas, en paz. Al verla, se paralizó; estaba más delgada que de costumbre, con el pelo recogido en un moño bajo y una trencita cruzaba su cabeza de un extremo a otro. Llevaba un sencillo vestido de gasa de flores y unas manoletinas beige. La miró un rato sin que ella fuera consciente. Observó a su mejor amiga charlar con una enfermera y con otra paciente que llevaba un camisón hospitalario. Sonreía, nada tenía que ver con la imagen que Franz le había relatado hacía un segundo.

—Os dejo solas —murmuró en su pelo antes de depositar un suave beso en él. Anastasia dejó unas flores en la mesa y, muy lentamente, alzó la vista hacia Kat. Su sonrisa se amplió y corrió hacia su amiga, a la que estrechó muy fuerte contra su pecho. Al separarse, Anastasia agarró la cara de su amiga con ambas manos y buscó el brillo en sus ojos, el brillo de la felicidad al verse, ese que le daba tanto miedo no ver. Después de todo lo que le había contado Franz, estaba aterrorizada por haber perdido el lustre a ojos de su mejor amiga; no sabría si podría convivir con su odio. Pero el brillo estaba ahí, más reluciente que nunca. Kat le devolvió la sonrisa y la agarró por los omóplatos con suavidad.

—Parece que ha pasado una vida entera. —Fue lo primero que Anastasia le dijo. Anduvieron hasta un par de sillas, alejadas del resto de las enfermeras, que ayudaban a algunos pacientes con las plantas.

De cerca, Anastasia tenía otro color de piel. No esta pálida, sino con un color diferente; ella, en general, lo era. Katerina sintió por un momento que no sabía cómo hablar con su amiga, cómo empezar a pedirle perdón por no haber estado cuando la necesitó, cómo decirle que había sido una tonta por dejarse caer en aquello, aunque eso no era, para nada, lo que debía hacer. Se calló antes de empezar a hablar, y fue Anastasia quien lo hizo.

—Puedes preguntarme lo que quieras o echarme en cara lo que sea; ahora ya puedo lidiar con ello, tranquila. —Al igual que Franz, la conocía muy bien, y vio en sus ojos la amalgama de emociones que la bombardeaban.

—No, Nasti, yo no soy quien para juzgarte, es solo que hubiera deseado estar a tu lado.

—De nada habría servido; ya ves, él lo estuvo y casi muere en el intento. Sé lo mal que lo ha pasado, aunque realmente no lo hemos hablado, y también sé que me queda un largo camino por delante, pero que no estaré sola. —Katerina asintió, suspirando resignada. No podía dar marcha atrás y estar junto a su amiga, pero sí podía estarlo ahora—. Aunque Franz te lo haya contado todo, quiero que vuelvas a verme, Kat. No podría vivir igual si no lo comprendieras. Lo jodí todo, perdí el norte, el sur, el este y el maldito oeste. La presión pudo conmigo y me vine abajo, pero, en vez de pedir ayuda o reconocer que no estaba hecha para ser la prima ballerina de una compañía, busqué la salida fácil

—No hables así, seguro que podrás serlo. —No quería ver cómo ella renunciaba a sus sueños.

—No, no me has entendido. Viví ese sueño que anhelamos durante años y descubrí que no me hacía feliz, no lo feliz que me hacía ser una simple bailarina. Bailar, Kat, simplemente bailar. —Escudriñaba el rostro de su amiga en señal de decepción, dolor o pena, pero no había ni rastro.

—Entonces, ¿no vas a volver a intentarlo? —Anastasia negaba con la cabeza con una media sonrisa.

—No, eso ya pasó; no estoy hecha para esa vida, no es para mí. La semana que viene salgo de aquí y no creo que pueda volver a mi casa de San Petersburgo. Cuando Franz me ingresó aquí, lo hizo porque sabía que debía alejarme de lo que me hacía daño. Tú siempre nos hablabas de tu casa a las afueras de Viena, y le pedí que buscara una clínica cerca. Quería sentir por qué para ti era tan importante este lugar y, en parte, sentirte cerca. Ahora lo entiendo —le confesó, mirándola con seguridad plena.

—Lamento mucho no haber estado más pendiente; yo…

—Ah, no, eso sí que no te lo voy a permitir —le habló, entonces, con dureza—. Tú no sabías nada y así se lo pedí a Franz. Debías estar concentrada en lograr tu sueño y cumplir tus metas. Yo estaba bastante controlada aquí, aunque no fue nada fácil… ya sabes. —Se levantaron y dejaron el patio con el ajetreo típico de cada día en el taller de jardinería.

