Ballerina

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ACTO I » 1

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—Aleksei. —Se giró al escuchar su nombre entre tanta muchedumbre. El tránsito de gente en un aeropuerto era algo que siempre lo apabullaba. No importaba que llevase a la espalda años de viajes, de idas y venidas; nunca se acostumbraba a ese trasiego. Tras deshacerse de las gafas de sol, enfocó la vista y consiguió ver al hombre que lo había traído de vuelta a esa ciudad. Se trataba de Nikolai Petrov, un afamado coreógrafo ya retirado, aunque seguía aún muy en activo. Su viejo amigo no era de los que colgaban las zapatillas de baile y se retiraban a su granja a disfrutar de la apacible vida. No. Después de trabajar durante años desplegando su arte por todos los rincones del mundo ―Roma, París, Alemania, Estados Unidos, Holanda…―, se había afincado en esa ciudad y de ahí no había vuelto a salir. Tanto era así que, para verse, Aleksei había tenido que viajar hasta allí en varias ocasiones.

—Nikolai, amigo. —Ambos bailarines se fundieron en un caluroso abrazo. Aleksei tenía claro que él había sido su mentor. Cuando, años atrás, había viajado desde su pueblecito en las montañas, siendo apenas un crío, para continuar sus estudios, fue uno de los profesores que más lo ayudó, y consiguió que no tirase la toalla ni lo dejase todo en varias ocasiones.

—Por fin estás en casa, hijo. —Sonrió a su viejo amigo y, tras el emotivo abrazo, que duró quizá más de lo previsto para dos hombres, a juzgar por la mirada de algunos viajeros, se encaminaron hacia la salida.

A pesar de ser finales de septiembre, el clima de la ciudad era bastante templado para las temperaturas extremas que solía alcanzar. El sol brillaba, aunque se necesitaba, de abrigo, algo más que un simple chaquetón como el que llevaba para resguardarse del frío viento. Aceleraron el paso para llegar al coche deprisa y evitar que el viento helador les calara los huesos.

De camino a casa, Nikolai le estuvo contando que en la compañía estaban impacientes por su llegada. En el coche, lo puso al día de lo que se esperaba de él y le comunicó que, al día siguiente, empezaría el trabajo. Aleksei se sentía honrado de que hubieran contado con su presencia y su dilatada experiencia. Quizá fuera debido al cansancio del viaje, pero no pudo recordar la última vez que había viajado por placer. Hacía meses que no veía a sus padres, ya que, entre un proyecto y otro, ni siquiera podía escaparse de forma fugaz. Se pasó la mano por la nuca, frotándosela, y un gemido de agotamiento brotó de su garganta.

Llegaron al hogar de los Petrov, donde la mujer de Nikolai lo recibió con los brazos abiertos. Tatiana, una mujer de cincuenta y pocos años que conservaba la belleza de manera asombrosa, con sus ojos claros y el cabello rubio recogido en un moño, seguía siendo un ángel.

—Mi niño querido. —Se fundieron en un gran abrazo, emulando a tantos otros que se habían dado en el pasado.

Al entrar de nuevo en su casa, miles de recuerdos se agolparon en su mente y sensaciones cálidas cobijaron su corazón. No era un hombre demasiado sensible en el sentido de que los recuerdos lo paralizasen como en aquel momento, pero eran tantos los momentos y las situaciones vividas en esa casa que los ojos le brillaron, presos de la emoción contenida.

Tras instalarse en su antigua habitación, esa en la que había vivido durante años y que seguía siendo su cuarto cada vez que los visitaba, salieron al jardín a charlar, mientras Tatiana preparaba la mesa del comedor. Fue en ese instante cuando expresó sus temores a Nikolai.

—No sé qué se espera realmente de mí. —Un suspiro brotó de sus labios sin poder contenerlo—. Sé que las expectativas están muy altas porque saben quién soy y lo que he conseguido hasta ahora. Precisamente por eso, creo que no tengo nada claro. —Se pasó la mano por el pelo, ansioso.

—No te preocupes, mañana iremos a hablar con Sergey y resolveremos todas las dudas. —Brindaron con el vino caliente que Tatiana les había servido, mientras trasladaba sus preocupaciones a su viejo amigo, y comenzaron a recordar viejos tiempos.

