Ballerina

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ACTO I » 6

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Nikolai observaba a su pupilo mirar al horizonte desde la ventana del salón. Llevaba varios días con ese halo ausente y perdido, como cuando estaba en la academia y echaba tanto de menos a sus padres que lloraba sin remedio. A él, que siempre fue su segundo padre, no le gustaba verlo de ese modo. Tatiana se acercó a su esposo con una taza de café humeante y se la entregó. Miró a su querido Aleksei, al que consideraron su propio hijo desde que lo habían acogido con doce años, aquel muchacho alto y desgarbado que miraba con ojos asustados a dos personas desconocidas. Aleksei llegó a la academia con una beca, tras mucho esfuerzo y muy recomendado desde la escuela a la que asistía en uno de los pueblecitos de la estepa rusa. Allí estuvo bailando desde edad muy temprana; sus padres, dos humildes trabajadores, vieron en su hijo esa fuerza de voluntad y ese deseo de ser bailarín algún día, e hicieron siempre todo lo que estuvo al alcance de su mano para ayudarlo a cumplir su sueño. Enviarlo muy lejos de casa, y de ellos, no fue una decisión fácil, dado que jamás se habían separado. Sin embargo, pesó más el amor por su hijo; su felicidad primó sobre sus egoístas deseos de retenerlo junto a ellos. Aleksei era un niño feliz y satisfecho en su ciudad natal; sus padres, no obstante, sabían lo que debían hacer. No querían que un día su hijo se arrepintiese de las decisiones que sus progenitores no hubieran tomado por miedo a perderlo. Y así fue como se pusieron en contacto con la academia Vagánova y supieron de una beca que existía para niños menores de trece años. Lucharon, trabajaron sin descanso para poder viajar con él a hacer las pruebas y, finalmente, todo mereció la pena. El joven bailarín estuvo brillante, según les dijeron los profesores, y consiguió la beca. En la misma academia trabajaba Nikolai, que se emocionó al verlo bailar, y él, que siempre había tenido muy buen ojo clínico, habló con sus padres. Se interesó particularmente por su caso y les ofreció cobijar a su hijo en su casa y con su esposa, otra bailarina ya retirada que trabajaba junto a él en la academia. Los padres, al principio reacios, como cualquier padre que debe depositar toda su confianza en extraños, dudaron un tiempo, hasta que no tuvieron más remedio que regresar a su casa, al trabajo que los sacaba adelante, y dejaron a su único hijo en manos de desconocidos.

Un día tan amargo para unos fue el más glorioso para otros. Tatiana, que siempre había soñado con ser madre, pero la naturaleza se lo había impedido, recibía aquel regalo. Acogieron a Aleksei en el seno de su familia y lo trataron como al que podía haber sido su hijo. Le dieron una educación, le enseñaron disciplina y a cómo no rendirse, pero también le demostraron que llorar estaba bien y que el ballet era belleza en estado puro y sufrimiento al mismo tiempo.

—Algo recorre su mente últimamente y no sé qué es. —Tatiana confesó lo que llevaba preocupándola varios días. Con la mano posada sobre el hombro de su marido, le expresó aquello en voz baja para que Aleksei no los escuchara. Nikolai asintió con la cabeza y dio un sorbo del café. Mientras tanto, la persona de la que hablaban no podía alejar de su mente a una preciosa bailarina. No sabía qué le sucedía con ella, por qué tenía ese deseo de protegerla, cuidarla y defenderla. Miraba el maravilloso amanecer por la ventana: el sol se colaba entre las colinas con esos colores anaranjados que iluminaban el paisaje oscuro, que poco a poco cobraba luz.

—Alek, ¿me ayudarás esta noche a hacer uno de esos pasteles imperiales que tanto te gustaban de pequeño? —La esposa de Nikolai quiso así acercarse a su pequeño, que permanecía mirando por la ventana con el ceño fruncido. Al oír la angelical voz de Tatiana, se giró hacia ella, aún con el café entre sus manos, y le dedicó una amplia sonrisa. Se acercó a su mejilla y le dio un beso.

—Como si pudiera negarte algo. —La mujer le devolvió una mirada llena de amor y recogió de sus manos la taza de café.