Franz las esperaba en la zona ajardinada donde había estado con Katerina. Parecía calmado, como si la conversación en la que se había abierto por completo no hubiese existido. Al verlas llegar, se le iluminaron los ojos, aunque Kat sintió que ese brillo tenía más que ver con la chica que caminaba a su lado que por ella. Simple intuición. Pasearon los tres como en los viejos tiempos, recordando anécdotas y escuchando con suma atención todo lo que Kat les contaba de su vida en Nueva York.

—Kat —susurró Franz mientras no dejaban de balancearse, impulsados por sus propios pies, en uno de los balancines del jardín—. La semana que viene podríamos ir al Palacio Leopoldskron; te gustaba ir allí con tu madre, ¿verdad? —Kat abrió la boca para coger aire. La última vez que había estado en ese mágico lugar había sido con Aleksei, y él ya no estaba en su vida. Tragó saliva para aplacar el nudo que no le permitía hablar ni pensar en él. Agarrada a cada mano de sus amigos, musitó un «vale» poco convincente, y cambió de tema para ahuyentar la imagen de él, el único al que podría querer y el único con el que soñaría el resto de su vida.

***

Los días transcurrieron con tranquilidad. Katerina visitaba a Anastasia cada día, a veces sola, a veces con Franz. Disfrutaba de su vida en la casa materna, salía al bosque de al lado a caminar, a recoger edelweiss, se tiraba por la pradera como una niña pequeña, y recordaba, recordaba mucho, porque, cuando un lugar está impregnado de recuerdos, es imposible huir de ellos.

Anastasia, por su parte, acabó la terapia, se recuperó y, con el apoyo de sus mejores amigos, le esperaba una nueva vida. Franz ya había cedido bastante por ella, por su maldita adicción y por no saber cuidar de sí misma. Lo había arrastrado, sin darse cuenta, a estar cerca de ella, a alejarse de su sueño de ser bailarín principal. Y aunque él le prometía que aquello no importaba, no podía seguir consintiéndolo. Él tenía que regresar a San Petersburgo, a la compañía, a trabajar en algo que para ella ya no existía. Los meses en que lo dejó todo por ella significaron mucho para Anastasia, pero no se engañaba: él no estaba enamorado de ella, ahora menos que nunca podría amarla de la forma en que ella lo hacía. ¿Quién querría estar con una enferma de por vida?

Anastasia tenía muy claro que, aunque la terapia hubiese ido bien y ya no estuviera enganchada a las pastillas, sería una adicta para siempre; la tentación nunca dejaría de rondarla. Su vida había dado un giro de ciento ochenta grados, sus padres apenas se habían molestado en visitarla o en saber de ella. Nada la ataba a Rusia ya y le encantaba aquel lugar. En cuanto saliera, buscaría una casita acogedora y viviría allí sus días, rodeada de calma y tranquilidad.

Katerina llegó esa mañana para ayudarla a hacer la maleta mientras Franz la esperaba en el coche. No se atrevió a preguntarle por su relación con él, no quería empañar el día de su salida con aquello, que seguro la pondría triste. Se marcharon de la clínica a casa de Kat, donde estuvieron varios días poniéndose al día, haciendo excursiones por los alrededores, buscando la casa soñada por Anastasia… hasta que Franz le recordó la visita prometida al Palacio Leopoldskron. Katerina se armó de valor y condujeron sumidos en la música que elegía Franz y de la que se quejaba Anastasia; algunas cosas nunca cambiaban. Llegaron al lugar, hicieron la visita con Kat como guía, se subieron a las barcas y entraron a comer en la parte del hotel. Aquel día los recuerdos golpeaban con fuerza a la bailarina, que parecía a punto de romperse a cada paso que daban.

El comedor estaba lleno, pues debían haber reservado, cosa que a ninguno se le había ocurrido. Así que Franz pensó que sería buena idea pasar a la cafetería y tomarse, aunque fuese, un trozo de tarta Sacher entre los tres; ella accedió, aunque muy poco convencida. La cafetería estaba hasta arriba, como de costumbre. Se sentaron en una mesa cerca de la barra, con el piano a unos metros de ellos. Los primeros acordes del piano estremecieron a Kat, que no esperaba escuchar Edelweiss, la canción de su flor preferida, que le trajo recuerdos de aquella noche en la que Aleksei la había tocado para ella. Se llevó la taza de té a los labios, exhalando todo el aire que había contenido al escuchar las primeras notas.

—Dios mío —comentó Anastasia, emocionada por la música del piano, pues era una enamorada de aquel instrumento. Kat sonrió y, cuando miró hacia el piano, entendió a su amiga: era Aleksei quien estaba tocando.

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