Por la tarde, Aleksei salió a pasear por la ciudad que había sido su hogar durante muchos años. Al recorrer sus calles y sus plazas, sintió como si el tiempo se hubiera detenido, como si no hubiera olvidado ningún rincón, y estos se hubieran grabado a fuego en su mente. Pero, sin duda, sus pies lo llevaron, casi sin darse cuenta, a su lugar favorito: el parque de Catalina. Cuando se había mudado a vivir con ellos, Nikolai y Tatiana se encargaron de instruirlo en la historia del país, visitando museos y palacios cada semana, haciéndole aprender cada nombre, cada anécdota y cada acontecimiento histórico. De todos esos lugares mágicos, el palacio de Catalina fue siempre su preferido; era la residencia de verano de los zares de Rusia, con su interior de estilo rococó, donde un joven Aleksei soñaba que danzaba con la mismísima princesa Anastasia ante la corte imperial.

Accedió por el hall y, tras esperar en la larga cola, consiguió pagar su entrada y adentrarse en el interior. Se separó del tumulto de gente, turistas que se desesperaban en verlo todo a través de las cámaras fotográficas, y se perdían de ver la esencia del lugar con los ojos. Recorrió las salas con nostalgia, la que lo acechaba de cerca. Había más gente de la habitual próxima al salón de baile. Se acercó a echar un vistazo y vio que varias personas accedían a su interior, donde se acomodaban en diferentes sillas tapizadas para presenciar lo que parecía ser un espectáculo. Aleksei se coló entre la muchedumbre buscando un asiento libre. Una vez cumplido su objetivo, pasaron un par de minutos hasta que una melodía apacible sonó y varios bailarines de ballet aparecieron en el centro de la sala.

Las bailarinas se movían por el escenario girando en grandes piruetas y movimientos difíciles de ejecutar. Sonrió al ver tanta belleza, antes de levantarse, tan emocionado como el resto del público, para darle una gran ovación a ese ballet. El vello de punta; las mariposas en el estómago; la felicidad, explotando al hacer el echappé en el aire… Después de todo por lo que Aleksei había tenido que atravesar, el hecho de sentir cómo aún seguía ahí ese amor por el ballet era lo que le recordaba que todo había merecido la pena para sentirse libre, ser de nuevo aquel que un día fue.

***

Sin apenas haberle dado tiempo a hacerse a la situación, el bailarín de reconocida fama internacional empezaba a trabajar con la compañía de ballet y no podía ocultar su nerviosismo. Al día siguiente, un acostumbrado Aleksei estaba temblando como un flan. Nikolai le tuvo que llamar la atención varias veces en el desayuno, pues estaba tan absorto pensando en el trabajo y en lo que este le depararía que no fue consciente de que echaba sal en el café hasta que lo escupió sin remedio con las risas de Tatiana de fondo.

—Alek, debes templar tus nervios. Jamás te he visto tan histérico, ni siquiera cuando interpretaste al príncipe Désiré en el Royal Albert Hall de Londres. —Y tenía razón, pero ni él mismo conseguía acertar qué demonios le sucedía.

A las nueve en punto, llegaron al lugar donde la compañía ensayaba. Entraron en el edificio y, antes de reunirse para hablar del trabajo, su mentor le hizo un breve recorrido por el lugar para que lo conociera un poco más a fondo y se familiarizase con él. Al llegar a la sala de ensayo, se oía murmullo de gente a lo lejos, pues, seguramente, debían tener el primero de la mañana en breve. Recordó cómo era entonces: las breves charlas con los compañeros, los nervios por un pronto estreno, los saltos que no salían, las piruetas que finalmente ejecutaba con gran esfuerzo…

—Por aquí, Aleksei. —Se giró al oír su nombre y siguió a Nikolai, algo confuso por la marea de sentimientos que, desde por la mañana temprano, lo habían atacado sin piedad.

***

—¿Quieres mirar por dónde vas? —le replicó en tono seco; ¿para qué iba a tener una palabra amable con ella?

—Lo siento, es que iba leyendo este libro que me has obligado a aprenderme de memoria —le respondió la joven, enfadada, enseñándole el maldito libro.

—¡Katerina, no seas grosera! Podrías aprender mucho leyendo ese libro, que tanto odias.