—¿Estás listo, muchacho? —Nikolai se puso el abrigo, preparado para salir al frío polar del alba, mientras Aleksei tomaba el suyo.

Ese día hicieron el trayecto en tren, pues el coche del señor Petrov estaba en el taller por una pequeña avería. Él se alegró mucho, ya que así podía concentrarse en tener una charla con el coreógrafo, que seguía bastante extraño.

—¿Has hablado con tus padres hace poco? ¿Se encuentran bien?

—Perfectamente. Están ansiosos por venir el día del estreno, ya sabes que para ellos cualquier cosa que haga merece la pena; incluso vendrían aunque fuera el encargado de barrer el teatro. —Nikolai se rio de su ocurrencia y se frotó las manos aún heladas. Seguramente, se habría roto la calefacción del tren, y el frío le calaba los huesos. No tuvo que esperar demasiado, pues entre ellos siempre había existido una comunicación directa. Le habían otorgado la confianza necesaria en todo momento para expresar sus inquietudes y habían sido completamente sinceros unos con los otros.

—Nikolai, ¿conoces a la gente de la compañía?

—A todos no, pero, como ya te dije, Sergey es al que más conozco. Algún bailarín más, pero tampoco demasiado. ¿Ha ocurrido algo? —Aleksei, algo inquieto, se removió en su asiento, ya que sabía que, si empezaba, no iba a poder parar. Estaba a punto de revelar a Nikolai lo que llevaba tiempo impidiéndole respirar.

—No, no es eso. Verás, he hablado mucho con Sergey, que me parece uno de los mejores coreógrafos que me he encontrado hasta ahora. Tiene muy claro lo que quiere y cómo lo quiere; es preciso, dinámico, exigente y efectivo. Sin embargo, he detectado que hay algún bailarín que no encaja demasiado bien en la compañía. Entiendo que es difícil lidiar con tanto ego desmedido, pero, en una compañía de ballet tan importante como esta, eso debe ser secundario. Deben ser profesionales y siento decir que no todos lo son. —No pretendía dar nombres completos, pues su trabajo no era quitarle el empleo a nadie. Nikolai era uno de los productores y se merecía estar al tanto de todo aquello. Escuchó a su amigo con paciencia y muy atentamente.

—Entiendo lo que dices, Alek; tú, el primero, sabes lo que es trabajar con estrellas del ballet. No es tarea fácil, pero, si es como dices, habrá que tomar medidas. Déjame que observe esto que me comentas antes de hacer nada.

—Yo no te estoy pidiendo que hagas nada; después de todo, en unos meses me marcharé de aquí y mi trabajo será simplemente una marca más en mi currículum. No quisiera llevarme a las espaldas haber provocado que alguien perdiese su trabajo; solamente te digo que esto está creando grietas entre algunos bailarines. Para serte más claro, Nikolai, algunos piensan que van allí a lucirse y a pisotear al compañero; algo así es intolerable. —El productor se cruzó de brazos y apoyó el mentón en su mano. Creía saber a quién se refería, pero no lanzaría las campanas al vuelo tan pronto. Había algo más que su pupilo le ocultaba, y llegaría hasta el fondo de la cuestión antes de llegar al teatro.

—No te pongas dramático, que nos conocemos, Aleksei. Hay algo más, ¿cierto? —En momentos como ese, detestaba que lo conociera tan bien. Carraspeó y declaró abiertamente lo que rondaba su mente.

—Sí, se trata de la prima ballerina, me preocupa. —Nikolai abrió los ojos sorprendido, pues era una estrella pese a su corta edad, un prodigio.

—¿En qué sentido? Katerina es una excelente bailarina y, si está ahí como primera bailarina, es porque se lo ha ganado a pulso.

—Exactamente, se lo merece. Esa chica es alguien fuera de serie, como bien dices; sin embargo, creo que el nivel de autoexigencia acabará con ella más pronto que tarde. Por lo que he podido saber, gracias a Sergey, tiene un padre muy estricto con ella. Y precisamente por ser tan buena se ha ganado enemistades dentro de la compañía

—Pero también cuenta con grandes apoyos como Franz, su partenaire. Juraría que ese chico se interpondría entre un grave peligro y ella sin pensarlo un momento. —El estómago de Aleksei se contrajo al pensar en la cercanía que tenían fuera del escenario y en esa intimidad que parecían compartir.

—No lo sé, Nikolai. Es una excelente bailarina, pero parece que en cualquier momento se va a caer, está débil. No hay más que verlos bailar. Yo he visionado coreografías de ellos dos antes de llegar, hará unos meses, y no es lo que hacen ahora. Algo les está fallando y, por Sergey, creo que es cosa de Katerina.

Nikolai se quedó pensativo un instante, él no era tan cercano a los bailarines de la compañía, pero sabía cómo era el ambiente y que las personas débiles de espíritu eran las primeras en caer.

—No te preocupes, conozco poco a Kat, pero creo que te equivocas, es una mujer fuerte. La pérdida de su madre no pudo con ella y se convirtió en una de las mejores bailarinas, como lo había sido ella. Sin embargo, a su padre sí lo conozco y es una roca dura, un hombre frío y huraño que siempre ha exprimido a su hija, la ha educado para ser la mejor o nada. —Aleksei se quedó petrificado al saber que Katerina había perdido a la figura materna siendo tan joven. Más sorprendido se quedó cuando Nikolai le dijo quién había sido su madre, Valeriè Solokov, primera bailarina del Bolshoi, la mujer que con diecisiete años interpretó Giselle y fue invitada a todos los teatros importantes del mundo, entre ellos La Scala de Milán o el American Ballet Theater. Y, entonces, Aleksei recordó cómo la trágica desaparición de la bailarina golpeó al mundo del ballet. Estaba en la academia cuando llegó la noticia a sus oídos, pero aún era muy joven y no se percataba de la dimensión de aquella fatídica noticia. Fueron días tristes para el mundo del ballet, una gran pérdida. No podía imaginarse lo que debió de haber sentido Katerina tras perder a su madre a tan temprana edad, pues no pasaría de los seis años. Y, desde entonces, lo único que había conocido fue a un padre exigente y estricto que creó una perfecta máquina de ballet, pero a la que había matado por dentro.

***

—Vas a desgastar ese libro si sigues yendo con él a todas partes. —Katerina alzó la cabeza al escuchar a su amiga Anastasia meterse con ella. Le sacó la lengua y cerró el libro, pero, antes de guardarlo en la bolsa, se lo arrebató de las manos.

—¡Nastia, devuélvemelo! ¡No bromeo! —Para ella, el libro favorito de su madre, con anotaciones de ella en los márgenes, era su mayor tesoro; cada vez que lo abría, sentía que estaba cerca de ella y que su espíritu volvía a rondarla. Además, con el tiempo había aprendido a entender al personaje que llenaba esas páginas y a la que su madre siempre había idolatrado.

—No sé qué demonios le ves de interesante a la biografía de una reina de hace años. —Hojeó el libro, abriéndolo con descuido, hasta que una furiosa Katerina se lanzó sobre ella para quitárselo. Se abrazó a él, mirando a su mejor amiga muy enfadada, y le dio la espalda mientras intentaba calmarse. Lo guardó en la bolsa y no le dirigió la palabra en un rato; el silencio enturbiaba el ambiente. Anastasia nunca había entendido su amor por ese libro, pero reconocía que se había pasado de la raya al jugar con algo tan importante para Kat—. Perdona, no era mi intención…

—¡No era tu intención, no era tu intención! ¡Maldita sea, Anastasia! ¿Alguna vez me he metido yo en tus asuntos? ¿Te molesto cuando te pones a releer esas cartas absurdas de amor que te enviaba Yuri hace meses? ¿Te pregunto por la forma en que miras a Franz? ¡No, Anastasia! —le gritó, muy molesta, completamente fuera de sí. Estaba agotada. Demasiados ensayos, demasiadas exigencias, demasiada presión… Se derrumbó de repente, y cayó sentada en el suelo, estallada en llanto. Anastasia se sintió culpable y, al mismo tiempo, molesta por ser tan transparente. Tras hacer un par de intentos, se acercó a ella, se arrodilló junto a Kat y la abrazó despacio. Katerina se aferraba a su mejor amiga, un tanto arrepentida del modo en el que le había hablado, con un peso enorme sobre sus hombros, con muchos ojos pendientes de sus fallos que deseaban que se cayera, con el miedo a fracasar latente… Y, en esos momentos, era cuando más necesitaba y echaba de menos a su madre. Por eso, acariciaba ese libro, lo abría, aspiraba su olor, impregnado de las flores secas que su madre había guardado en su interior, pero nada sanaba la herida.