No le apetecía nada discutir a primera hora de la mañana. Aceleró el paso, de camino al vestuario, sin siquiera despedirse. Llegó resoplando y abrió la bolsa de malos modos. Sus compañeras la miraron de soslayo, como sospechando que ya debía de haber tenido la primera del día con él. Le dieron su espacio y siguieron hablando sin preguntarle nada; por experiencia sabían que, en ese momento, lo menos que se podían llevar era una mala contestación por su parte. Acabó por abrocharse las zapatillas de lona y salió con ellas a la sala de ensayo, donde podría olvidarse de todo.

Georg, el pianista, estaba ensayando unos acordes cuando entró la compañía de baile al completo. Comenzaron a calentar y, a la media hora, empezaron con los ensayos de El lago de los cisnes, que representarían cinco semanas después. Y, aunque Katerina quería estar segura y confiada, no lo conseguía. No era que Sergey lo hiciera mal, era uno de los mejores coreógrafos que habían tenido, aparte de haberse convertido en un gran amigo; era por ella, algo le sucedía. A veces pensaba si era porque debía ponerle fin a su carrera como bailarina. Desde los tres años, cuando había visto un tutú en un escaparate estando de compras con su madre, había deseado llegar a ser la prima ballerina en un ballet. Lloró, pataleó, suplicó por que le comprasen aquel tutú, de un color blanco inmaculado. A pesar de las reticencias de sus progenitores, no tuvieron más remedio que ceder, y aquello fue el comienzo de todo. Kat soñaba con volar; por eso, poco a poco, con el trabajo, la disciplina, los sacrificios, el esfuerzo, los aplausos, las decepciones…, tuvo la certeza de que ese era realmente su sueño. Ahora, diecinueve años después, empezaba a flaquear sin saber el motivo.

—Katerina, en posición. —Sergey la sacó de los pensamientos que no dejaban de aturdirla día y noche, y Georg comenzó con la melodía. Los bailarines calentaron con la música del piano hasta que todos sus músculos estuviesen preparados para ensayar el ballet que estrenarían pronto. Colocó los brazos en la posición correcta, al igual que sus compañeros, y empezaron. Aquella pieza de El lago de los cisnes no era nada complicada, al contrario de muchas otras que había ejecutado. No era así como debía hacerse: no hacía bien los giros, Franz no la elevaba con la suficiente eficacia… Un par de veces no la sujetó bien, y cayó al suelo. Los murmullos de los compañeros no cesaban, así como las malévolas risas de Tania, ocultadas por una tos. Kat se levantaba, se sacudía la ropa y, muy concentrada, no miraba a ningún lado más que al frente. Y de repente lo hizo: su compañero, su partenaire en el escenario, con el que siempre se había compenetrado a la perfección, hizo lo que estaba pasando por su mente, exactamente lo mismo.

Katerina se deslizaba por la sala con agilidad mientras Franz no la soltaba y la guiaba en cada paso, dándole el espacio necesario en sus movimientos, sin dejar de estar a su alrededor, controlando cada desplazamiento. Y lo consiguió: volvió a sentir esa conexión con la danza que hacía unos cuantos meses había perdido. No sabía si se había debido a la presión de ser la primera bailarina en una gran obra, a la falta de compenetración con él, al miedo al fracaso, a las burlas de algunas compañeras envidiosas… Pero volvió a sentirse libre de todo eso. Volvió a ser el pájaro encerrado que planea, a sentirse pletórica; e incluso la piel de Franz, que se mezclaba con la suya en cada paso, la hacía volar y sentir la conexión armoniosa con él como nunca.

La sala irrumpió en aplausos cuando estiró los brazos con la pierna izquierda en posición de arabesque, mientras su partenaire la mantenía elevada hacia arriba en el aire. No existía el mundo en ese momento, solo ellos dos, sintiendo esos instantes mágicos en los que simplemente eran Sígfrido y Odette. Despacio, Franz fue bajándola con cuidado, y ella sintió cómo, aún con las respiraciones aceleradas de ambos, el brazo de su compañero le rodeó la cintura con la mano de ella posada sobre la suya. Entonces, Kat fue a girarse con la sonrisa en la cara cuando, al lado de Georg, que estaba ahora apoyado en el piano, atónito ante la danza que había presenciado, se encontró con un Franz alucinado aplaudiendo como el resto. Entonces, ¿con quién acababa de bailar el último acto de ese cuento de hadas?

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