—Perdóname, Kat, soy una idiota. Tranquila… —Estuvieron sentadas en el suelo de la sala de ensayo durante un largo tiempo, que parecieron horas, aunque simplemente fue una media hora. Todos se habían marchado ya y solo quedaban ellas dos.

—¿Quieres que llamemos a Franz y nos vayamos al bar a tomar algo?

—No, ya es tarde y mañana hay ensayo. Quizá otro día. —Salieron del teatro enfundadas en sus abrigos, con el semblante serio. Anastasia aún se sentía culpable, y Kat lo percibía. Se instaló entre ellas una extraña tensión, un miedo a confesar aquello que les provocaba miedo a cada una.

—Nastia, estoy bien, de verdad. Es solo que a veces me pesa demasiado la vida y exploto. —Su amiga curvó una sonrisa en los labios y le dio un fuerte abrazo, con todo el cariño que sentía por ella. Afirmó con la cabeza y se separaron al subir cada una a su coche.

—Kat —la llamó después de dar dos pasos. Su amiga se dio la vuelta y le costó encontrarse con la ira de Anastasia, que miraba el suelo fijamente—. Respecto a Franz…

—No digas nada —le pidió Kat, pues sabía que ella aún no estaba lista para hablar de ello. Nastia subió la vista hacia ella y, al ver que le sonreía, se sintió algo más calmada. La tensión de momentos antes había desaparecido, lo que de nuevo daba paso a los lazos de amistad que se habían forjado entre ellas hacía años. Se despidieron con la mano y cada una retomó su camino.

Katerina llegó a casa y pasó rápidamente por la cocina, donde cogió algo para cenar, y subió a su cuarto. Con su padre había acordado un sistema de señales; si en la puerta veía un pañuelo colgado en el pomo, significaba que necesitaba descansar y bajo ningún concepto podía entrar. Aquel día, más que nunca, no podría aguantar siquiera una de sus miradas inquisidoras. Se encerró en la tranquilidad de su habitación, cenó y, ya metida en la cama, volvió a abrir el libro preferido de su madre.

***

El cielo pesa sobre el mundo, aplasta mi corazón y mi cabeza, que duele y duele... Desearía que las nubes negras y apretadas de pronto estallasen, y escapara la ira y sacudiera la tierra con rayos y truenos..., pero no ocurre nada, nada. Tal vez, si el cielo estallara contra la tierra, si sintiera en el aire la fuerza de Dios, tal vez sacaría de él la fuerza para luchar. Tal vez, si el aburrimiento infinito dejara de ser… Pero no ocurre nada, nada.

Katerina comprendió, a través de aquel libro, a su madre. Ella, que debió de sentirse como la protagonista de la biografía de la que siempre hablaba, y ahora era ella misma la que se sentía como aquellas dos mujeres frágiles pero de espíritu fuerte. Estaba rozando el límite y, cuando eso sucedía, solo había un lugar que calmara su alma: la vieja casa de su madre, el lugar donde se sentía libre y feliz, alejada de las miradas venenosas y de todas las preocupaciones que estaban apagándola nada más empezar a brillar. Ese remanso de paz, con el invernadero que Valèrie había comenzado y que ella se encargaba de cuidar en la distancia; ese aire puro de las montañas, con las verdes colinas y con los espesos bosques por los que perderse paseando. El hogar de su madre, que ella sentía como propio, a pesar de haber estado en él en muy contadas ocasiones, mantenía tanto la esencia de su añorada madre que a Kat aquello le daba nuevas energías y le permitía volver a abrir los brazos para volar. Le costaría una fuerte discusión, pero estaba decidida a marcharse allí unos días antes del gran estreno, costase lo que costase.

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